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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (16 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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—Pues ellos todo lo hacen en tu nombre: firman pactos en tu nombre, financian revoluciones en tu nombre, se enriquecen en tu nombre, matan en tu nombre, torturan en tu nombre, derrocan en tu nombre, acaparan tierras en tu nombre, adquieren bancos en tu nombre, desaparecen congresos en tu nombre, cobran monstruosidades de honorarios por cualquier servicio religioso en tu nombre...

—¡Basta!, basta, ¿crees acaso que no lo sé? ¿Crees acaso que ignoro cómo violan a mujeres empapándose antes ellos mismos con agua bendita para purificarlas al tocar las carnes que supuestamente había contaminado el demonio? ¿Crees que puedo estar de acuerdo en que se abuse de esa manera de la ignorancia que ellos mismos provocaron en las ovejas de su rebaño? ¿Crees acaso que no sé los haberes y el patrimonio inconfesable de cada uno de mis supuestos representantes, obtenidos con arreglo a las limosnas que cobran en mi nombre? ¿Crees que no veo a diario sus vergonzosas andanzas? ¿No te acuerdas de que mi Hijo y Yo siempre exigimos la pobreza y la humildad y la renuncia a los bienes materiales? Demandamos la aplicación de virtudes cristianas, tales como la bondad, la caridad, la piedad, el resumen de la vida moral. ¿Por qué entonces la usura, la tenencia de interminables territorios no explotados, bienes de manos muertas, en perjuicio de la nación? ¿Por qué las amenazas de excomunión lanzadas sobre las personas insolventes? ¿Por qué se practicaron torturas en el palacio negro de la Santa Inquisición? ¿Qué tenía de santa? ¿Por qué quemaron viva a la gente en sus piras públicas? ¿Ésa fue la doctrina que les enseñó mi hijo Jesús? ¿Crees que pasó por nuestra mente la idea de contar con verdugos? ¿Lo crees...? ¿Por qué se ejecutaron embargos y lanzamientos de los acreedores incumplidos? ¿Toda esta cadena de infamias tiene algo que ver con la bondad, la caridad, la piedad?

La voz hacía pequeñas pausas, sólo que ese día nada podía contenerla. Se desbordaba como si hubiera retenido por siglos las acusaciones contenidas en su discurso.

—¿Cómo crees que me siento cuando compruebo que ultrajan a un chiquillo? ¿Crees que desde aquí no observo cómo sodomizan varias veces al día a menores de edad? ¿Crees que no lo sé todo, que no lo veo todo y que no me enfurece todo?

—¿Y por qué no haces algo?

—¿Me estás juzgando ahora tú a mí?

—No, Señor, es mera curiosidad. Quiero saber por qué no controlas a tu rebaño ...

—Les concedí la libertad y debo saber cómo la administran, ya diario compruebo que la administran mal, muy mal. .. Nunca estuve de acuerdo, ni podría estarlo, con que se dejara fuera de la Iglesia y se decapitara a insurgentes o que se excomulgara, sin redención posible, a los valientes mexicanos que defendieron a la patria de los invasores norteamericanos de 1847, o de los intervencionistas franceses de 1862. ¿Por qué excomulgarlos, por qué, si eran auténticos patriotas? Hidalgo acabó descuartizado por sus ideas respecto de la Independencia. ¿Qué te parece? Él debería ser canonizado y estar presente en todos los altares de la patria, ¿no...? En otro orden de ideas, siempre me opuse a que se turbara la fe de los fieles, el reposo, la oración y el silencio de los claustros, y que rasgaran y pisotearan el pabellón nacional por sus rivalidades políticas.

Díaz enmudeció. La santa voz continuaba. Se desahogaba, por lo visto, como cualquier mortal.

—¿Crees que yo iba a tolerar a curas-banqueros o terratenientes o curas-generales o curas-sargentos o curas-verdugos o iba a consentir en la posesión de sus cadenas de oro de las que cuelgan ostentosas cruces pectorales repletas de piedras preciosas? ¿Supiste que Jesús alguna vez exhibiera una joya de ésas con las que puedes dar de comer a miles de chiquillos? ¿Así me ves, como a esos curas malvados? ¿Ésa es la imagen que tienes de Dios, vestido como sus vírgenes con mantos tejidos de hilos de oro y piedras preciosas? ¿Verdad que yo no tengo necesidad de acumular tesoros? ¿Para qué? Entonces es una canallada que los tengan en mi nombre cuando se los podrían entregar a los pueblos más pobres del país. ¿Por qué tu Iglesia, no la mía, la que se dice católica mexicana, tenía que provocar guerras civiles en mi nombre, cuando yo jamás lo hubiera autorizado? ¿Cómo podía estar yo a favor de un crimen de esa o de cualquier otra naturaleza? Esas guerras, por retener el poder clerical, dejaban al gobierno en bancarrota, en lugar de destinar el dinero a la educación de los más necesitados.

Un coro de ángeles celestiales se escuchó a la distancia. Se produjo un repentino silencio. ¿La voz se callaría para siempre? ¿Era una señal divina?

—Mi Iglesia estuvo vergonzosamente con los invasores y no con los nacionales en los peores capítulos de la historia de México. Mi Iglesia, y mira que me avergüenza reconocerlo, financió revueltas, impidió la alfabetización de las masas, sólo educó a las elites adineradas y poderosas, se negó a permitir la libertad de conciencia, es decir, que cada quien pudiera pensar lo que deseara. Obligó al celibato para cuidar egoístamente su patrimonio cuando nosotros habíamos sentenciado aquello de creced y multiplicaos. Tu Iglesia, otra vez tu Iglesia, acaparó la riqueza durante siglos en detrimento de la prosperidad social. Luchó con las armas en la mano para retener sus fueros y sus tribunales especiales de modo que se privilegiara la impartición de justicia, compró militares para asestar innumerables cuartelazos, cerró las puertas a las ideas refrescantes de la Revolución francesa, del Enciclopedismo, de la Ilustración: de la luz, la ciencia y los derechos universales del hombre, a los cuales invariablemente se opuso. Sostuvo tiranías y se apoderó de todos los bienes de la nación. Impuso la religión católica por la fuerza y por la amenaza, infundiendo el miedo como herramienta de control social. ¿Cuándo se supo que jesús hubiera infundido miedo o amenazara con un Dios iracundo y vengativo? Yo no soy así...

Porfirio Díaz tenía los ojos desorbitados. No era el momento para distraerse con otra mujer. Ponía toda la atención posible en cada palabra pronunciada por el Señor. Ni siquiera se acomodaba ni se movía del banquillo, al que ya parecía acostumbrarse. La voz sonó más fuerte que nunca:

—La religión, mi religión se prostituyó cuando se utilizaron los púlpitos y los confesionarios a favor de los intereses políticos y económicos. Los curas convirtieron los púlpitos en tribunas políticas, Porfirio, una inmundicia... Más de una tercera parte del año el pueblo no trabajaba por atender y cumplir con las fiestas religiosas que a diario inventaba el clero para aumentar la recaudación y las limosnas. Un pueblo ignorante y supersticioso es mucho más manejable y maleable, ¿no es cierto? Así se entiende todo, ¿o no...? ¡Cuánto, cuánto daño! Imagínate cuando la Iglesia decidió restringir la entrada a México de extranjeros salvo que éstos fueran católicos, el perjuicio fue mayúsculo; no perdamos de vista que en Estados Unidos se practicó una política de puertas abiertas y por ello en 1776 ingresaron tan sólo tres millones de personas, cifra que en 1860 se multiplicó casi por diez, para llegar un siglo después a los veintiocho millones de inmigrantes que llegaron a América en busca de una libertad religiosa que en México no encontrarían jamás. Por esa razón perdimos Tejas, Nuevo México y California, por no poder poblar esos inmensos y riquísimos territorios. ¿Y por qué no los pudimos poblar? Porque únicamente los católicos podían hacerlo. ¡Un horror, una barbaridad! Todo lo destruyeron...

—Me parece un poco exagerada la posición —adujo Díaz sorprendido por la creciente irritación que percibía en la voz.

—¿Exagerado? La Iglesia católica, la mexicana, la tuya, trabó alianzas al igual que contigo con Iturbide, con Santa Anna, con Miramón, con Zuloaga, y más tarde intentó hacerlo con Victoriano Huerta, uno de tus matarifes, perdón por la palabra, heredero de tus malos modales.

—¡Un momento!

—Te esperas, Porfirio, te esperas... Tu Iglesia, con la que también pactaste la paz, tu querida socia, comenzó por levantarse en armas en contra del último virrey, ayudó a derrocar al gobierno de Guerrero, acabó con el de Gómez Farías, derogó la Constitución de 1824, apoyó el golpe de Estado de Paredes y Arrillaga para recuperar sus privilegios vigentes durante el virreinato, organizó el levantamiento de los polkos en plena guerra contra Estados Unidos, respaldó casi todas las dictaduras de Santa Anna, incluida la última aun después de haber vendido y traicionado al país durante la guerra contra Estados Unidos. ¿Te es suficiente, Porfirio?

—El resumen me parece apabullante. No tenía el cuadro completo, lo reconozco.

—¿Cómo crees que yo iba a estar de acuerdo con la conjura de la Profesa, o con el levantamiento de Zacapoaxtla, o el de Puebla en marzo de 1856, o con el Plan de Iguala o el de Cuernavaca de 1833 o el de Huejotzingo o el del Hospicio o el de Tacubaya de diciembre de 1857 o con la guerra de Reforma de enero de 1858, porque mi Iglesia se había opuesto ahora a la promulgación de la Constitución de 1857? Tú todavía vivías cuando el clero católico apoyó a Huerta, al chacal, después del asesinato de Madero.

Un suave olor a incienso invadió la enorme estancia dotada de una iluminación nunca antes vista. ¡Qué paz! Las últimas notas del Ave María, pero la compuesta por Franz Schubert, no la de Charles Gounod, se escuchó al fondo. El Señor no dejó de estremecerse, sin duda era su favorita, la tarareaba...

—Unas fichas, Porfirio, hijo mío —agregó al volver a lanzar sus conceptos como si nunca hubiera tenido la oportunidad de hacerlo— los curas, tus aliados, nunca dejaron de ser unas criaturas insaciables... 

—¿Te sientes traicionado?

—Por supuesto que sí. Para comenzar, yo nunca quise fundar una Iglesia, sino dejar un ejemplo, y ese ejemplo no lo siguió la inmensa mayoría de tus curas católicos.

—Yo también desprecio a los traidores —adujo Díaz ignorando el inicio de la conversación o Te diría que es una de las debilidades humanas que más me encienden: no la tolero...

—Un comentario muy cínico y descarado viniendo de ti.

—¿Por qué, Señor?

—Porque como te mencioné desde un principio, traicionaste hasta a Dios Padre. 

—¿Yo...?

—¡Sí, tú, señor general Díaz! Dado que compruebo una vez más que los políticos adolecen, como siempre, de una buena memoria es conveniente que recuerdes cuando traicionaste por primera vez a Juárez, en 1865, al negarte a leer en voz alta, a tus soldados, el mensaje en que él aseguraba que, por ningún concepto, abandonaría el territorio nacional, Traicionaste al Benemérito y lo volviste a traicionar cuando te negaste a tomar la embajada francesa por asalto, según órdenes expresas que recibiste en 1867. Lo traicionaste de nueva cuenta en 1868, en el momento en que instigaste al ejército contra el gobierno, su gobierno, en una primera intención de desestabilizar la República. Lo volviste a traicionar en 1871, durante el levantamiento armado de La Noria, luego de que fuiste derrotado en las urnas, muy a pesar de que don Benito te había concedido la dispensa legal para poder contraer matrimonio con tu sobrina del alma.

—Yo quisiera...

—Traicionaste, no lo olvides ahora, a Trinidad García de la Cadena, tu antiguo gran amigo y aliado, a quien, además, mandaste asesinar en octubre de 1886 por puro miedo a su sombra. Traicionaste a Lerdo de Tejada derrocándolo, cuando él te había perdonado el anterior levantamiento en contra de Juárez y te había devuelto tus grados militares y tu honor como militar. Traicionaste a Protasio Tagle, a Justo Benítez, a Manuel Dublán, a Manuel Romero Rubio y a José Yves Limantour, cuando incumpliste tu promesa de entregarles el poder aunque les habías asegurado solemnemente que, para bien o para mal, ellos serían tus sucesores en distintas instancias históricas. Traicionaste a Ramón Corral, tu disciplinado, discreto e inofensivo vicepresidente, haciendo amargos chistes a sus costillas y hablando mal de él, en general a sus espaldas, como de todo el mundo. 

La catarata de cargos parecía interminable:

—Traicionaste a Manuel González, condenándolo al ostracismo a pesar de haber sido uno de tus pocos amigos verdaderamente leales. ¿Tú sí sabes por qué murió envenenado en 1893? ¿Eh...? Pero escucha, escucha, traicionaste también a Bernardo Reyes, a quien emocionabas públicamente con aquello de «general Reyes, así se gobierna...», para después hacer todo lo posible por mermar su poder, a pesar de haberte demostrado su nobleza a toda prueba. Traicionaste a Madero, retándolo a encararse en las urnas y poco después mandándolo aprehender, con ganas inconfesables de hacerlo asesinar. Conque México ya estaba listo para la democracia, ¿no...? Traicionaste la Constitución de 1857, que abjuraste en secreto; traicionaste el Plan de Tuxtepec y al gran pueblo de México reeligiéndote indefinidamente a pesar de tus reiteradas promesas de no hacerlo; traicionaste a las incontables e irreparables víctimas de Leonardo Márquez al permitir su repatriación en 1898; traicionaste a los oaxaqueños y a los yucatecos al resucitar la esclavitud en sus estados; traicionaste la Independencia al gritar «Viva España» en el apogeo delas fiestas del Centenario; traicionaste al movimiento obrero cuando hiciste fusilar a los obreros de Cananea y Río Blanco; traicionaste a los periodistas y a la libertad de expresión cuando los mandaste encerrar en los sótanos de la fortaleza de San Juan de Ulúa con el fin de que murieran de tuberculosis para después enterrar sus cadáveres en las arenas cálidas de Veracruz para que fueran devorados por los cangrejos; traicionaste a los lerdistas y a la oposición cuando los masacraste a balazos al grito de «¡Mátalos en caliente!» Traicionaste a México, traicionaste la voluntad popular, la defraudaste, traicionaste al campo mexicano con tus compañías deslindadoras, traicionaste a los campesinos a través de los hacendados que jamás respetaron las leyes ni la vida de sus empleados desde que consentiste, entre carcajadas, el derecho de pernada. Traicionaste, traicionaste y traicionaste... De modo que ¿fuiste o no un traidor y, además, llorón? ¿Le seguimos?

—Si lloré en alguna ocasión fue porque me dolía el dolor ajeno —repuso el tirano sin tratar de defenderse de los anteriores cargos.

—¿Cuándo te compadeciste del dolor ajeno, señor villano?, si lo hubieras hecho habrías respetado la democracia y los derechos de los tuyos, que siempre pisoteaste. Pero vayamos al grano, de que fuiste llorón, fuiste llorón, si no, entonces, ¿por qué lloraste en Apizaco, en 1867, al ir a despedir nada más y nada menos que a los reaccionarios responsables de la guerra de Reforma, a la estación del tren? ¿Por qué lloraste al año siguiente, 1868, cuando Juárez sospechaba que instigabas al ejército en contra de su gobierno y te llamó para aclarar tu posición, sólo para que te soltaras como una plañidera, deveras berreando? Fue entonces cuando don Benito, al observar tu servilismo y falso arrepentimiento, sentenció tu conducta con la amarga y enérgica expresión de Tácito: Omnia serviliter pro dominatione. Pero hay más, mucho más, Porfirio: ¿te acuerdas cuando, en octubre de 1874, nada menos que ante el pleno del Congreso, no sabías expresarte «yen un acto insólito hasta ese momento en la historia legislativa de México, comenzaste a llorar en público?». Llorón, llorón, eras llorón, Porfirio: lloraste el 20 de mayo de 1876, tras la derrota de Icamole. Volviste a llorar ante una comisión de campesinos yuca tecas que se negaban a perder sus tierras. Lloraste el día en que abandonaste para siempre la presidencia de la República, e125 de mayo de 1911, hasta que, derrotado, le entregaste a Carmelita el papel con el texto y estas palabras: «Toma, haz con él lo que quieras», y te dejaste caer en un sillón, sollozando, como si tu corazón se hubiera roto. ¡Cuántos testigos presenciales te vieron llorar como un niño cuando abordaste en Veracruz el lpiranga rumbo a la Francia de tus sueños porque te dolía abandonar aguas mexicanas...! Pobrecito, ¿no...? ¡Sólo dejabas al país envuelto en una revolución! Pero, a ver, contéstame, Porfirio: ¿alguna vez te sentiste culpable de algo?

BOOK: Arrebatos Carnales
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