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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (6 page)

BOOK: Ana Karenina
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Lievin lo había olvidado completamente; pero la dama se reía de aquella broma de hacía diez años, sin olvidarla nunca.

—Vamos, vaya usted a patinar. ¿No es verdad que nuestra Kiti ya patina muy bien?

Cuando Lievin se acercó de nuevo a la joven, observó que la expresión de su rostro no era ya severa; sus ojos revelaban una franqueza cariñosa; mas le pareció que hablaba con cierto tono intencionadamente tranquilo, y se entristeció. Después de hablar de madame Linon y de sus rarezas, le hizo preguntas sobre su género de vida.

—¿No se aburre usted en el campo, señor Lievin?

—No, porque siempre estoy ocupado —contestó Lievin, comprendiendo que la joven lo llevaba a un género de conversación intrascendente.

—¿Ha venido usted para mucho tiempo? —preguntó Kiti.

—No lo sé —replicó Lievin sin pensar en lo que decía. La idea de seguir su conversación en tono amistoso y tranquilo y volver tal vez a su casa sin haber resuelto cosa alguna, lo impulsó a rebelarse.

—¿Cómo es que no lo sabe usted? —preguntó Kiti.

—No sé nada; todo dependerá de usted —repuso Lievin, asustado de sus propias palabras.

¿No las oyó la joven o no quiso oírlas? El caso es que fingió dar un paso en falso en el hielo, se deslizó hasta llegar a la señora Linon, le dijo algunas palabras y se dirigió hacia la casita donde se dejan los patines.

«¡Dios mío!, ¿qué mal puedo haber hecho? ¡Ayudadme, protegedme!», se decía Lievin interiormente. Y comprendiendo que necesitaba hacer algún movimiento desordenado, describió con furor varias curvas en el hielo.

En aquel instante un joven, el más hábil de los nuevos patinadores, salió del café con sus patines calzados y el cigarrillo en la boca; sin detenerse, corrió hacia la escalera, franqueó los peldaños saltando, sin cambiar siquiera la posición de sus brazos, y se lanzó sobre la pista helada.

«Un nuevo truco», pensó Lievin, subiendo a su vez la escalera para intentar repetirlo.

—¡No te fatigues; se necesita costumbre! —le gritó Nikolái Scherbatski.

Lievin patinó algún tiempo antes de tomar impulso, y después bajó la escalera, procurando conservar el equilibrio; en el último peldaño se enganchó, e hizo con violencia un movimiento para desprenderse, recobró el equilibrio y se lanzó en el hielo sonriendo.

«¡Qué buen muchacho! —pensaba entre tanto Kiti al entrar en la casita, seguida de la señora Linon, y mirando a Lievin con cariñosa sonrisa, como si fuera un hermano querido—. ¿Es culpa mía? ¿Me he conducido mal? Sé muy bien que no es a él a quien amo, mas no por eso dejo de estar menos contenta en su compañía. ¡Es tan bueno! Pero ¿por qué me habrá dicho eso?»

Al ver a Kiti salir con su madre, que iba a buscarla, Lievin, muy colorado aún a causa del ejercicio violento que acababa de hacer, se detuvo y reflexionó. Después se quitó los patines y fue a reunirse con la madre y la hija a la salida.

—Me alegro mucho de verlo a usted —dijo la princesamadre—; recibimos los jueves, como siempre,

—Entonces será hoy.

—Nos complacerá mucho verlo a usted —contestó la princesa con sequedad.

Este tono afligió a Kiti, que no pudo menos de hacer algo para dulcificar el efecto producido por la frialdad de su madre. Se volvió hacia Lievin, y le dijo sonriendo:

—¡Hasta luego!

En aquel momento Stepán Arkádich, con el sombrero ladeado y las facciones muy animadas, entraba con aire triunfante en el jardín; mas al ver a su suegra, su rostro tomó una expresión triste y confusa para contestar a las preguntas que le dirigió sobre la salud de Dolli. Después de haber hablado en voz baja con aspecto humilde, se irguió y tomó el brazo de Lievin.

—¿Nos vamos? —preguntó—. No he dejado de pensar en ti, y me alegro mucho que no hayas faltado —añadió, mirándolo de modo expresivo.

—Vamos, vamos —contestó el feliz Lievin, que creía oír aún el acento de Kiti al decirle «hasta luego», representándose la sonrisa con que acompañó sus palabras.

—¿Iremos al hotel de Inglaterra o al Ermitage?

—Me es igual.

—Pues al hotel de Inglaterra —dijo Stepán Arkádich, que elegía aquel restaurante porque debía allí más dinero que en el otro, pareciéndole indigno de él no darle la preferencia—. Me alegro que hayas venido en tu coche, porque yo he despedido el mío.

Durante todo el trayecto, los dos amigos no hablaron palabra. Lievin pensaba en lo que podía significar el cambio sobrevenido en Kiti, y se tranquilizaba un momento para desesperarse después, repitiéndose que era una insensatez confiar en nada. A pesar de todo, le parecía ser otro hombre, que no se semejaba ya al que había existido antes de la sonrisa y de las palabras de Kiti.

Stepán Arkádich reflexionaba sobre el menú.

—¿Te gusta el rodaballo? —preguntó a Lievin al entrar en el restaurante.

—¿Qué? ¡Ah!, el salmón. Deliro por él.

X

E
L
mismo Lievin no pudo menos de notar la expresión de contento que rebosaba en la fisonomía y en toda la persona de Stepán Arkádich. Este último se quitó el abrigo y el sombrero, se adelanto hacia el comedor, dando de paso sus órdenes a los camareros tártaros en los fracs que lo seguían casi pegados con las servilletas debajo del brazo. Saludó por derecha e izquierda a las personas conocidas que allí, como en todas partes, lo velan siempre con placer; se acercó al aparador y tomó una copita de vodka con un trocito de pescado en salazón. La señorita del mostrador, una francesa de cabello rizado, con muchos afeites, cubierta de cintas y de encajes, fue al punto el objeto de su atención, y le dirigió algunas palabras que la hicieron reír a carcajadas.

En cuanto a Lievin, la vista de aquella mujer, con su cabello postizo su
poudre de riz
y
vinaigre de toilette
, lo hizo perder la gana de comer y se alejó con disgusto; su alma estaba llena del recuerdo de Kiti, y en sus ojos brillaba el triunfo y la felicidad.

—Por aquí, excelencia, por aquí no le molestará nadie —le decía obsequiosamente el mozo, viejo tártaro con el pelo grisáceo, con el trasero tan ancho, que se le abrían los faldones de su frac.

—Tenga usted la bondad de acercarse —dijo también a Lievin, honrándolo por el respeto hacía Stepán Arkádich.

En un instante extendió una servilleta limpia sobre la mesa redonda, cubierta ya con su mantel; acercó dos sillas de asiento de terciopelo, y con la servilleta en una mano y la lista en la otra, permaneció en pie ante Stepán Arkádich, esperando sus órdenes.

—Si vuecencia lo desease, tendría un gabinete particular a su disposición en pocos instantes, pues el príncipe de Golitsin, que lo ocupa con una dama, saldrá muy pronto. Hemos recibido ostras frescas.

—¡Ah, ostras! —exclamó Stepán Arkádich, reflexionando—. ¿Cambiamos nuestro plan de campaña, Lievin?—preguntó, pasando el dedo por la lista con expresión de duda—. Pero ¿serán buenas las ostras?

—Son de Flensburgo, excelencia; no hay de Ostende.

—Vaya por las ostras de Flensburgo, si son frescas.

—Llegaron ayer.

—¿Qué te parece, Lievin? ¿Quieres que comencemos por las ostras, cambiando después todo el menú?

—A mí me es igual; lo mejor sería
schi
[8]
y
kasha
[9]
; pero aquí no habrá.

—Se puede hacer
kasha à la russe
si lo desea —dijo el camarero, inclinándose hacia Lievin como una niñera sobre la criatura que guarda.

—Lo que tú elijas estará bien —dijo Lievin a su amigo—, pues he patinado y tengo apetito; no temas —añadió al notar una expresión de descontento en el rostro de Oblonski— que no sepa apreciar tu menú, pues no me desagradará una buena comida.

—¡Solo faltaría eso! Por más que se diga, este es uno de los placeres de la existencia —repuso Stepán Arkádich—. Pues bien —añadió—, tráenos dos o tres docenas de ostras, sopa de raíces…


Printanére
[10]

dijo el tártaro.

Por lo visto, Stepán Arkádich no quería dejarle disfrutar nombrando los platos en francés, continuó:

—Con raíces, ya sabes cómo. Después traerás rodaballo con la salsa un poco espesa; luego rosbif, cuidando de que esté bien a punto; a esto seguirá un capón y, por último, conservas.

El camarero, recordando que a Stepán Arkádich no le agradaba nombrar los platos según la lista francesa, le dejó hablar; pero después se complació en repetir el menú según las reglas: «Sopa primaveral, salmón a lo Beaumarchais, pularda al estragón, macedonia de frutas». Dicho esto, y como movido por un resorte, hizo desaparecer una lista para presentar otra, la de los vinos, que puso delante de Stepán Arkádich.

—¿Qué beberemos?

—Lo que tú quieras, con tal que haya un poco de champán —contestó Lievin.

—¡Cómo! ¿Desde el principio? Bien, no hay inconveniente. ¿Te gusta la marca blanca?


Cachet blanc
—dijo el camarero en francés.

—Bien, con las ostras será estupendo.

—¿Qué vino de mesa serviré?

—Danos el clásico
chablis
.

—Está bien. ¿Serviré queso?

—Sí, parmesano, si mi amigo no prefiere otro.

—No, me es igual —contestó Lievin, que no podía menos de sonreírse.

El tártaro con sus faldones volando encima de su ancho trasero, salió corriendo, y cinco minutos después volvía con una bandeja llena de ostras en una mano y una botella en la otra.

Stepán Arkádich arrugó su servilleta, se tapó el chaleco, alargó tranquilamente las manos y tomó la primera ostra.

—No son malas —dijo, separando los moluscos de su concha con un diminuto tenedor de plata y sorbiéndolos con marcado placer—. No son malas —repitió, fijando sucesivamente en Lievin y en el camarero una mirada brillante.

Lievin comió las ostras, aunque hubiera preferido pan y queso; pero no podía menos de admirar la desenvoltura de Oblonski. El mismo camarero, después de destapar la botella y de escanciar el espumoso vino en las finas copas de cristal, miró a Stepán Arkádich con una sonrisa de satisfacción, arreglando al mismo tiempo su corbata blanca.

—A ti no te gustan mucho las ostras —dijo Oblonski, vaciando su copa—; o tal vez estés preocupado, ¿eh?

Quería alegrar a Lievin; pero este, sin estar triste, experimentaba cierto malestar. Con lo que tenía en el alma, sentíase a disgusto en aquel sitio, por el continuo movimiento, y en la inmediación de los gabinetes donde caballeros y damas comían alegremente; todo lo ofuscaba, el gas, los espejos y hasta los tártaros, todo eso le resultaba insultante. Temía enturbiar el sentimiento que llenaba su alma.

—Sí, estoy preocupado —contestó—, pero además, todo me molesta aquí. No podrías imaginarte hasta qué punto es extraño para un hombre del campo todo esto. Es como las uñas de aquel caballero que vi en tu despacho.

—Sí, ya observé que las uñas del bueno de Griniévich te interesaban mucho —dijo Stepán Arkádich, sonriendo.

—No puedo remediarlo —contestó Lievin—; procura comprenderme y ponte en mi lugar. Nosotros, en el campo, tratamos de tener manos aptas para trabajar; por eso nos cortamos las uñas, y muy a menudo nos remangamos para tener los brazos más libres. Aquí, por el contrario, se acostumbra a dejar crecer las uñas todo lo posible; y para tener la seguridad de no poder hacer nada con las manos, se adornan los puños con una especie de platillos a guisa de gemelos.

Stepán Arkádich sonrió agradablemente.

—Esto prueba —dijo— que no hay necesidad de trabajar con ellas y que la cabeza es la que lo hace todo.

—Es posible; pero esto no obsta para que parezca tan extraño como lo que hacemos aquí. En el campo nos hartamos de alimento a fin de poder trabajar; y aquí se procura comer, alargar la comida todo lo posible sin comer bastante; por eso se toman ostras.

—Es verdad —dijo Stepán Arkádich—; pero ¿no es objeto de la civilización cambiarlo todo en goces?

—Si tal es su objeto, prefiero seguir siendo bárbaro.

—Ya lo eres un poco; todos los de vuestra familia sois salvajes.

Lievin suspiró, pensando en su hermano Nikolái; se oscureció su rostro y lo acometió una profunda tristeza; pero Oblonski le habló sobre un asunto que muy pronto lo distrajo.

—¿Vendrás esta noche a casa, es decir, a la de los Scherbatski? —preguntó Stepán Arkádich, guiñando un ojo, mientras desviaba las conchas para tomar el queso.

—Sí, seguramente —contestó Lievin—; aunque me ha parecido que la princesa no me invitaba de buena gana.

—¡Vaya una ocurrencia! Siempre se porta como gran dama —dijo Oblonski—. Yo también iré cuando salga de una reunión de casa de la condesa Bánina. ¿Cómo no he de tratarte de salvaje? Explícame, por ejemplo, tu fuga de Moscú. Los Scherbatski me han atormentado más de una vez con sus preguntas respecto a ti, como si yo pudiera saber alguna cosa. Lo único que sé es que tú haces siempre lo que nadie pensaría hacer.

—Sí —contestó Lievin lentamente y con cierta emoción—; soy un salvaje, pero no es mi marcha lo que lo ha demostrado, sino mi regreso. He venido ahora…

—¡Eres feliz! —interrumpió Oblonski, mirando fijamente a Lievin.

—¿Por qué?

—Reconozco en los ojos a los enamorados —replicó Stepán Arkádich—. El porvenir es tuyo.

—¿Y no también para ti?

—Yo no tengo más que el presente, y te aseguro que no todo son rosas.

—¿Pues qué ocurre?

—La cosa no marcha; pero no quiero hablarte de mí, tanto más cuanto que no podría explicártelo todo —repuso Stepán Arkádich—. Pero dime, ¿por qué has venido a Moscú?… ¡Eh, camarero, ven a servirnos!

—Sin duda lo adivinas —replicó Lievin, sin separar la vista de su amigo.

—Sí, lo adivino; pero no he de ser el primero en hablarte de ello. Por este detalle podrás comprender si lo acierto o no —dijo Stepán Arkádich, mirando a Lievin con malicia.

—¿Y qué me dirás? —preguntó Lievin, con voz temblorosa, conociendo que se estremecían los músculos de su rostro—. ¿Cómo consideras tú el asunto?

Stepán Arkádich apuró lentamente el contenido de su vaso, sin separar la vista de su amigo.

—Yo —contestó— lo desearía como tú.

—Pero ¿no te engañas? ¿Sabes de qué hablamos? —murmuró Lievin, mirando ansiosamente a su interlocutor—. ¿Crees verdaderamente que será posible?

—¿Por qué no ha de serlo?

—¿Lo dices con toda sinceridad? ¡Vamos! Manifiéstame todo lo que piensas. Me expongo a una negativa, y estoy casi seguro de ella.

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