Read Antología de novelas de anticipación III Online
Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon
Tags: #Ciencia Ficción, Relato
—¿Y qué cosa querían ustedes que hiciera una planta artificial? —preguntó Britt—. ¿Lucir un diploma? ¿O tirar de sus raíces y andar por ahí pretendiendo ser un animal? Un vegetal, aunque sea artificial, es siempre un vegetal, ¡so cretinos! Hace lo que todo vegetal necesita hacer: come. Y los vegetales comen minerales. Y este no tenía el cromo necesario que precisa para su propia clase de clorofila, y así buscó una fuente suplementaria de él. Siguió arroyo arriba, desde el mar, hasta localizar la fuente del mineral, e hizo que el río se convirtiera en una factoría química que le proporcionara su alimento. Estos lagos eran sus depósitos de agua mineral. Producían las aguas ácidas y alcalinas sin necesidad de complicados procedimientos.
—Pero ¿qué relación guarda esto con el
Persephone?
—Esto me tuvo preocupado algún tiempo. Después descubrí que la savia corroe el acero cromado. El
Persephone
se debe de haber impregnado todo él de savia cuando aterrizó. Aún más, estaba posado sobre este ácido activo. Entonces lo que hace es un terrible esfuerzo y empuja todo este don de los dioses al tanque para que se disuelva.
—Buen trabajo hicimos al desecar el lago a tiempo —dijo Bob.
—No estaba en ningún peligro —replicó Britt—; tenía reserva bastante de aire y de comida para varias semanas. Me figuro que tendrían todas las salidas bloqueadas y no podían salir. Sea como sea, lo único que podían hacer era esperar hasta que el ácido de la planta disolviera el casco, y entonces, con sus trajes de espacio, podrían nadar hasta la playa. El peligro grande para ellos provenía de ese endemoniado griego, Japp, porque los gruesos cañones de la Flota los hubieran frito vivos en diez minutos.
—¿Griego? —preguntó Michelson—. ¿Es que es griego?
—¡Oh!, ¿No lo saben? —masculló Britt—. Escuchad. Hubo una vez un grupo de pensadores griegos (esto era en tiempo de Aristóteles) que estuvieron toda una noche discutiendo furiosamente sobre el número de dientes que tiene un caballo en la boca, y no pudiendo ponerse de acuerdo, interpelaron a un transeúnte, que resultó ser un árabe, y le persuadieron para que fuera el árbitro de la discusión. Escuchó atentamente todos sus argumentos y, en seguida, sin decir una palabra, se alejó. Al cabo de un momento volvió y les dio la contestación exacta.
—¿Cómo te arreglaste para decidir? —le preguntaron.
¿De quién fue el mejor argumento, en qué lógica te has apoyado?
—¡Al diablo la lógica! —respondió—. Yo no he hecho más que ir al establo y contar los dientes de mi caballo.
Robert Moore Williams
La música que sonaba en el aparato de radio del automóvil murió en un susurro, y el locutor de la que en otra época había sido Emisora KTP, de Denver, pudo ser oído mientras se aclaraba la garganta disponiéndose a hablar. Sam Jones, ex miembro de los Laboratorios Corless, frenó el antiguo Mercury modelo 72 para que el asmático traqueteo del coche no ahogara la emisión.
—
Este es el resumen de noticias de las doce
—dijo el locutor.
El inglés era perfecto. Sólo un levísimo acento revelaba que el locutor era un hombre de la Federación.
—
Tenemos grandes noticias para ustedes
—continuó—.
Esta mañana han atracado ocho buques en puertos orientales con alimentos, medicinas y vacunas. Millares de médicos, enfermeras, auxiliares y técnicos se encuentran ya en América; diariamente están llegando otros.
"¡Al diablo!", exclamó Jones. La barba de varios días que cubría la piel amarillenta de su rostro le daba un aspecto siniestro. La metralleta que reposaba en el asiento, a su lado, aumentaba aquella impresión. Se quedó mirando el aparato de radio con el ceño fruncido.
—
Además de los especialistas que se encuentran ya aquí, decenas de millares de trabajadores han sido enviados a este país
—
y hay más en camino
—
para ayudar en la terrible tarea de reconstruir este arrasado territorio. Los Estados
Unidos agradecemos sinceramente los denodados esfuerzos de la Federación al enviar alimentos, ropas, medicinas y obreros para ayudarnos...
"¡Hijo de...!", exclamó Jones. Desconectó la radio y pisó de nuevo el acelerador. Inmediatamente se reprodujo el traqueteo.
Por espacio de cincuenta millas Jones había estado fingiendo que no oía los estertores del motor, cada vez más agónicos, anunciándole que no tardaría en detenerse definitivamente. Y entonces Jones tendría que continuar a pie. Bueno, pensó resignado, había recorrido un montón de millas en aquel viejo cacharro desde que lo había robado en las afueras de St. Louis. Había cruzado con él tres Estados, hasta... Jones contempló con gesto enfurruñado los derruidos edificios a ambos lados de la carretera, tratando de descubrir una señal que le indicara hasta dónde le había conducido el automóvil.
El poste de señales estaba caído. Decía:
Ala...g...do 1.0 m.llas.
La flecha apuntaba hacia arriba, hacia el cielo occidental.
Jones se preguntó si el poste de señales era una profecía. Alamogordo se encontraba a un determinado número de millas de allí, pero tal vez las personas que seguían aquella carretera acababan su viaje en el cielo.
Era una idea fúnebre. Sam Jones era un hombre fúnebre. Los tiempos eran fúnebres. Y la muchacha que estaba tendida en el suelo, junto al poste de señales que apuntaba hacía el cielo, era también fúnebre. Se había dormido.
El ruido del automóvil la despertó. Llevaba unos pantalones muy sucios y el pelo sujeto con una cinta deshilachada. Se puso en pie de un salto.
—Hola —dijo Jones.
La muchacha no iba armada. Jones soltó la metralleta que había agarrado con una mano, disponiéndose a mostrarse amistoso, ya que acababa de fijarse en la tonalidad amarillenta del cutis de la muchacha, el mismo tono amarillento de su propio rostro. Sintió lástima por ella, sabiendo lo que había pasado. Pero ella había salido con vida de la prueba. Muy pocos podían decir lo mismo.
Por lo que él había visto, no estaba seguro de que el vivir fuera una ventaja..., al menos para los que habían creído en la República, y en las cosas que la República había aportado: libertad de palabra y de pensamiento, hombres libres de un modo libre. Pero él estaba vivo y la muchacha estaba viva, y se disponía a mostrarse amistoso.
La muchacha, de pie, le miraba. Jones calculó que tendría unos veintitrés años. En su demacrado rostro se reflejaba el hambre: tejido hambriento de proteínas, de grasas, de hidratos de carbono; y en sus ojos había otra clase de hambre: hambre de amor, de seguridad, de hogar..., de las cotidianas y sencillas satisfacciones que proporcionaba el vivir en un mundo que había desaparecido para siempre: niños rollizos y máquinas de lavar y un asado dorándose en el horno, esparciendo fragantes aromas. Cosas que habían formado parte de aquel mundo. Y Navidades, y cines, y el alto taburete enfrente de la barra de un bar...
Jones se negó a seguir recordando.
La muchacha, como un conejo asustado, dio media vuelta... y escapó a través de la puerta de lo que al parecer había sido el taller de reparaciones de una estación de servicio, al mismo tiempo que tienda de comestibles y restaurante.
Simultáneamente, con un par de estertores finales, el motor murió. La leve columna de humo que se alzó encima del radiador puso de manifiesto que había muerto de sed. Maldiciendo en voz baja, Jones cogió la metralleta y se apeó del automóvil.
Desde las oscuras sombras proyectadas por los coches que estaban en el taller de reparaciones, pudo ver a la muchacha que le estaba espiando.
—Necesito un poco de agua —dijo.
La muchacha no respondió. Pero permaneció allí, entre las sombras, más allá de la puerta abierta, mirándole ávidamente. Jones avanzó hacia ella, y la muchacha se deslizó fuera de su campo visual. Jones se detuvo en el umbral de la puerta.
Unos rayos de sol, filtrándose a través de las grietas del techo de planchas de hierro, proyectaban unas franjas de claridad amarillenta a través de las sombras. En el interior del taller había varios coches averiados, con los neumáticos deshinchados y los cuerpos cubiertos de polvo. Algunos habían sido saqueados en busca de piezas de recambio. De una cadena colgada del techo pendía un motor cubierto de polvo. Como el ataúd de Mahoma, pensó Jones, colgado entre el cielo y la tierra. El motor era un mudo
memento
del mecánico que lo había alzado, sujeto a la cadena, y luego había interrumpido su trabajo unos instantes, para tomarse un pequeño descanso, que se había prolongado indefinidamente. ¡Sólo un pequeño descanso, sólo un par de minutos! "Me siento muy cansado, y mi corazón está brincando. Voy a tomarme un pequeño descanso."
Así fue como ocurrió. Un pequeño descanso. Nada grave, desde luego. Simple fatiga. Uno de cada cien se levantaron de aquel pequeño descanso.
Jones trató de localizar el cadáver del mecánico. No estaba a la vista. Alguien lo había enterrado, probablemente, lo cual era más de lo que la mayoría de cadáveres habían obtenido.
—¡Eh, nena! —gritó—. No me como a las muchachas.
—¿Seguro que no? —inquirió ella, sin dejarse ver.
—¿De qué tiene usted miedo?
—Simple precaución —respondió la muchacha.
Estaba al otro lado del primer automóvil, contemplándole. De pronto, brilló la llama de un fósforo: la muchacha acababa de encender un cigarrillo.
—¿Tiene usted cigarrillos? —preguntó ávidamente Jones.
—Unos cuantos. ¿Quiere uno?
—¿Que si quiero uno? El último paquete que conseguí robar fue en Topeka. Hace una semana que no he visto un cigarrillo.
La muchacha avanzó unos pasos, con aire vacilante, y le tendió un paquete. Jones entró en el taller.
Como sombras arrojadizas, dos hombres harapientos se precipitaron contra él desde ambos lados de la puerta.
Los dos hombres harapientos se ocuparon en primer lugar de la metralleta, y consiguieron echarle mano antes de que Jones pudiera moverse. En el forcejeo, el arma cayó al suelo. Nariz Aplastada agarró las dos muñecas de Jones. Patillas, el otro hombre harapiento, corrió a situarse detrás de él y trató de hacer presa en su cuello. Jones dio un violento tirón y consiguió librar su muñeca izquierda; su puño salió disparado contra la barbilla de Nariz Aplastada, el cual retrocedió, tambaleándose, hasta que su espalda chocó contra el automóvil averiado.
Patillas había rodeado el cuello de Jones con su antebrazo. Jones se agachó rápidamente. Extendiendo las manos hacia atrás, las unió alrededor de la cabeza del hombre y apretó con todas sus fuerzas. Patillas gimió sordamente mientras Jones le hacía volar por encima de su hombro.
—¡Eh! —gritó alguien.
Jones buscó la metralleta. La vio. La tenía la muchacha. Había alzado el seguro. Por lo visto, sabía cómo debe utilizarse un arma automática y le estaba apuntando directamente al estómago.
La expresión de sus ojos era inequívoca: estaba dispuesta a enviarle una rociada de plomo. Jones levantó los brazos. La muchacha no dudaría en matarle.
—Aparte eso, nena.
Podía vencer a los dos hombres harapientos —en realidad, ya lo había hecho—, pero la muchacha tenía su metralleta. Y no prestaba la menor atención a sus brazos levantados. Estaba dispuesta a matarle.
—¡Eh, Jean, conozco a ese hombre! —gritó alguien. Un tercer hombre salió de detrás del automóvil y agarró el arma que empuñaba la muchacha. Jones se dejó caer al suelo. El seguro estaba levantado. Luego, el hombre se apoderó de la metralleta—. ¡Le conozco! —le dijo a la muchacha. Se volvió hacia Jones—. ¡Hola, Sam!
Jones se puso lentamente en pie.
—¡Hola, Jake! —dijo—. La última vez que te vi fue en...
Trató de recordar.
—En Washington, la noche en que la volaron —dijo Jake Cross.
Jones asintió. Ahora lo recordaba. Aquella noche, aquel hombre de rostro endurecido no era más que un mozalbete que acababa de recibir su título de piloto y estaba muy orgulloso de sus alas de plata. Se estrecharon la mano.
—¿Formas parte de este grupo de malhechores? —preguntó Jones.
Jake Cross trató de justificarse.
—Necesitábamos tu automóvil —explicó.
—¿No se os ha ocurrido pensar que también yo podía necesitarlo?
—Bueno, creímos que eras un maldito espía de la Federación. Una persona que conduce un automóvil por esta parte del país en pleno día, tiene probablemente buenas relaciones con la Federación.
—Entonces —dijo Jones—, si creíais que era un Federado, ¿por qué no me liquidasteis?
—Lo hubiéramos hecho —dijo Cross—, pero no disponíamos de un arma. Ayer fuimos atacados por un helicóptero y perdimos nuestro automóvil y nuestras armas. Te presentaré a mis compañeros. Esta es Jean Crane... Sam Jones.
La muchacha asintió, con expresión fatigada, pensó Jones.
—De modo que el truco del poste de señales no era más que un cebo, ¿verdad?
La muchacha se encogió de hombros. En su actitud no había remordimiento ni hostilidad. Sí, había sido el cebo para conducir a un hombre a la muerte. ¿Y qué? ¿Qué importaba vida de un hombre, a fin de cuentas? Jones sonrió a la muchacha.
—Sin rencor —dijo.
—Sin rencor —repitió Jean Crane, devolviéndole la sonrisa.
—Este es Bob Talbot... y Chuck Baine.
Nariz Aplastada resultó ser Bob Talbot. Su piel tenía el mismo tinte amarillento, pero no parecía albergar ninguna animosidad a causa del puñetazo en la barbilla, y estrechó cordialmente la mano de Jones. La piel de Baine era también amarillenta, pero sus ojos eran verdes... y evasivos. Jones se preguntó que estarían haciendo aquí, en Nuevo Méjico. Creía adivinarlo..., y Jake Cross respondió inmediatamente a su pregunta.
—Lo mismo que estás haciendo tú, Sam. Buscando un botón que apretar.
Su voz era dura y estaba cargada de odio.
—Personalmente, eso es lo que estoy haciendo. Por eso voy hacia el Oeste. Recogí a Jean en Memphis. A Talbot en Little Rock. Baine estaba sentado en la cuneta, a unas cincuenta millas de aquí.
—Un botón que apretar, ¿eh? —dijo Jones.
—Sí —dijo Jake Cross—. El botón de una bomba atómica.
Jones se rascó la barbilla.
—¿Quieres hacer volar a alguien?
Jake Cross le contempló unos segundos con ojos llameantes. Luego apartó la mirada.
—Eso es lo que me propongo.