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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (15 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Qué tiempos aquellos en que preparaba el mole con su tía Nicolasa o hasta con su madre, cuando era muy niña, y mataban una gallina para sorpresa de la familia! Pasaban la noche moliendo el chocolate en el metate para que quedara muy bueno. En ocasiones llegaba a presentarse Félix, sí, Félix Díaz, el otro tío, antes de ser gobernador del estado de Oaxaca en 1870. Félix, tres años menor que Porfirio, había combatido del lado de los conservadores, de Miguel Miramón durante la guerra de Reforma, pero luego se había reconciliado con su hermano pasándose al lado de los liberales. En una ocasión, siendo gobernador, entró con su regimiento de quinientos soldados a Juchitán para sofocar un levantamiento armado originado por la negativa de los habitantes a pagar un impuesto a la madera. En la represión hubo muchas bajas de civiles y excesos porque el propio tío Félix había hecho bajar la figura sagrada del santo patrono del pueblo y la arrastró por diversas calles hiriendo la susceptibilidad popular. Meses más tarde devolvió la imagen en una caja de madera con la deidad hecha pedazos. El terrible agravio nunca se olvidó hasta que los juchitecos lo capturaron en marzo de 1872, lo golpearon, lo lincharon, lo castraron y lo asesinaron en venganza por el atentado cometido en contra de sus convicciones religiosas. ¡Cuidado con los juchitecos! La familia se reducía, pero los amigos comunes suplían los vacíos. Ahí en Oaxaca no había que guardar las apariencias ni quedar bien con nadie. Algo era cierto, nunca había vuelto a reír como lo hacía en el pueblo rodeada de viejos conocidos. No podía ignorar, por otro lado, que Porfirio empezaba a tener preocupaciones extrañas: le molestaba el color de sus manos, en general el de su piel, oscura, como los Mori, ¿qué más daba? Las formas tan artificiales y supuestamente educadas contrastaban ante el gusto comer con las manos. Le encantaba partir en dos una tortilla y sumergirla en el mole para atrapar la pieza de carne de pollo o de cerdo y devorarla junto con totopos llenos de frijoles refritos cubiertos por requesón. ¿ Qué tal...? Y luego cantar o contar anécdotas frente al cura, a la hora de la cena, y vivir, disfrutar, gozar, en lugar de aguantar la conversación aburrida e ininteligible del ministro de Inglaterra, cuyas bocanadas de aliento pestilente nadie podía soportar...

Las tragedias, por lo visto, no concluirían con la muerte de seis de sus ocho hijos en un plazo de trece años, no, por lo visto, no; según ella, Dios ya se había ensañado con ella. La tía Nicolasa había tenido razón: el amor entre la misma sangre está prohibido por la ley y por Dios, por algo será. «Te castigarán, Fina, te castigarán los hombres o el Señor o ambos... Te condenarás, no lo olvides, no te cases con tu tío, te lo reclamará tu madre Manuela en el más allá...»

La mañana del 2 de abril de 1880, el día en que naciera Francisca Victoria —Victoria como recuerdo precisamente de aquel heroico 2 de abril en que el general Díaz había ganado el sitio de Puebla—, la pareja presidencial mostraba una gran felicidad, ambos se reconciliaban con el Señor y con la existencia. Sin embargo, veintisiete horas después la pequeña fallecía de una anemia congénita, según rezaba el acta de defunción, sólo que ahí no acababan los males, sino que comenzaban y lo hacían con una furia devastadora. Delfina empezó a tener muy mala cara. Su rostro se descomponía por instantes. El malestar invadía todo su cuerpo. Fueron llamados los más insignes médicos de la ciudad para explorar y rescatar de la muerte a tan distinguida paciente, en tanto enterraban a la recién nacida. El diagnóstico no tardó en rendirse: metro-peritonitis puerperal. Su cuerpo se engangrenará gradualmente, se envenenará, es un caso claro de septicemia irremediable. Nada podía hacerse, cualquier esfuerzo resultaría inútil. Señor presidente, su mujer requiere la extremaunción. Se nos irá en un par de días, cuando mucho. Sea fuerte y resígnese, llame a un cura. La ciencia se estrella contra estas disposiciones del Señor ...

Porfirio Díaz ingresó en la habitación donde se encontraba su mujer en la antesala de la muerte.

—Estarás bien, amor...

—Mientes, Porfirio, sólo yo sé que me estoy muriendo. Di la verdad... —El presidente humilló en silencio la cabeza. Por su rostro escaparon algunas lágrimas, empezó a gimotear hasta que muy pronto estalló en un llanto contagioso. Nadie podía consolarlo. Sólo Delfina guardó la debida entereza.

—Si me muero sin haberme casado por la Iglesia, sin duda pasaré la eternidad en el infierno. No volveremos a saber nada el uno de la otra, Porfirio... No permitas que caiga en manos de Satanás y casémonos ahora mismo. No puedo morir estando en pecado mortal. Bien sabes que Dios prohíbe el concubinato, y más, mucho más, si incluso tuvimos hijos...

Porfirio Díaz levantó la cabeza, dejó de llorar como un crío y abandonó la habitación en busca del arzobispo de México, no sin antes jurarle a Delfina que antes del anochecer estaría casada, y protegido su espíritu para siempre. Pero cuál no sería su sorpresa cuando la máxima autoridad religiosa de México, Pelagio Antonio Labastida y Dávalos, el mismo que entre otras traiciones nacionales había sido una figura determinante en la llegada de Maximiliano, se negó a acceder a su petición con el argumento de que el enlace religioso era imposible debido a los lazos de consanguinidad y a la excomunión de que había sido objeto Porfirio Díaz por parte del Papa Pío IX desde que el famoso liberal había también jurado someterse y aplicar la Constitución de 1857.

—Usted perdonará, señor presidente, son impedimentos insalvables. Con el debido respeto, además de pecador, usted es un hereje y, por lo tanto, no puede recibir el santo sacramento.

Después de una breve discusión en la que prevaleció el mismo tono bajo de voz, ambas autoridades llegaron a un acuerdo el 6 de abril de 1880: el señor arzobispo consentiría en pasar por alto el impedimento consanguíneo en la medida en que Díaz renunciara en secreto a aplicar la Constitución de 1857, un ordenamiento inspirado por el diablo... El expediente del matrimonio se guardaría escrupulosamente y bajo siete llaves en un archivo inexpugnable de la mitra. Nunca nadie tendría acceso a él.

El 7 de abril en la madrugada, Porfirio Díaz abjuraba. En su gobierno no sería aplicada la Constitución aun cuando ésta no se modificaría ni se reformaría para evitar escándalos públicos. Simplemente sería letra muerta de cara a la Iglesia. La guerra de Reforma en la que él mismo había participado con tanto éxito quedaba anulada, así como desperdiciada la sangre derramada por cientos de miles de mexicanos liberales que habían luchado por tener un México mejor.

A Labastida no le bastó la promesa del presidente. Exigió que constara por escrito, por lo que Díaz, con toda la humillación a cuestas, tuvo que redactar de puño y letra, palabra por palabra de las dictadas por el señor arzobispo. Declaró que su religión era la católica, que no contrariaba dogmas de fe, que no era propietario de bienes que hubieren pertenecido a la Iglesia de Dios, que no era integrante de la masonería, entre otras confesiones falsas, y firmó.

A las cinco de la mañana de ese mismo 7 de abril, apenas unas horas después del acuerdo clerical, Porfirio Díaz y Delfina Ortega unieron devotamente sus vidas de cara al Señor. La ceremonia religiosa se llevó a cabo en la recámara fúnebre en la que agonizaba la infeliz novia. Devorada por la fiebre, tartamudeando, respirando con dificultad y tosiendo lastimeramente, exhibiendo un doloroso rostro amoratado e inflamado, aceptó como legítimo esposo ante la Iglesia y ante Dios a su tío y marido, el presidente de la República, don José de la Cruz Porfirio Díaz Mori.

Al día siguiente, el 8 de abril, cuando el sol apenas empezaba a iluminar el Valle de México, a las nueve y media de la mañana, Delfina Ortega expiraba rodeada de sus seres queridos. El pueblo dolorido la acompañó hasta su última morada en el panteón del Tepeyac. Dejaba dos menores, Porfirio y Luz, además del alma destruida de su marido yde quienes tanto la quisieron.

—¡Porfirio! —tronó de nueva cuenta aquella voz ciertamente estentórea—. ¡Estoy hablando! Si nunca temiste la ira de Dios es el momento de que empieces a hacerlo, esta vez por irreverente. ¿Me has escuchado?

Díaz se acomodó como pudo en el asiento, dispuesto ahora sí a prestar atención. A saber qué consecuencias podrían desprenderse para él en ese Juicio que nada bueno podría depararle. Nada había acontecido en todo el tiempo que llevaba sentado en el banquillo. ¿Qué sentido podría tener resultar absuelto y tener derecho a pasar la eternidad en el Paraíso, si se llegaba con la pérdida total de conciencia para no volver a padecer dolores, vacíos, conflictos o pérdidas de cualquier naturaleza? ¿No constituía todo un horror estar en el cielo, eso sí, rodeado de querubines, y poder comprobar cómo su esposa Carmelita, viuda y absurdamente rica, era abordada por un patán que la engañaba con otras mujeres, mientras la desfalcaba económicamente? ¿Eso era el Paraíso sin poder maldecir, ni advertir ni mucho menos impedir ni cambiar nada...? ¡Demonios! Pero, por otro lado, ¿qué era el Paraíso sin conciencia? ¿Cómo disfrutarlo? ¿Un limbo sin sonidos ni visiones ni fantasías? ¿La nada...? ¡Qué aburrida debería de ser la nada! Con conciencia era un problema y, sin ella, algo verdaderamente inútil. Sin embargo, intentó poner atención en la medida de lo posible. ¿Por qué en esa coyuntura lo acosaban los recuerdos de sus mujeres y no de sus batallas o de su gestión como modernizador de México? ¿Por qué, sí, por qué las mujeres? Al final de cuentas, ¿de qué servían los éxitos más escandalosos, los triunfos insuperables, si no se podían compartir con la persona amada? Se disfrutarían, si acaso, a la mitad. ¡Qué importantes e imprescindibles eran ellas en la vida de un hombre! Figuras inolvidables de una nobleza y bondad infinitas.

Cuando el Señor comprobó que acaparaba la atención de Díaz, continuó con el divino procedimiento.

—¡Claro que no todo tu desempeño a lo largo de la dictadura fue una catástrofe como en tantas otras de América Latina y del mundo entero! Tu obra ferrocarrilera es una exitosa realidad que debes compartir con tu compadre el Manco González, un salvaje destructor de mujeres, un vivales a quien deberías haber castigado excluyéndolo de tu vida. Pero en fin, no estamos aquí para hablar del Manco que tanto te hacía reír, sino de ti, de tu comportamiento.

Díaz negaba con la cabeza en silencio ocultando una sonrisa cargada de picardía. ¡Ay, su compadrito del alma: había sido todo un caso!

—Durante tu primer periodo presidencial rehiciste el senado y repartiste asientos a tus enemigos políticos que cínicamente buscaban acomodarse en tu administración. Intentabas pacificar al país que tú mismo alebrestaste concediendo cargos públicos a tus opositores. Bien pensado. Eras un gran conocedor de tus paisanos. ¿A dónde hubieras ido sin ese don?

»Mejoraste los caminos, construiste puentes, faros y diques, subvencionaste diferentes vapores europeos, principalmente norteamericanos, para que tocasen los puertos mexicanos con tal de impulsar el comercio exterior y volver a colocar a México en el mapa de los países prósperos y seguros. En un principio te preocupaste por la agricultura e intentaste, al menos, modernizarla; dictaste medidas afortunadas para proteger a las industrias nacionales; atendiste a la minería, sobre todo en tu estado natal, donde trataste de rescatarla para devolverle la importancia que había tenido, al menos, durante los tiempos de la Colonia. Equilibraste el presupuesto federal, impusiste orden en las finanzas públicas, el país se puso a trabajar sin que lo anterior no significara que el propio Lerdo de Tejada no hubiera podido tener la misma oportunidad y la misma imaginación. Nunca lo sabremos. Tú acabaste violentamente con él.»

Esta vez Díaz asentía con la cabeza. Concedía toda la razón a la voz misteriosa, hasta que ésta se refirió a la política de pacificación, misma que no hubiera sido factible sin el concurso de la Iglesia católica. Lerdo se había echado encima al clero cuando, en 1873, elevó a nivel constitucional las Leyes de Reforma promulgadas desde 1859. Juárez no lo había logrado o no había querido hacerlo porque el país estaba fatigado después de tantas invasiones extranjeras y guerras civiles, por lo que en el periodo de la Restauración de la República había preferido abstenerse de provocaciones a un poder tan devastador corno el eclesiástico. Lerdo había ido más allá, se había atrevido y, por lo mismo, se había ganado la animadversión del sector más poderoso del país. Los tambores de la guerra llamaban a una nueva convulsión social para echar abajo las reformas constitucionales. Otra revolución estaba a punto de estallar. La Iglesia no se iba a rendir fácilmente ni estaba dispuesta a resignarse a perder sus privilegios ni su patrimonio y, por ello, Díaz se había aliado con la jerarquía católica en el golpe de Estado de Tuxtepec.

—Tu futuro gobierno llegó a un acuerdo de mutua condescendencia avalado por el Vaticano: el régimen enfriaría las Leyes de Reforma mientras la Iglesia se concentrara en su misión pastoral. ¿Te imaginas la cara de Juárez, Porfirio? ¿Te imaginas cuál hubiera sido la expresión de su rostro al saber que renunciabas a aplicar la Constitución de 1857 para salvar a tu mujer de que pereciera incinerada todos los días y por toda la eternidad en la peor galera del infierno? ¿Te imaginas lo que te hubiera dicho si hubiera llegado a conocer tu pacto con Labastida y Dávalos, un hombre que el indio recio verdaderamente execraba, y con toda razón? Pactaste con el peor enemigo de México con tal de mantenerte en el poder.

—¿Cómo que con toda razón si Labastida era tu representante en la Tierra? ¿Lo acusas de deslealtad hacia ti? —repuso airado el ex dictador que había llegado a ser octogenario—. ¡Era tu Iglesia, Señor, si hice un pacto feliz con ella fue para defender tus bienes y privilegios, y ahora me lo reclamas y se lo reclamas a Labastida! Todo fue por ti...

—¡Falso, Porfirio!, mil veces falso, falso, falso, ¿yo para qué quiero los bienes terrenales? ¡Mi reino no es de este mundo! ¿Privilegios? ¿Para qué?, ¡por favor!, ¿vaya querer privilegios, yo que los tengo todos...? El cristianismo es inmenso, sólo que una mayoría abismal de sacerdotes católicos, fundamentalmente los mexicanos, malinterpretaron mis palabras. Los he dejado actuar para poder hacer un balance final, pero uno a uno se sentarán, en su momento, en ese banquillo sobre el que te encuentras tú.

—Creí que me reconciliaba contigo...

—Otra vez falso, si suscribiste el pacto con el clero, que no es precisamente mi clero, perdóname, fue para satisfacer tus ansias de poder y para pactar con un enemigo feroz que no dejó poner una piedra encima de la otra y que empobreció a México, como espero que alguna vez se haga del dominio público. Por favor, no me digas que pactaste con Labastida para complacerme porque acabo el Juicio en este momento por insultos a mi inteligencia... Si pactaste con él fue para consolidarte como dictador de México y no para complacerme, Porfirio querido, no le estás hablando al populacho...

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