Read Arrebatos Carnales Online

Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (14 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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—Sean razonables, estoy casado y mi mujer no sabe ni una palabra de mi vida pasada, porque es pasada...

—Para mi general no es pasado, es presente, de modo que dígame nomás qué mensaje le llevamos de regreso —adujo el mayor al ponerse de pie y darle un codazo al otro para que lo imitara en sus movimientos. Ambos apuntaron a la cara del doctor con cuatro pistolas.

Ortega, aterrorizado y pegado al librero de espaldas, con las manos en alto y sin poder pronunciar palabra alguna, sólo alcanzó a decir:

—¿Cuándo es la ceremonia? Denme tiempo...

—La cirimonia es la semana intrante, siñor, sólo quiremos que nos dé garantías de qui no se va a rajar porque sépaselo, nosotros lo buscaríamos, y si la rajaríamos a asté, siñor nuestro.

—Está bien, está bien, bajen sus armas, por favor bájenlas, no se les vaya a ir un tiro...

—Qui va siñor, ésta la tengo bien adistrada, la tartamuda sólo habla cuando yo digo, no se atreve a hablar solita, pues...

—¿Qué quieren, señores?

—Quiremos que vaya asté a fa boda y entregue a la novia como Dios manda a su novio, nuestro general, siñor.

Ortega había enmudecido.

—Además quiremos que firme el acta como padre de nuestra futura patroncita, siñor...

El cartógrafo y médico respiraba sin poder ocultar su ansiedad.

—Además y, por último, la ceremonia será en la casa de mi general, pero quiere que asté sirva el banquete aquí, en esta su casa, siñor, mi general se lo pide amablemente. Asté dirá qui le contestamos. Él mesmamente nos está esperando... Y mire, mire, ya no si haga el payaso: baje las manos, ni qui la cosa estuviera como para qui le partamos toda su madre. Asté se presenta, entrega a la novia, chulísima, verdá de Dios, firma como su padre, invita a los invitados a la fiesta y a dormir en santa paz, siñor... ¿Cuál es su respuesta?

Tratando de recuperar la compostura Ortega accedió a todas las peticiones.

—Ahí estaré, díganle al general Díaz, cumpliré con todo lo solicitado.

—¡Qué requetebueno!, ¿no, tú...? —contestó el otro enfundando ambas pistolas—. Le va a dar harto gusto a mi general.

Cuando ambos embajadores se aprestaban a retirarse, el mayor alcanzó a decir:

—Oiga, dotorcito, no me vaya a salir con la chingadera de que se me pintó asté de Oaxaca y nos deja plantados, porque soy harto experto en encontrar culebras y ratas pa' comer cuando faltan los frijoles. Críame que lo hallaré en cualquier agujero perdido en las milpas y le partiré todititita su madre por dejarme en redículo. A mí naidien me ha visto todavía la cara de pendejo, siñor.

—No se preocupe, ahí estaré...

—Y otra más, no se le ocurra estar de jeta como si alguien lo hubiera obligado a estar en la boda porque me cuelgan a mí, siñor, de modo que buena jetita cuando entregue a la novia y cuando firme. Ya me contarán cómo bailó asté la primera pieza con la chamaquita...

De la Iglesia ni hablemos: ¿qué cura, obispo o arzobispo iba a casar a una sobrina con un tío carnal, siendo que éste, además, era un excomulgado por haber jurado hacer valer y respetar la Constitución de 1857? ¿Casar ante la suprema ley de Dios a un excomulgado que había destruido los privilegios y el patrimonio de los representantes del Señor aquí en la Tierra? ¿Qué broma era ésa...? Con los años, el doctor Ortega recibiría la muestra material del agradecimiento de su yerno: el presidente de la República le concedería el señaladísimo honor de elevarlo hasta la jerarquía de senador por el estado de Oaxaca.

Una vez obtenida la dispensa por mediación del presidente Benito Juárez, en razón del impedimento de consanguinidad establecido en el artículo 8 de la Ley del Registro Civil, casada, bien casada civilmente por poder el 15 de abril de 1867 en la residencia del general Porfirio Díaz, adonde asistió la sociedad oaxaqueña encabezada por el gobernador de Oaxaca, Juan María Maldonado, quien fungió con la debida sobriedad, a título de testigo de honor de tan fausto enlace, además, sobra decirlo, del doctor Manuel Ortega, evidentemente sonriente. Nicolasa, la tía Nicolasa, se negó a asistir por razones obvias —estaba en contra de semejante enlace—. Delfina se vio obligada a esperar todavía dos meses antes de salir, por fin, en busca de su marido. Se verían a finales de junio en la ciudad de México, en una pequeña casa ubicada atrás de la Plaza del Volador, a un lado precisamente de donde se encontraba el edificio siniestro que había sido ocupado durante siglos interminables por la Santa Inquisición. La primera decisión de Díaz, una vez recuperada la capital de la República, había consistido obviamente en enviar la autorización del viaje de su mujer para disfrutar ese feliz encuentro con el que no había dejado de soñar a lo largo de las noches de campaña. Bazaine ya había abandonado la capital el 5 de febrero de 1867 con los últimos contingentes del Cuerpo Expedicionario... Juárez había instalado su gobierno en Zacatecas... Se aproximaba a pasos agigantados rumbo al Bajío para saldar una cuenta histórica con el invasor. Ya sólo Veracruz, Puebla, Morelia y Querétaro permanecían bajo control del Imperio... Maximiliano había empezado su viaje en dirección al Cerro de las Campanas el 13 de febrero con una columna de cuatro mil hombres. Llevaba el pecho abierto a bordo del carruaje real. Estaba por cerrarse otro trágico capítulo de la historia negra de México.

Delfina vaciaba su pequeña maleta utilizada para el largo viaje en diligencia, en el lugar en que le indicaba el ama de llaves del famoso general, cuando Porfirio Díaz se presentó en la habitación arrastrando las espuelas y secándose el sudor con un paliacate desgastado. El verano estallaba con furor en la capital de la República. Un breve giro de cabeza en dirección a la puerta fue suficiente para que la doncella abandonara la habitación sin retirar la cabeza del piso. Tal vez asumiría la misma actitud al retirarse del altar de una iglesia para rendir muestras de absoluta reverencia.

Porfirio y Delfina se encontraron por primera vez solos, apartados de los. ojos curiosos del pueblo oaxaqueño. Solos en la misma habitación, solos como estarían el resto de sus días. Se vieron a la cara. El general se retorció el bigote. Ella corrió a sus brazos. Se estrecharon, se besaron, se olvidaron del Juicio Final y de cualquier otro trámite pendiente. Él le retiró el sombrerito que la hacía parecer una pequeña cazadora de mariposas por la forma tan juvenil como le enmarcaba la cara. Delfina había abrazado y besado a los muchachos del barrio, cualquiera de los que le declararan su amor, sí, pero de ahí a estar con su tío, el general Díaz, ese hombrón, capitán de mil batallas exitosas, de renombre en todo México, quien, además, resultaba ser su marido, existía una diferencia abismal. Cuando Porfirio bajó las manos y la tomó por las nalgas, Delfina sintió desmayarse. Su tía Nicolasa se había negado a aconsejarle cómo conducirse en semejante circunstancia. Jamás consintió esa relación pecaminosa ni volvió a hablar ni a recibir a su sobrina, por más que la quería y la había educado como si hubiera sido su propia hija. Ella se colgó de su cuello sin timidez alguna, mientras que Porfirio la recorría bajo las faldas sin poder creer la magnitud de los hallazgos que le reportaban sus dedos expertos en aquel viaje sin final. Delfina contaba con veintidós años de edad, Porfirio con treinta y siete. Sobraba la ropa, sin embargo, ella no se animaba a desprender a su tío ni siquiera del quepí militar. Él empezó a desesperar con tantos botones e interminables enaguas.

—¿Me ayudas, Fina...? Yo mientras tanto te quito el sombrero, te suelto el pelo, te zafo los zapatos, amor, mi vida...

Nada de sobrina ni de recordar parentescos. Se dirigía a la mujer, a la hembra. Porfirio no dejaba de tocar a su mujer mientras ella abría botón tras botón y se retiraba una y otra prenda. En ocasiones le atemorizaba descubrir en su tío a la fiera que habitaba en su interior con tan sólo comprobar su mirada lujuriosa. ¿Sería un bárbaro a la hora de penetrarla? ¿ Moriría del dolor y lo odiaría para siempre? ¿Desearía vivir otro momento igualo lo rechazaría indefinidamente, como acontecía con tantas otras mujeres, que habían recibido un pésimo trato en el primer encuentro amoroso? ¿Porfirio un salvaje? No, ella sabría conducirlo. Bastaba verlo para comprobar la atracción feroz que sentía por ella. Mientras haya deseo habrá amor, se dijo. Espero que esto nunca se acabe. ¿Es compatible la dulzura y la ternura con la brutalidad que encarnan la mayoría de los hombres? ¿Sólo saben ser unas bestias sin detenerse a pensar en el placer que deben experimentar sus parejas, ni en su dolor? Deseaba exhibirse desnuda ante Porfirio para que él se regocijara con sus carnes e hiciera lo que le viniera en gana con ellas.

Cuando entre los dos lograron desprender a Delfina de toda su ropa y sin pensar en lo que Nicolasa pudiera decir o dejar de alegar, Porfirio la tomó de las manos, se las elevó a la altura de los hombros, en tanto ella cerraba los ojos crispados, incapaz de controlar su vergüenza. Porfirio deseaba verla. Escasamente le había rozado una mejilla en Oaxaca o le había hecho una caricia en la mejilla, sin olvidar el beso esquivo y húmedo que se habían dado la última vez que se habían visto. Ahora la tenía a su máxima expresión frente a él, como siempre lo había deseado. La hizo girar sin que ella se atreviera a mirar en su entorno. Porfirio salivaba como un fauno. Bien pronto volvieron a quedar frente a frente. Ella entrecruzó los dedos de las manos y humilló la cabeza sin atreverse a ver a la cara a su marido. Éste comenzó a desvestirse comenzando por quitarse el quepí. Se mordía instintivamente un pelo del bigote que la navaja del peluquero no había encontrado en su camino. No había tiempo para dejar el uniforme acomodado sobre una silla. Las condecoraciones no se desprendieron cuando la guerrera fue expulsada en dirección a la puerta de entrada. Bastó soltar los tirantes para que los pantalones cayeran al piso. Parecía que se trataba de la primera vez en que el general Díaz se desvestía, porque en su apresuramiento había olvidado desprenderse de las botas. Disfrutando unas sonoras carcajadas, una vez que se sentó sobre la cama, le pidió a Delfina que se pusiera de espaldas, abriera las piernas y se agachara brevemente para recibir una de las botas y la jalara al tiempo que el militar apoyaba una pierna contra sus nalgas para empujar con ella y ayudar en la tarea. Reían como chiquillos traviesos. Sólo que Díaz no podía dejar de contemplar el cuerpo de aquella joven mujer que nunca había sido tocada. Cuando salieron ambas botas no le permitió que volteara. La jaló hacia él y la sentó sobre sus piernas ya desnudas. Besó su piel mientras ella se encorvaba y se retorcía al contacto del bigote y los labios húmedos de su tío. Sintió por primera vez la potencia del hombre debajo de ella. Él la acariciaba, acariciaba sus brazos, sus hombros, su cuello, su cabellera hasta dar con sus senos, pequeños por cierto, pero plenos, desafiantes y elocuentes. Delfina se agitaba en esa posición sin poder devolver los besos ni los arrumacos ni los mimos. Con las manos puestas sobre las rodillas de su tío, miraba el techo dejándose hacer con una expresión de embeleso en el rostro. ¡Qué gran maravilla era ser mujer y tener la capacidad de despertar esos instintos en un hombre! Hermosa la magia de la vida, ¿no...?

De pronto se levantó Porfirio, la cargó entre sus brazos mientras contemplaba su perfil. El corte de su cara era muy fino, en realidad una mezcla del origen europeo del doctor Ortega, con el corte mixteco, la sangre indígena de su hermana Manuela. En resumen, una belleza. Ella se apretó al cuello de su marido sin ignorar su suerte. El generalla dejó caer abruptamente sobre la cama. No paraba de jugar ni de sorprenderla. En un principio la violencia la asustó, pero no tardó en percatarse de que se trataba de una broma. Entonces se envolvieron, se ataron con las piernas, con los brazos, con el aliento, con la mirada y con los cuerpos hasta fundirse en una sola persona. Se convulsionaron, se sujetaron, se sacudieron, se contorsionaron, sudaron, se suplicaron, se apretaron, como si fuera el último suspiro, para descansar el sueño de los justos. Cuando Porfirio empezó a recuperar la respiración, el cansancio lo había vencido. Dormía plácidamente. El guerrero había triunfado en otra batalla más. Mañana sería otro día. Mañana todo sería mejor. Mañana habría más tiempo, menos precipitación, más ritmo, menos urgencia, menos nervios, más encanto, más profundidad, más vida, más ilusiones, más, más, más...

La vida seguía, tenía que seguir... Delfina acompañaba a su marido a cuanto asunto tuviera que atender en Tehuacán, La Noria y Tlacotalpan. De pronto su vida empezó a convertirse en una maldición. Sus hijos no lograban sobrevivir a la infancia. Dios le cobraba sus flaquezas y errores. Su primer hijo, Porfirio Germán Díaz, nació en 1868 para gran alegría de la pareja. Sería militar. Llegaría a ser presidente de la República en caso de que su padre fracasara en el intento. La Pálida Blanca se lo llevó para siempre el 4 de mayo de 1870, de la misma manera en que, antes de cumplir siquiera dos años de edad, se llevó a Camilo Díaz y a Laura Delfina, nacidos en 1869 y en 1871. Ambos se reconciliaron con la existencia cuando ella dio a luz a Deodato Lucas Porfirio Díaz en 1873, y a Luz Aurora Victoria Díaz, en 1875. Los dos salieron adelante. Delfina no estaba dispuesta a rendirse. Cobró nuevos ímpetus. Se sintió perdonada por el Creador. Si luchaba era para congraciarse con Él a través de su dolor. Él había sufrido, pues ella no se quedaría atrás para recuperar su amor. Por ello intentó darle vida a una niña que nacería muerta por asfixia en 1876, golpe severo que trató de superar al traer al mundo a Camilo Díaz el 22 de enero de 1878, pero Dios se lo arrebató al día siguiente, tal y como lo hiciera con la pequeña Victoria Francisca Díaz, la última de sus ocho alumbramientos, quien únicamente alcanzó a vivir un día, del 2 a13 de abril de 1880. La angustia era devoradora.

La muerte temprana de sus seis hijos afectó gravemente la estabilidad de Delfina, según recordaba Porfirio sentado en su banquillo, ajeno a las reclamaciones del Señor. Temía el castigo celestial. Para ella no resultaba tan importante la carrera política de su esposo. En realidad prefería la vida tranquila de Oaxaca, sin tanto aparato ni formalidades ni protocolos ni personas de hablar extraño, extranjeros fundamentalmente, ministros representantes de otras naciones, cuya cursilería irritaba a esa mujer pueblerina. La interpretación recurrente del himno, tocado por las bandas de guerra de todos los lugares a los que asistía su marido en su carácter de presidente de la República, los banquetes, la rigidez del protocolo, los insoportables compromisos políticos, los problemas abrumadores que afligían al jefe de la nación, las molestas e interminables intrigas palaciegas en las que ella frecuentemente salía involucrada por el solo hecho de escuchar, la cantidad insufrible de mujeres que se acercaban a su Porfirio para obtener un privilegio, una franquicia, una concesión o un simple favor por el que estaban dispuestas a pagar cualquier precio a cambio de satisfacer sus caprichos o sus necesidades, las disputas por el poder entre los miembros del gabinete, las solicitudes para ocupar un cargo en la Corte de Justicia o para obtener una concesión ferrocarrilera o minera ci de cualquier naturaleza, las acusaciones de sobornos, las traiciones de unos a otros, los golpes bajos, las sonrisas fingidas, unas más hipócritas que otras, las caravanas obligatorias, los falsos aplausos, las envidias para encabezar la sucesión, las zancadillas, los dobleces, eran suficientes para permanecer en su casa de la calle de Moneda núm. 1, en lugar de vivir en Palacio Nacional rodeada de una corte de sabuesos.

BOOK: Arrebatos Carnales
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