Libro II seguía agazapado tras el banco del laboratorio con Elvis y Sex Machine. El acre humo de los disparos seguía flotando en el aire.
Silencio.
Un silencio ensordecedor.
Juliet Janson y el presidente estaban tumbados en el suelo a metro y medio de Libro y los demás, cubiertos de polvo y trozos de plástico. Juliet todavía tenía el arma levantada.
Unas botas aterrizaron con un golpe sordo sobre el banco.
Todos alzaron la vista… y vieron al capitán Shane Schofield, del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, vestido de uniforme de gala, con dos pistolas en las manos.
Les sonrió.
—Hola.
* * *
Mientras tanto, en los bares y oficinas y casas de Estados Unidos y de todo el mundo, la gente permanecía pegada a sus televisores.
Como la grabación era tan breve, la CNN y otras cadenas de noticias extranjeras emitían una y otra vez los escasos minutos de la cinta. Se había llamado a distintos expertos para que dieran su opinión.
La gente del Gobierno se había puesto en marcha, aunque en realidad nadie podía hacer nada de peso, pues solo unos pocos conocían el emplazamiento exacto de aquella pesadilla.
En cualquier caso, pronto darían las ocho en punto y la gente esperaba en tensión las últimas novedades.
3 de julio de, 8.00horas
La división de Defensa Estratégica y Aeroespacial, la rama de la agencia de Inteligencia del departamento de Defensa que se ocupa de la capacidad aeroespacial de las potencias extranjeras, se encuentra en la segunda planta subterránea del Pentágono, tres plantas por debajo de la famosa Sala de Situación del Pentágono.
Y aunque el nombre de la división quizá pueda sonar exótico y excitante, David Fairfax sabía por propia experiencia que tal percepción no podía estar más alejada de la realidad.
En pocas palabras, te mandaban a la división de Defensa Estratégica y Aeroespacial como castigo, porque allí nunca ocurría nada.
Eran casi las diez de la mañana en la costa oeste mientras Fairfax, totalmente ajeno a lo que estaba ocurriendo en el mundo exterior, tecleaba en su ordenador, intentando descifrar una serie de escuchas telefónicas que la agencia de Inteligencia había captado a lo largo de los últimos meses. Quienquiera que hubiese estado utilizando los teléfonos en cuestión los había equipado con la última tecnología en codificadores para ocultar su contenido. Fairfax tenía que descifrar ese código.
Es curioso cómo cambian las tornas
, pensó.
David Theodore Fairfax era criptógrafo, es decir, como decían en su argot, «rompía» códigos. De altura media, enjuto, pelo castaño lacio y gafas con montura de metal fina, no parecía ningún genio. Lo cierto era que, con su camiseta de Mooks, vaqueros y zapatillas, se asemejaba más a un torpón estudiante universitario que a un analista del Gobierno.
Sin embargo, había sido su brillante tesis sobre computación no lineal teórica la que había despertado el interés de la agencia de Inteligencia del departamento de Defensa. Dicha agencia trabajaba codo con codo con la agencia de Seguridad Nacional, la principal agencia de inteligencia criptográfica de Estados Unidos. Pero eso no era impedimento para que la agencia de Inteligencia contara con su propio equipo de criptógrafos (que a menudo espiaban a Seguridad Nacional), entre los que se encontraba Dave Fairfax.
Fairfax enseguida le había cogido gusto a eso del criptoanálisis. Le encantaba el reto que suponía, la batalla entre dos cerebros: uno que busca ocultar y otro que aspira a desvelar. Vivía de acuerdo con una máxima: «Ningún código es indescifrable».
No tardó mucho en destacar.
A principios de la década de 1990, las autoridades estadounidenses tuvieron que vérselas con un hombre llamado Phil Zimmerman y su programa de codificación «irrompible»: el PGP. En 1991, Zimmerman colgó el PGP en internet, para consternación del Gobierno estadounidense (fundamentalmente porque no podían descifrarlo).
El PGP empleaba un sistema criptográfico conocido como criptografía simétrica o de clave pública, que comprendía la multiplicación de números primos grandes para obtener la importantísima clave del código. En ese caso, números primos grandes eran aquellos superiores a los ciento treinta dígitos.
Era irrompible, indescifrable.
Hubo quien llegó a afirmar que todos los superordenadores del mundo tardarían doce veces la existencia del universo en comprobar los valores posibles para un solo mensaje.
El Gobierno estaba preocupado y molesto. Algunos grupos terroristas y Gobiernos extranjeros habían comenzando a usar el PGP para codificar sus mensajes. En 1993 se inició una investigación contra Zimmerman por parte del gran jurado, basándose en que, al colgar el PGP en internet, había exportado un arma fuera de Estados Unidos, ya que el programa de codificación entraba dentro de la definición gubernamental de «munición».
Y, luego, curiosamente, en 1996, tras acosar a Zimmerman durante tres años, la oficina de la fiscal general del Estado abandonó el caso.
Así. Sin más.
Afirmaron que era demasiado tarde y que ya no merecía la pena seguir con el proceso, así que sobreseyeron la causa.
Lo que la fiscal general jamás mencionó fue la llamada que había recibido del director de la agencia de Inteligencia la mañana en que había retirado la acusación, llamada en la que le informaron de que el PGP había sido descifrado.
Y, como cualquier persona del campo de la criptografía sabe, una vez descifras el código de tu enemigo, no se puede permitir que este sepa que lo has descifrado.
Y el hombre que lo había descifrado había sido un matemático completamente desconocido de veinticinco años que respondía al nombre de David Fairfax.
Resultó que el ordenador no lineal teórico de Fairfax ya no era teórico. Se había construido un prototipo con el objetivo expreso de romper el PGP, y resultó también que el ordenador, con sus inimaginables capacidades calculadoras, podía factorizar números extremadamente grandes con relativa facilidad.
Ningún código es indescifrable.
La historia, sin embargo, es dura y cruel con los criptógrafos, por el simple motivo de que no pueden hablar de sus logros.
Y eso había ocurrido con Dave Fairfax. Sí, había descifrado el PGP, pero nunca podría contarlo y en el enorme entramado del trabajo gubernamental eso solo le había reportado un aumento de sueldo y la asignación del siguiente trabajo.
Y por eso estaba allí, en la división de Defensa Estratégica y Aeroespacial, analizando una serie de transmisiones telefónicas no autorizadas entrantes y salientes de una remota base militar de la Fuerza Aérea en Utah.
En una sala similar situada al otro lado del pasillo, sin embargo, era donde estaba teniendo lugar toda la diversión. Un grupo operativo conjunto de criptógrafos de la agencia de Inteligencia y Seguridad Nacional estaba rastreando las señales codificadas provenientes del transbordador espacial chino que se había lanzado desde Xichang hacía unos días.
Eso sí que es interesante
, pensó Fairfax. Bastante más que descifrar llamadas telefónicas de una estúpida base en el desierto.
Las llamadas telefónicas grabadas aparecían en la pantalla del ordenador de Fairfax como una cascada de números, la representación matemática de una serie de conversaciones telefónicas que habían tenido lugar en Utah durante los últimos dos meses.
Unos enormes auriculares cubrían las orejas de Fairfax, auriculares que emitían un flujo constante de interferencias indescifrables. Sus ojos estaban fijos en la pantalla.
Una cosa sí estaba clara: quienquiera que hubiese realizado esas llamadas las había cifrado muy bien. Fairfax llevaba con ellas desde hacía dos días.
Lo intentó con unos algoritmos antiguos.
Nada.
Intentó otros más nuevos.
Nada.
Podía tirarse allí todo el mes si tenía que hacerlo.
Probó con un programa que había creado para descifrar el nuevo sistema de codificación de Vodafone…
—
Kan bevestig dat in-entingplaasvind…
Durante un breve segundo, un extraño lenguaje gutural se materializó en sus oídos.
Los ojos de Fairfax brillaron.
Lo tengo…
Probó el programa con algunas de las demás conversaciones telefónicas.
Y, en un milagroso instante, lo que antes eran interferencias se convirtieron en voces claras y nítidas que hablaban en un idioma extranjero, intercalado con una extraña frase en inglés.
—Toetse oplaastepoging word op die vier-en-twientigste verwag. Wat vans die onttrekkings eenheid
?
—
Reccondo span is alreeds weggestuur…
—
Voorbereidings onderweg. Vroeg oggend. Beste tyd vir onttrekking…
—Todo está listo. El tres. Confirmado…
—
Ontrekking kan'nprobleem wees. Gestel ons gebruik die Hoeg landhier naby. Verstaan hy is'n lid van Die Organisasie…
—
Sal die instruksies oordra…
—La misión está en marcha…
—
Die Reccondos is geered. Verwagte aankoms by beplande bestemming binne nege dae…
Los ojos de Fairfax fulgieron mientras contemplaba la pantalla.
Ningún código es indescifrable.
Cogió el teléfono.
* * *
Tras la breve batalla en la zona de descompresión, Schofield y los demás se replegaron al otro extremo del nivel 4, al laboratorio de observación desde el que se contemplaba el cubo gigante, cerrando las puertas tras de sí y a continuación haciendo pedazos los teclados numéricos de seguridad con sus armas.
De todos los lugares que Schofield había visto hasta el momento, esa zona era la más fácilmente defendible.
Aparte del ascensor de personal, solo tenía dos entradas: la rampa que llevaba al elevador de aviones y la puerta que daba a las escaleras que bajaban al cubo.
Juliet Janson se dejó caer al suelo del laboratorio. Estaba exhausta.
El presidente hizo lo mismo.
Los marines (Libro II, Elvis, Sex Machine, Madre y Lumbreras) formaron un corrillo y procedieron a relatarse brevemente sus respectivas aventuras en el interior del hueco del elevador inundado y la huida en el avión de vigilancia.
El último miembro de su variopinto grupo, el científico de la bata llamado Herbert Franklin, se sentó en un rincón.
Schofield y Gant permanecieron de pie.
En esos momentos tenían algunas armas, equipamiento que habían cogido de los cuerpos de los soldados del séptimo escuadrón que habían fallecido en la zona de descompresión (armas, algunos auriculares, tres granadas extremadamente potentes fabricadas con un compuesto de RDX y dos explosivos del tamaño de una chincheta para reventar cierres y cerrojos conocidos como revientacerrojos).
Los hombres de Logan, sin embargo, habían echado a perder todo lo demás.
Los brutales disparos que habían dirigido a sus hombres caídos no habían tenido la intención de rematarlos, sino la de destruir cualquier arma que sus enemigos pudieran usar. Por ello solo habían podido salvar un P-90 del campo de batalla. Los demás estaban hechos pedazos, al igual que la mayoría de las semiautomáticas de los soldados muertos.
—Madre —dijo Schofield mientras le pasaba el P-90—, echa un ojo a la rampa de entrada. Elvis, a las escaleras que conducen al cubo.
Madre y Elvis se pusieron en marcha.
Aunque cualquier persona habría ido directa al presidente en ese momento, Schofield no lo hizo. El presidente no estaba herido, todavía tenía todos los dedos de las manos y de los pies y, mientras su corazón siguiera latiendo, no habría problema.
Schofield fue hacia Juliet Janson.
—Informe de situación —fue todo lo que dijo.
Janson alzó la vista y vio las lentes de cristales plateados reflectantes de sus gafas de sol antidestellos.
Lo había visto antes en los helicópteros presidenciales, pero nunca había llegado a hablar con él. Sin embargo, sí había oído cosas sobre él de otros agentes. Era el soldado al que le había ocurrido aquello en la Antártida.
—Nos tendieron una emboscada en la sala común del nivel 3, justo después del mensaje por el sistema de transmisiones de emergencia —dijo—. Han estado pisándonos los talones desde entonces. Llegamos al hueco de la escalera y nos dispusimos a bajar al conducto de la salida de emergencia del nivel 6, pero estaban esperándonos. Regresamos a las escaleras, pero también estaban esperándonos. Nos desviamos al nivel 5 y desde allí accedimos a la rampa que conducía al nivel 4… y también allí nos esperaban.
—¿Bajas?
—Ocho agentes del séquito presidencial. Además de todo el equipo de avanzada del nivel 6. Diecisiete en total.
—¿Frank Cutler?
—Ha caído.
—¿Algo más?
Janson señaló al hombre de la bata de laboratorio.
—Lo cogimos en el nivel 5, poco antes de la emboscada en la sala de descompresión. Dice que es un científico que trabaja aquí.
Schofield miró a Herbert Franklin. Menudo y con gafas, el hombre se limitó a saludarlo con la cabeza en completo silencio.
—¿Qué hay de usted? —preguntó Janson.
Schofield se encogió de hombros.
—Estábamos en el hangar principal cuando todo empezó. Logramos huir por el conducto de ventilación y llegamos a uno de los hangares subterráneos, destruimos un Humvee y estrellamos un AWACS.