Read Antología de novelas de anticipación III Online
Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon
Tags: #Ciencia Ficción, Relato
El doctor Morrison era un hombre alto y pálido... y no se alegró de verles, ni de oír su historia.
—Nunca hemos negado refugio a nadie —les dijo—. Y ya es demasiado tarde para empezar a hacerlo. Sin embargo, preferiría no haberles conocido.
—Lo siento —dijo Jones. Y era sincero al decirlo.
Morrison se encogió de hombros, con un gesto de cansancio.
—Tal vez no nos descubran. Este lugar queda perfectamente oculto, y el trabajo fue realizado por especialistas. Tal vez crean que han huido ustedes a las montañas. —Se dirigió al centinela—: Encárguese de que coman algo.
La madre del bebé gordinflón les sirvió venado asado.
—Los hombres salen a cazar de cuando en cuando —explicó la mujer—. Las provisiones almacenadas aquí se están terminando.
—¿Cuántas personas hay en este refugio? —preguntó Baine.
—Setenta y un hombres, treinta y nueve mujeres y ocho niños, la mayoría de ellos nacidos aquí, como Piernas Gordas. —Y señaló a su hija.
—Está muy desarrollado —dijo Jean Grane.
—Hasta ahora, la comida para los niños no ha escaseado, aunque no creo que las provisiones duren otro año.
—¿Qué ocurrirá entonces? —preguntó Talbot.
La mujer se encogió de hombros.
—No me he parado a pensarlo. Aquí hemos dejado de pensar. Hola, Joe —le dijo al espectro que acababa de entrar—. ¿También usted tiene hambre?
Corless sacudió la cabeza y se acercó a Sam Jones.
—¿Jones? —dijo—. Jones, tengo algo...
—Sí, señor —dijo Jones, poniéndose en pie—. ¿De qué se trata?
Pero Corless estaba sacudiendo la cabeza, y su rostro volvía a ser inexpresivo.
—Se ha ido —murmuró—. Hace un momento lo tenía aquí —señaló su cabeza—, pero se ha ido.
Murmurando en voz baja, dio media vuelta y salió de la cueva.
—¿Le dejan ir y venir a su antojo? —preguntó Sam Jones.
La mujer se encogió de hombros.
—Es inofensivo. A veces transcurren semanas enteras sin que aparezca por aquí. Luego se presenta una mañana, pidiendo el desayuno. Nadie se preocupa por él.
A lo lejos, se oyó el estallido de una bomba.
—Me pregunto qué estarán bombardeando —dijo Jake.
—Los árboles, y unos a otros, en la oscuridad —respondió Jones—. Eso espero.
Suspiró. En el exterior había hombres con bombas y ametralladoras y otras armas inventadas por los humanos para la destrucción de sus semejantes, incluidas la guerra bacteriológica y las expediciones de "socorro". Pero allí, en la cueva, había paz; allí había seguridad, aunque quizá sólo por una noche. Aquél era un lugar de refugio... para la noche.
Se preguntó si llegaría el momento de encontrar un refugio para todo un año, o para toda una vida. Había un montón de cosas en las cuales le gustaría trabajar, si tenía tiempo. De un modo especial en la Propulsión Corless.
—Necesito hablar con usted —dijo Jean Crane.
Cogió a Jones del brazo y pasearon a través de la cueva. Hombres y mujeres les miraron, asintieron y continuaron sus tareas, fingiendo indiferencia a las bombas que estallaban en el exterior. Su indiferencia no era más que una máscara destinada a cubrir su miedo desesperado, pensó Jones. ¿O era verdadera indiferencia? ¿Había alcanzado aquella gente el punto donde nada importa, donde la muerte supone un alivio? ¿Era la muerte el verdadero refugio para la noche... y el único, para ellos? La idea le impresionó.
—Siento lo del mapa —dijo Jean Crane.
—Olvídelo —respondió Jones.
—No puedo olvidarlo. No dejo de pensar en lo que le he hecho a esta gente.
—Lo peor que ha hecho usted ha sido anticipar un poco un día que de todos modos iba a llegar. Tienen provisiones para otro año, quizá. Pero están condenados a muerte, y lo saben. Este lugar fue planeado como laboratorio, pero el trabajo se ha interrumpido, lo cual demuestra que saben lo que se avecina. Cuando el trabajo se interrumpe, la esperanza ha muerto.
En aquel momento pasó junto a ellos el doctor Morrison. Al verles, se detuvo.
—Corless le estaba buscando —le dijo a Jones.
—Ya me ha encontrado —respondió Sam, y explicó lo que había sucedido.
—Parece recordarle usted algo —aventuró el doctor—. Pero no acaba de precisar el recuerdo.
—Lo sé —dijo Jones—. Le recuerdo la época en que era el científico más eminente de la nación... cuando esto era una nación.
—En ese caso, probablemente será mejor que no recuerde —dijo Morrison, y se alejó.
Encontraron una cueva que había sido arreglada como sala de descanso, con estanterías de libros en las paredes, y lámparas de pie, y cómodas butacas, para las horas libres del personal del laboratorio. Se sentaron. Jones no supo cómo había ocurrido, pero al cabo de cinco minutos la muchacha estaba con la cabeza apoyada en su hombro y profundamente dormida. Dormía como una niña, con el rostro distendido y tranquilo.
—Dulces sueños, Jeanie —murmuró Jones.
Dulces o amargos, los sueños era lo único que les quedaba.
Jones no supo cuándo se quedó dormido. Su cuerpo estaba intoxicado por la fatiga. Ni sabía el tiempo que había transcurrido, cuando le despertó el tableteo de una ametralladora.
Jones estaba soñando en el Brasil cuando la ametralladora le despertó. Como un fantasma, el sueño huyó de su mente mientras se ponía en pie. Jones y la muchacha corrieron hacia la puerta de la sala de descanso.
La mayoría de las luces habían sido apagadas, pero unas cuantas seguían ardiendo. Al final del pasillo, las luces iluminaban a unos hombres que trabajaban desesperadamente, levantando una barricada alrededor de una puerta que había sido arrancada. La ametralladora, manejada por Raymond, estaba montada allí... y disparaba a través de la oscura abertura.
—Al parecer, tenemos visita —murmuró Jones.
Avanzaron pegados a la pared del túnel. Talbot, con un ensangrentado vendaje en la frente, estaba ayudando a tres hombres a colocar una pesada mesa enfrente de la entrada.
—Aquel hijo de perra, Baine —dijo Talbot—, era un espía de la Federación. Se deslizó fuera, acuchilló al centinela y ha traído hasta aquí a los Federados.
La caverna estaba llena de sonidos. En el otro extremo, una larga procesión se movía a través de una salida lateral, obedeciendo a un preestablecido plan de evacuación en caso de ataque. Morrison llegó corriendo. Les entregó a cada uno de ellos una pastilla blanca.
—Los otros ya la tienen —dijo.
—¿Qué es esto? —preguntó Jones.
—Cianuro —respondió Morrison.
Jones le miró fijamente. El sueño seguía nublando su cerebro, impidiéndole pensar con claridad.
—Pero esa gente no puede suicidarse —protestó—. No tienen que morir.
—Ya hemos estudiado el asunto y llegado a una conclusión —dijo Morrison—. Lo sometimos a votación. Nadie votó en favor de la rendición.
—¡Pero, aquí hay niños! —exclamó Jean.
—Supongo que en el Cielo habrá espacio para los niños —dijo Morrison, y se alejó.
Jake Cross se acercó a ellos.
—La última barricada —dijo.
¡Booom!
El montón de mesas y muebles acumulados delante de la entrada desapareció. El trueno rugió en la caverna, y volvió a rugir. La ametralladora se levantó como si le hubieran brotado alas, y Raymond con ella. Raymond cayó al suelo, trató de arrastrarse y repentinamente se inmovilizó.
En medio del silencio que siguió, un chiquillo asustado empezó a sollozar.
—Me pregunto cuánto tardarán en presentarse —dijo Jake Cross. Cambió el cargador de su metralleta—. Bueno, puedo esconderme a un lado. Luego, cuando entren, puedo cargarme a unos cuantos. —Consultó su reloj—. Son las seis de la mañana. Ya ha amanecido.
En alguna parte, un hombre agonizaba. El último de la hilera avanzaba apresuradamente hacia la salida..., ¿hacia dónde, ahora?
A su lado, una mujer que había estado ayudando a levantar la barricada se sentó en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared. Introdujo la mano en su seno y sacó una cajita en forma de corazón. La abrió. La cajita contenía una sola pastilla blanca. La mujer se la tragó. Luego se quedó muy quieta, el rostro tranquilo, los ojos serenos.
El tableteo de las ametralladoras resonaba cada vez más cerca. Jake Cross levantó su arma.
—Puedo detenerles aquí durante un par de horas —dijo—. Corran, ustedes dos, y traten de salvarse.
En la oscura caverna, una voz gritó súbitamente:
—¡Jones!
Sam Jones alzó la cabeza. En sus ojos había una expresión sorprendida.
—¡Estoy aquí, Gabriel! —gritó—. ¡Aquí!
La muchacha se aferró a su brazo, sollozando.
—¡Sam! —murmuró.
Pero Jones no la oyó.
—¡Jones! ¡Samuel Jones! —volvió a gritar la voz.
—Estoy aquí, Gabe —respondió Jones.
Una delgada figura surgió de la oscuridad y avanzó hacia ellos. Era Corless.
—¡Jones! —jadeó Corless—. Por fin me he acordado de usted. Luego lo he recordado todo.
Jones asintió, con aire ausente.
—Me alegro que haya recordado usted a Sam Jones —murmuró.
—¡Sam!
Los dedos de la muchacha se clavaron en su brazo, pero Jones no lo notó. Corless le miró fijamente. Jones se inclinó.
—Gabriel, permítame que le presente a mi compañera, Miss Jean Grane. Es una muchacha encantadora, Gabriel. Acomódela lo mejor que pueda, por favor.
Corless le sacudió fuertemente por los hombros.
—¡Escuche! Sé que he estado loco, pero ahora no lo estoy. Sabía
dónde
estaba, pero no podía recordar
qué
era... hasta que le vi a usted. Usted desbloqueó mi memoria.
—¡Ah! —murmuró Jones.
—¡Escuche, por favor! Este laboratorio bacteriológico no era más que una tapadera de algo mucho más importante. Necesitábamos un pretexto para el trabajo que estábamos realizando aquí. El laboratorio era el pretexto, pero existe otra cueva secreta.
Sam Jones parpadeó. El tono de Corless era completamente normal.
—¿Y qué estaban haciendo ustedes en esa segunda cueva? —preguntó Jones.
—Una nave espacial —respondió Corless.
—Gabriel tiene una nave espacial —dijo Jones.
—La primera que se ha construido —dijo Corless.
—La primera... —repitió Jones. Luego, su voz sonó furiosamente—. ¡No empiece usted otra vez, Gabriel! Soy un mono muerto, y me alegro de serlo. Déjeme ser un mono muerto, Gabe.
Corless extendió las manos en un gesto de desesperación.
—Por favor —susurró—. Se trata de la primera nave espacial construida con el sistema de propulsión Corless.
—El sistema de propulsión Corless fracasó —dijo Jones—. Yo estaba allí.
Corless se secó el sudor que empapaba su rostro.
—Aquel fracaso fue preparado de antemano —dijo—. Tuvimos que hacerlo... para tratar de ocultar el hecho de que el sistema era un éxito.
—¿Por qué? —preguntó Jones.
—Porque sabíamos que existía la Federación, y porque sabíamos que planeaba la guerra bacteriológica contra nosotros. Sabíamos, también, que si los gobernantes de la Federación tenían motivos para creer que habíamos construido una nave espacial, lanzarían sus bacterias contra nosotros inmediatamente... para impedir que termináramos el arma más decisiva conocida hasta entonces.
Jones empezó a sudar. Se pasó la mano por el rostro y trató de pensar.
—Creí que la bomba atómica era una arma decisiva —dijo—. Oí decir que el pensar en las bombas atómicas instaladas en las rampas de lanzamiento había preocupado a la Federación durante mucho tiempo... y sigue preocupándole.
—No hay una sola rampa de lanzamiento secreta en todos los Estados Unidos —dijo Corless—. Ni la ha habido nunca. Esa historia fue inventada por los servicios de información. Propalaron el rumor, con la esperanza de que la amenaza frenaría a cualquier posible atacante, hasta que la guerra fuese declarada ilegal. Se trataba de ganar tiempo...
La expresión asustada de los ojos de Jones eran un pálido reflejo del temor que experimentaba su corazón. Corless estaba contando algo tan lógico, que podía ser verdad. Y Jones temía dejarse convencer. Lo único que sabía a ciencia cierta era que Corless había estado loco, y que podía estarlo todavía.
—Pero, su proyecto fue abandonado, y usted mismo fue puesto bajo los cuidados de un psiquiatra...
—En efecto, ésa fue la versión oficial. Y crea que me partió el corazón tener que prescindir de los hombres que habían trabajado conmigo, dejar creer a los que habían confiado ciegamente en mí que había fracasado. Recluté una nueva plantilla de colaboradores, los cuales fueron traídos aquí, después de jurar que guardarían el secreto, y empezamos a trabajar en la construcción de mi nave. Tenía a más de mil hombres trabajando para mí en aquella cueva. Y construyeron la nave.
—¿Qué ha sido de ellos? —preguntó Jones.
—La gripe amarilla —respondió Corless—. Todos murieron, y yo quedé vivo. Y el día que el último de ellos murió, enloquecí de veras... —Se pasó una mano por delante de los ojos como para espantar el recuerdo—. Lo sé —continuó—. Cuando usted llegó aquí anoche, yo estaba loco; la gente de esta cueva creía que estaba loco. Y lo estaba. Ni siquiera recordaba el motivo de mi presencia aquí. Mi memoria estuvo bloqueada, hasta que le vi a usted. Usted fue el eslabón que mi mente necesitaba.
Jones sudaba de angustia. El grano de lógica se había convertido en una montaña. La historia era verosímil, pero...
—Lo creeré, cuando vea la nave —dijo.
—Ese es uno de los motivos de que haya venido a buscarle —dijo Corless—. Quiero que embarque usted en la nave. Le necesito. Es usted el último de mi antigua plantilla de colaboradores, y le necesito desesperadamente.
Jones se volvió hacia la muchacha.
—Gabe quiere que nos marchemos con él —dijo.
Las ametralladoras seguían tableteando más allá de la destrozada barricada. Jake Cross disparó rabiosamente. Le miraron, y Cross agitó una mano.
—Lo he oído todo —dijo—. Váyanse con él, y traten de salvarse.
—Ven con nosotros, Jake —dijo Jones.
Cross sacudió la cabeza.
—Esta es mi última barricada —dijo—. Y la lucha no termina hasta que ha caído la última barricada.