Lo mismo ocurriría con la defensa exterior. Con sus bombarderos furtivos, sus cazabombarderos y un arsenal de misiles nucleares mayor que el de cualquier otro país del mundo, la nueva Fuerza Aérea de César, actuando sola, sería más que capaz de derrotar cualquier incursión extranjera hostil. No se equivoque, capitán. Para la mente retorcida de César, ese escenario sería perfecto: Estados Unidos sería de nuevo aislacionista, completamente autosuficiente y gobernado otra vez por un régimen impolutamente blanco. De vuelta a los tiempos previos a la guerra civil.
—Hijo de puta… —murmuró Madre.
Schofield frunció el ceño.
—Vale. Bien —dijo—. ¿Y si Russell no puede hacerlo? ¿Y si falla? No creo que vaya a aceptar su derrota sin más y marcharse. No me lo imagino desactivando las bombas si pierde y diciendo: «Oh, bueno, estaba equivocado. Usted gana».
—No —dijo con gesto serio el presidente—. A mí también me preocupa. Porque si por algún milagro sobreviviéramos a esto, la pregunta entonces sería: ¿Qué es lo que César nos tiene reservado?
* * *
Tras lograr separar las puertas exteriores del ascensor de personal, Libro II y Juliet llegaron a la salida de la puerta exterior.
Juliet introdujo el código que Harper había dicho con anterioridad: 5564771.
Con un silbido repentino, la puerta de titanio se abrió.
Echaron a correr por el pasillo, cada uno de ellos con una de las pistolas de Libro.
Habían recorrido treinta y seis metros cuando, de repente, se toparon con otra puerta que daba al interior de un hangar de aviación. La luz se filtraba por entre las puertas del hangar, abiertas de par en par. El hangar estaba completamente vacío: no había aviones, ni coches, ni…
Goliath debía de estar esperándolos tras la puerta.
Juliet entró en el hangar primero, cuando sintió el cañón de un P-90 en la sien.
—Bang, bang, muerta —dijo Goliath.
Apretó el gatillo justo cuando Libro II, a quien Goliath no había visto aún, se abalanzó sobre él y logró amartillar el subfusil, expulsando así la bala que estaba alojada en la cámara.
¡Clic!
El arma apoyada contra la sien de Juliet no efectuó ningún disparo.
—Pero qué… —Goliath se volvió para mirar a Libro II.
Y luego todo pasó muy rápido.
Con un solo movimiento, Juliet agarró el cañón del P-90 de Goliath y lo apuntó con su pistola en el mismo momento en que el otro gigantesco puño de Goliath (que seguía sosteniendo el Maghook de Schofield) se acercó a gran velocidad a su cara. El Maghook impactó en la sien de Juliet, y ella y el P-90 cayeron al suelo. Juliet se golpeó fuertemente al caer. El P-90 repiqueteó sobre el suelo.
Libro II lo apuntó con su Beretta… pero no con la rapidez suficiente. Goliath le agarró la mano y… rugió.
En esos momentos los dos estaban sosteniendo la misma arma.
Goliath pegó su barbilla
frankesteniana
al rostro de Libro II y comenzó a presionar su dedo, que estaba en el gatillo.
¡Blam! ¡Blam! ¡Blam! ¡Blam! ¡Blam! ¡Blam! ¡Blam! ¡Blam!
Conforme disparaba, Goliath comenzó a trazar un amplio ángulo de manera que, tras algunos disparos más, el arma apuntaría a la cabeza de Libro.
Era como una competición de pulsos.
Libro II intentó con todas sus fuerzas detener el movimiento del arma, pero Goliath era mucho más fuerte.
¡Blam! ¡Blam! ¡Blam!
El arma estaba apuntando en esos momentos al brazo izquierdo de Libro…
¡Blam!
El bíceps izquierdo de Libro reventó. La sangre le saltó a la cara. Libro II gritó de dolor.
Entonces, antes siquiera de ser consciente de ello, el cañón de la pistola estaba apuntando directamente a su cara y…
Clic.
Sin munición.
—Mejor —sonrió Goliath—. Así la pelea será más justa.
Soltó la pistola y, con una sola mano, agarró a Libro por el cuello y lo empujó contra la pared.
Los pies de Libro se elevaron treinta centímetros del suelo.
Libro intentó forcejear, pero era inútil. El brazo izquierdo le ardía. Intentó darle un débil puñetazo en la frente a Goliath.
Pero este no pareció siquiera sentir el golpe. Es más, fue como si el puño de Libro hubiera rebotado en su cráneo.
Goliath se echó a reír como un estúpido.
—Placa de acero. Puede que eso no me convierta en una persona muy brillante, pero sí dura.
Goliath levantó el Maghook con la otra mano y apuntó a los ojos de Libro.
—¿Qué hay de ti, soldadito? ¿Cómo de duro es tu cráneo? ¿Crees que este gancho podría atravesarlo? ¿Qué te parece si lo averiguamos?
Apretó la fría cabeza magnética del Maghook contra la nariz de Libro II.
Libro II, agarrado por el cuello, cogió el Maghook con las dos manos y, a pesar del brazo herido, lo empujó hacia Goliath. El Maghook se puso en vertical pero entonces, para su horror, comenzó a regresar a su rostro. Goliath también iba a ganar ese pulso.
Entonces, de repente, Libro II vio una salida.
—Ah, qué demonios —dijo.
Agarró el lanzador del Maghook y apretó el botón con la «M», activando así la potente carga magnética del gancho.
La respuesta fue inmediata.
Las luces de la cabeza magnética del Maghook cobraron vida y el imán (en esos momentos activado) comenzó a buscar una fuente metálica cercana.
La encontró en la placa de acero de la frente de Goliath.
Con un potente golpe sordo, el Maghook se alojó en la frente del gigantón. Se enganchó con fuerza, como si estuviera siendo succionado por la piel del preso.
Goliath rugió de ira e intentó quitarse el Maghook de la frente. Soltó a Libro.
Libro II cayó al suelo, resollando, agarrándose la herida sangrante e irregular de su bíceps.
Goliath estaba dando vueltas sobre sí mismo, forcejeando como un idiota con el Maghook pegado a la cara.
Libro II mantuvo la distancia, al menos hasta que Goliath le dio la espalda a la pared. Entonces Libro dio un paso adelante, cogió la empuñadura del Maghook con la mano buena y, sin piedad alguna, apretó el gatillo.
El Maghook se disparó con un ruido sordo y la cabeza de Goliath retrocedió bruscamente hacia atrás (mientras su cuello se curvaba casi noventa grados al revés). Su cráneo se golpeó contra la pared, abriendo un boquete enorme en el hormigón. Libro II, por su parte, fue arrojado varios metros en la otra dirección, a tenor de la tercera ley de Newton.
Aun así, había salido mejor parado que Goliath. El gigantesco preso se deslizaba en esos momentos lentamente al suelo, con los ojos abiertos de par en par, en estado de choque, y la cabeza abierta cual huevo resquebrajado. Una hedionda sopa de sangre y sesos supuraba de ella.
Mientras Libro II había estado combatiendo con Goliath, la todavía aturdida Juliet había estado intentando recuperar su pistola del suelo.
Cuando finalmente lo logró y se puso en pie, se quedó petrificada.
Estaba allí. A menos de veinte metros de ella. Al otro lado del hangar. Seth Grimshaw.
—Ahora te recuerdo —dijo Grimshaw mientras daba un paso adelante.
Janson no dijo nada, tan solo lo miró. Vio que todavía llevaba el balón nuclear… y un subfusil P-90 en la oda mano, apuntando hacia ella.
—Estabas en el hotel Bonaventure cuando intenté acabar con Su Majestad —dijo Grimshaw—. Eres uno de esos joviales hijos de puta que piensan que poner su cuerpo delante de un presidente corrupto es un acto honorable.
Janson no dijo nada.
Sostuvo con fuerza la Beretta, pegada a su costado, a la altura del muslo.
Grimshaw, por su parte, la apuntaba con su subfusil. Sonrió.
—Intenta detener esto. —Se dispuso a apretar el gatillo del P-90.
Janson mantuvo la cabeza fría. Tenía una única oportunidad, y era consciente de ello. Al igual que todos los miembros del servicio secreto, era una experta tiradora. Grimshaw, por su parte, como la mayoría de los delincuentes, disparaba desde la cadera. El servicio secreto había realizado escalas de probabilidad a ese respecto; con casi total seguridad, Grimshaw fallaría al menos sus tres primeros disparos.
Teniendo en cuenta el tiempo que le llevaría a ella levantar su pistola, Janson tendría que alcanzar a Grimshaw con el primero.
Y así, mientras Grimshaw apretaba el gatillo, Juliet levantó la pistola.
Lo hizo rápido, muy rápido, y disparó… exactamente en el mismo tiempo en que Grimshaw descargaba tres balas.
Los cálculos de las probabilidades no habían resultado del todo acertados.
Ambos tiradores cayeron como imágenes idénticas, hacia atrás, a ambos lados del hangar, desplomándose en el suelo en idénticos charcos de sangre.
Janson yacía boca arriba en el reluciente suelo del hangar (resollando, respirando con dificultad, mirando al techo) con una herida de bala en su hombro izquierdo.
Grimshaw, por su parte, no se movía.
Nada.
Estaba completamente quieto, también boca arriba.
Aunque Janson no lo sabía aún, su única bala había penetrado en el puente de la nariz de Grimshaw, rompiéndolo, creando un socavón hediondo y sangrante en su rostro. La herida de salida, en la nuca, era sin embargo el doble de grande.
Seth Grimshaw estaba muerto.
Y el balón nuclear yacía a su lado.
* * *
El tren de raíles en equis seguía avanzando por el túnel.
Tras su charla con el presidente, Schofield se había desplazado hasta la cabina del conductor. Llegarían al Área 8 en un par de minutos y quería un poco de tranquilidad.
La puerta corredera se abrió con un silbido y entró Madre.
—¿Cómo va eso? —dijo mientras se sentaba a su lado.
—Para serte sincero —dijo Schofield—, cuando me he levantado esta mañana no pensaba que el día fuera a ser así.
—Espantapájaros, ¿por qué no la besaste? —le preguntó de repente Madre.
—¿Besar? ¿A quién?
—A Zorro. Cuando fuisteis a cenar y luego la llevaste a casa. ¿Por qué no la besaste?
Schofield suspiró.
—Así nunca conseguirás entrar en el cuerpo diplomático, Madre.
—Me la sopla. Si voy a morir hoy, no quiero quedarme con la incertidumbre. ¿Por qué no la besaste? Ella quería que lo hicieras.
—¿De veras? Ah, mierda.
—Entonces, ¿por qué no lo hiciste?
—Porque yo… —Se calló—. Me asusté.
—Espantapájaros, pero ¿de qué coño estás hablando? ¿De qué tienes miedo? Esa chica está loca por ti.
—Y yo por ella. Desde hace mucho tiempo. ¿Recuerdas cuando entró en la unidad, cuando el comité de selección hizo esa barbacoa en la base de Hawái? Lo supe entonces, desde el primer momento en que la vi, pero entonces supuse que ella nunca se fijaría en mí, no con… esto.
Se tocó las cicatrices idénticas que le recorrían verticalmente los párpados.
Schofield contuvo la risa.
—No hablé mucho en ese almuerzo. Creo que incluso en un momento dado ella me pilló mirando a la nada. Me pregunto si sabrá que estaba pensando en ella.
—Espantapájaros —dijo Madre—, tú y yo sabemos que Zorro puede ver más allá de tus ojos.
—Verás, esa es la cuestión. Lo sé —dijo Schofield—. Lo sé. Tan solo… no sé qué me ocurrió la semana pasada. Por fin teníamos una cita. Estuvimos genial toda la noche. Todo estaba saliendo a pedir de boca. Y entonces llegamos a su casa y de repente no quise joderlo todo haciendo algo que no debía hacer… y bueno… no sé… supongo… supongo… que me acojoné.
Madre comenzó a asentir para a continuación romper a reír.
—Me alegra que te parezca divertido —dijo Schofield.
Madre siguió riéndose, y le dio una palmada en el hombro.
—¿Sabes, Espantapájaros? De vez en cuando está bien comprobar que eres humano. Puedes saltar de acantilados de hielo y balancearte en gigantescos huecos de elevadores, pero te quedas petrificado a la hora de besar a una chica. Eres hermoso.
—Gracias —dijo Schofield.
Madre se puso en pie y se dispuso a marcharse.
—Tan solo prométeme esto —dijo en tono amable—. Cuando vuelvas a ver a Zorro, ¡bésala de una puta vez!
* * *
Mientras Schofield, Madre y el presidente atravesaban el túnel de raíles en equis bajo el suelo del desierto en dirección al Área 8, César Russell y los cuatro hombres que quedaban del séptimo escuadrón sobrevolaban el desierto con sus dos helicópteros de ataque Penetrator, en la misma dirección, con unos cuantos minutos de ventaja sobre el tren de raíles en equis.
El pequeño conjunto de edificios que conformaban el Área 8 se alzaba por encima del arenoso paisaje ante los dos helicópteros.
El Área 8 era esencialmente una versión más pequeña del Área 7: dos hangares y una torre de control de tres plantas se hallaban junto a una pista de aterrizaje negra, cubierta en ese momento por las extensiones de arena que Schofield había observado aquella misma mañana.
Conforme los dos Penetrator fueron acercándose, César vio que las gigantescas puertas de uno de los hangares del complejo se separaban de repente por la mitad y se abrían.
Las puertas tardaron un tiempo en abrirse del todo pero, una vez lo hicieron, a César casi se le desencaja la mandíbula.
Uno de los objetos voladores más increíbles conocidos por el hombre rodaba lentamente hacia el exterior del hangar.
Para ser más exactos, lo que César estaba contemplando eran dos objetos voladores. El primero era un enorme Boeing 747 de color plata. El avión, con su morro imperioso y sus alas extendidas como un cisne, emergió de la oscuridad del hangar. '
Sin embargo, fue el aparato dispuesto en la parte trasera del 747 el que atrajo la atención de César.
Era increíble.
Su esquema de pintura era como el de los transbordadores espaciales de la NASA: fundamentalmente blanco, con la bandera estadounidense y «Estados Unidos» escrito en negrita y con la característica pintura negra del morro y la parte inferior.
Pero no era un transbordador espacial cualquiera.
Era el X-38.
Uno de los dos aerodinámicos minitransbordadores construidos por la Fuerza Aérea de Estados Unidos para destruir satélites y, cuando correspondiera, abordar, tomar o destruir estaciones espaciales extranjeras.
Su estructura era similar a la de los transbordadores normales (una forma delta plana, con alas planas y triangulares, cola aerodinámica y tres puntales cónicos en la parte trasera), pero era mucho más pequeño y compacto. Así pues, si el Atlantis y sus hermanos eran vehículos muy pesados diseñados para transportar voluminosos satélites al espacio, esa era la versión deportiva, diseñada para borrarlos del mapa.