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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (12 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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La voz estentórea no estaba dispuesta a detenerse. Díaz escuchaba cabizbajo.

—Nunca guardaste lealtad a tus propios principios, a tus iniciativas políticas con arreglo a las cuales te atreviste a derribar un gobierno legítimo. ¿Pero qué pasó? Tan pronto te hicieron el primer óleo, inmenso por cierto, en el que apareces con toda la dignidad del caso, con la banda presidencial cruzada en el pecho y el Castillo de Chapultepec al fondo, te olvidaste de tus objetivos y te traicionaste y traicionaste a la patria convirtiéndote en uno de esos gorilas latinoamericanos que derrocaban gobiernos con los más diversos pretextos, sólo para eternizarse en el poder. Matas y destruyes porque estás en contra de la reelección, juegas con la estabilidad del Estado porque estás en contra de la reelección, expones la seguridad de todo un país porque estás en contra de la reelección y sales reeligiéndote más de tres décadas porque, eso sí, a nadie escapa que si no hubiera estallado la Revolución te hubieras llevado la presidencia a la tumba, ¿o no...?

Ninguna luz aparecía en el cenit. ¿No habría sol...? La luminosidad, sin embargo, no era mortecina.

—Entonces, ¿eres un traidor o no eres un traidor, además de todos los calificativos a que me he referido anteriormente? Es tu momento de ejercer tu propia defensa sin recurrir a argumentos que insulten mi inteligencia. Acuérdate que Yo conozco todos los hechos, soy experto en justificaciones y sé, a ciencia cierta, las intenciones más íntimas de todos ustedes. De modo que habla, hijo, habla, ha llegado tu turno. ¿No eres tonto ni inútil ni incapaz y tienes argumentos, estilo, simpatía y elocuencia para convencer civilizadamente a personas y a pueblos de tus objetivos políticos? ¿Cuando finalmente llegaste al poder domaste a la nación con verbos, cantos y promesas o recurriste de nuevo a la fuerza para hacerla feliz aun en contra de su voluntad? ¿Concediste la libertad como corresponde a un liberal de tus tamaños o te convertiste en el gran intérprete de la voluntad popular y recurriste a la represión, sabedor de que tú conocías mejor que nadie lo que convenía a tus paisanos, para imponer con la policía secreta, con tus temidos rurales y con el ejército, la alegría en los hogares mexicanos? Dime, dime, dime... Espero, hijo mío...

—¿Puedo ponerme de pie?

—¡No! —repuso la voz sin dejar el menor espacio de duda.

—Sentado en este banco me siento muy poca cosa, es más, agrede mi personalidad.

—Vanidad, Porfirio, vanidad, es sólo vanidad, un hombre no es más ni menos si se sienta en una silla, en un banco o en un trono. Tampoco lo es si viste traje de manta o uniforme militar de gala para impresionar. ¿Tú te sientes disminuido al expresarte desde el banquillo? ¿Tan poca cosa eres? ¿Necesitas de afeites y de ropajes principescos, luces y oropeles y sólo así experimentas una sensación de superioridad para hacer que tus semejantes inclinen la cabeza ante tu presencia? En lugar de tratar de dominar por medio de un aparato, inténtalo con la fuerza de tu mente, por ello estás bien en el banquillo...

Díaz se acomodó, colocó los codos sobre las rodillas, echó el cuerpo para adelante y miró a las alturas en busca de comprensión.

—Cuando Iturbide llegó al poder había en México un noventa y ocho por ciento de analfabetos. Yo recibí el gobierno con una cifra ligeramente inferior porque resultó imposible educar en el siglo XIX a raíz de los diez años de luchas por la Independencia, el último intento de la corona española para recuperar México a través de la expedición militar de Barradas en 1828, los golpes de Estado recurrentes, las disoluciones de los congresos por la fuerza, el despojo de Tejas, nuestra Tejas, así con jota, la guerra de los Pasteles, la invasión militar yanqui que nos privó de la mitad del territorio patrio, el estallido de la guerra de Reforma, la Intervención francesa, la imposición del Segundo Imperio Mexicano encabezado por Maximiliano, el interminable período de la Restauración de la República, la imposibilidad de colocar una piedra encima de la otra, el interminable caos financiero, la quiebra permanente del país, la ignorancia, la apatía... Toda esta historia y estos fenómenos sociales, tanta inestabilidad, me impulsaron a tomar el poder para establecer la paz porfiriana que nos permitiría construir el México que todos soñamos. No es factible edificar una democracia sobre la base de noventa por ciento de analfabetos... Primero eduquemos, luego liberemos...

—Espera, espera, Porfirio —se escuchó a lo largo y ancho del universo—, son ciertas todas esas calamidades que narras. México sin duda las padeció durante el siglo XIX, sólo que comenzaría por hacerte unas preguntas: a lo largo de tus treinta y cuatro años de gobierno ¿en qué grado disminuiste los niveles de analfabetismo? ¿De verdad crees que pasarás a la historia como el gran maestro que exigía la nación? Cuando te sacaron del poder a punta de bayonetazos heredaste un catastrófico ochenta y cinco por ciento de analfabetos. ¿Semejante porcentaje permitiría, ahora sí, edificar la democracia con la que supuestamente soñabas? ¿Viniste a educar para hacer de México un país libre y próspero, evolucionado políticamente? ¿Ése era tu objetivo para proyectar a México a la madurez y a la estabilidad? ¿Eh...? Pues fracasaste, hijo mío, permíteme decirte. El México de 1910, popularmente hablando, no es más maduro que el de 1876, ni más culto ni más educado ni más preparado y capacitado ni más estable. La mejor manera de demostrarlo es que tuvo que estallar una revolución para expulsarte del poder y del país, simplemente porque la nación ya estaba harta de tanto bienestar prometido que nunca se convirtió en frijoles ni en vivienda ni en aulas ni en alumbrado. Muy pocos cambiaron los huaraches llenos de costras de lodo por zapatos europeos. La inmensa mayoría siguió utilizando paliacate en lugar de pañuelos blancos de seda perfumados con lavanda inglesa... ¿Te echaron a patadas del cargo porque ya había empleo para todos, el campo mexicano era un vergel, la tierra de indios mantenía alimentariamente al país, había libertad de prensa, libertad sindical, la pobreza había sido erradicada gracias a tus políticas públicas, la ciudadanía creía en la honestidad de tu gobierno y se habían sentado las bases espectaculares para construir el México del futuro?

—Me echaron unos ricos como los Madero...

—Sí, pero apoyados por millones de mexicanos sepultados en el hambre, en la desolación y en la miseria. El país era propiedad de ochocientas familias, la concentración de la riqueza era aberrante y la presión social hizo estallar a México por los aires. No, Porfirio, no fuiste el déspota ilustrado que destroza las instituciones de un país para crear unas nuevas y con éstas fincar un mejor futuro. Además, durante la Restauración de la República, México empezó a respirar, a sentir los brazos y las piernas, a volverse a colocar la cabeza sobre los hombros después de tantas guerras domésticas, invasiones e intervenciones extranjeras. La muerte repentina de Juárez no desquició a la nación. La sustitución fue ejemplarmente civilizada. Lerdo iba a empezar un nuevo gobierno constitucional sin caos ni desorden, con absoluta tranquilidad hasta que tú, harto de tanto fracaso electoral, decidiste imponer por la fuerza tu paz porfiriana, siendo que ya existía la paz lerdista y México empezaba a levantar el vuelo. Lerdo no era Santa Anna y sus once regresos al poder. No, no lo era. El desorden, en ese caso, lo creaste tú porque tu amor propio no permitió otra derrota electoral y buscaste cualquier pretexto para imponerte brutalmente. El país se recuperaba después de la expulsión de los franceses con el gobierno de Juárez y se consolidaba con el de Lerdo, pero tú desenvainaste la espada y al derrocar a Lerdo, un pacifista, torciste el destino de México por complejos personales.

—Invariablemente tuve buenas intenciones respecto a la patria. Mi esfuerzo y mi conducta siempre estuvieron dirigidos para lograr lo mejor para mi país.

—Lo dudo, Porfirio. En primer lugar deseabas el poder, luego el poder y en tercer lugar, el poder. Tal vez para llenar los vacíos de tu historia infantil, además de tus bolsillos personales, los de tus familiares y amigos consentidos. México era un suculento botín, ¿no...? Pero además, ya sabes que el camino al infierno está poblado precisamente de buenas intenciones y tus buenas intenciones produjeron no sólo miseria, sino una revolución...

Porfirio Díaz se volvió a evadir. Era muy difícil sostener una conversación con quien creía saberlo todo y tal vez lo sabía. Ante semejante catarata de reclamaciones, el tirano decidió permanecer sentado en el banquillo dejando volar su mente hasta los años dorados en que su sobrina Delfina, la hija natural de su hermana Manuela, empezó a adquirir formas de mujer, hablar de mujer, andar de mujer, mirar de mujer, seducción de mujer, y comportamiento de mujer. ¿No era mejor, mucho mejor, soñar en la tarde aquella en que él desvistió por primera vez a su sobrina que encarar al Señor? Le resultaba mucho más cómodo, por el momento, dejar su gestión en manos de los historiadores mexicanos hasta que se conociera, con el paso del tiempo, la verdad absoluta. Por lo pronto, el juicio continuaría, en efecto, pero él escaparía hasta los brazos de Delfina, porque el Creador no podía controlar sus pensamientos, de modo que, como quien se entrega a un sueño con los ojos abiertos, volaría a su lado para revivir los viejos tiempos en escrupuloso silencio. Una sonrisa sardónica empezó a aparecer gradualmente en sus labios.

Por su cabeza pasó fugazmente el recuerdo del fallecimiento de su padre, don José, víctima de una epidemia de cólera cuando él tan sólo contaba tres años de edad, en 1833, y de cómo su madre, doña Petrona Mori, se había tenido que hacer cargo de la familia a través de la administración de un mesón, el único patrimonio del que dependían tanto él mismo como Félix, el recién nacido, y sus hermanas Desideria, Nicolasa y Manuela, ya que Pablo y Cayetano habían fallecido tempranamente. Con el tiempo Desideria se casaría con un comerciante de Michoacán; Nicolasa contraería nupcias para quedar viuda en el corto plazo y Manuela tendría una relación extramarital con un médico de nombre Manuel Antonio Ortega Reyes, un botánico, además de distinguido cartógrafo con el que engendraría a Delfina, quien nacería en Oaxaca el lunes 20 de octubre de 1845. Cuando el doctor Ortega se negó a reconocer el fruto de su amor con Manuela Victoria Díaz Mori, dedicada a la venta de rebozos, la madre apenada decidió abandonar a la niña en las puertas de la casa de Tomás Ojeda, el futuro padrino de la menor. Delfina fue vergonzosamente registrada como hija de padres incógnitos en la catedral de Oaxaca, ignorando, claro está, su futuro" puesto que, a pesar de tanta pena, la vida le tenía reservada una sorpresa, un incuantificable premio después de padecer tantos sufrimientos sería la primera dama de la República, esposa frente a la ley, de su tío carnal, el señor jefe del Estado mexicano, José de la Cruz Porfirio Díaz Mori. El doctor Ortega, quien de manera recurrente se había negado a reconocer a Delfina, su hija, aceptaría poco tiempo después honrar pública y legalmente, como hombre, la dignidad de aquella joven bastarda, gracias a una respetuosa petición de su futuro yerno, a la que, desde luego accedió el galeno para evitar la posibilidad de sufrir un accidente en cualquiera de sus viajes para estudiar cartografía, su gran debilidad... Delfina dejó de ser Díaz de cara a terceros para convertirse en Ortega Díaz, como correspondía de acuerdo con el honor y la ley...

Porfirio nunca se explicó la razón por la que le gustaba pasar largos ratos alIado de Delfina desde que él contaba, cuando mucho, con quince años de edad. Se divertía haciendo sonar las sonajas de semilla que Nicolasa, su tía, le había obsequiado para distraerla. Sentía una extraña fascinación al observar cómo su hermana Manuela amamantaba a la recién nacida, en lugar de salir a jugar a las estacas, en compañía de otros muchachos, en las calles polvorientas de Oaxaca. La niña creció durante los años de la guerra contra Estados Unidos de 1846. Alcanzó la plenitud de su infancia con la estrepitosa caída del último gobierno de Santa Anna, Su Alteza Serenísima, en 1855. Entró abruptamente en la adolescencia con el estallido de la guerra de Reforma en 1858, en donde su tío escribió valientes páginas en el campo del honor. Escuchaba sus hazañas, sin embargo le resultaba imposible exponerle su admiración porque las condiciones impedían un encuentro que, por otro lado, hubiera resultado inútil ante la enorme diferencia de edades. El tiempo, también escultor de bellas formas, continuaba tallando pacientemente el cuerpo de Delfina mientras la fama de Porfirio Díaz, como estratega militar, rebasaba lbs linderos del estado de Oaxaca.

Delfina, Fina, pensaba que sólo admiraba a su querido tío por ser un militar audaz, intrépido y exitoso, si acaso la perturbaba la imagen del macho que presenciaba la fiesta de las balas en el campo de batalla sin inmutarse. No se permitía ningún pensamiento pecaminoso, en primer lugar por tratarse de un pariente carnal ciertamente cercano y, en segundo, porque Porfirio era un hombre quince años mayor que ella, sí, claro, sin embargo, sentía una profunda atracción hacia ese héroe muy a pesar de no entenderla y de sentirse culpable en su interior al darle inexplicablemente cabida en sus sentimientos.

—Pero si es tu tío, Fina, el mismísimo hermano de tu madre, sería un amor prohibido por la ley, la sociedad y la Iglesia. Te encarcelarán, tendrás hijos idiotas, si llegaras a tenerlos, o enfermos incurables... Nadie te aceptará en su casa y además te excomulgarán y pasarás la eternidad al lado de Satanás, quemándote para siempre de los siempres en la galera más recalcitrante del infierno... Piénsalo, Fina, piénsalo, además estos generalotes tienen una mujer en cada pueblo...

Sí, lo que fuera, pero Delfina, de dieciséis años, no podía dejar de pensar en Porfirio. Nada de tío ni de pariente: ¡Porfirio!, de casi treinta años. De la misma manera en que una ceiba se sujeta a la tierra con unas poderosas raíces que se pierden en la historia de los bosques y que únicamente talando el árbol, es decir, matándolo y cortándolo en pedazos, es posible arrancarlo del suelo, así Delfina aún muy joven empezó a idealizar una vida en común con ese recio exponente masculino. ¿Qué más daba si su madre, Manuela, había muerto y su padre se negaba siquiera a verla, ya no hablemos de recibirla en su casa? De muy niña, durante los años de la guerra, mientras él estaba fuera de Oaxaca, ella le escribía para contarle los sucesos familiares. «Al enterarse del triunfo mexicano en la batalla del S de mayo de 1862, le envió una cachucha militar bordada con sus propias manos. Su tío, el general, en agradecimiento, le envió una pintura en la que aparecía él, en plena batalla, para que la colgara en la sala donde Delfina vivía a cargo de su tía Nicolasa, la hermana mayor de Porfirio.»

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