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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (32 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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—¿Qué otra cosa podías hacer, verdad?

—Pos claro, qué otra cosa me quedaba por hacer sino robar y convertirme en un salteador de caminos como Tomás Urbina, Severo Reza, Sabás Vaca, Manuel Vaca Valles y el auténtico Francisco Villa, un bandido ejemplar, lleno de audacia y temple. Cuando los rurales fusilaron a Nacho Parra y a Pancho Villa, yo, Doroteo Arango, decidí tomar el nombre de ese gran maestro que también robaba pa' ayudar a los pobres. De ahí en adelante yo sería el nuevo Pancho Villa, porque él me había enseña o a domar a la más cerril de las potrancas, a curarme con hierbas y distinguir de las que envenenan, a conocer las constelaciones pa' caminar en la noche, a saber cuándo iba a llover y a saber la hora sin necesidad de un reloj, a herrar caballos, a matar jabalíes, a desollar cerdos y a manejar armas de fuego, a ser, en fin, el mejor pistolero de México. Así empecé a robar ganado, a asaltar trenes, haciendas y diligencias que de vez en cuando nos encontrábamos en despoblado. Robar es divertido, ¿sabes? Cada vez que le quitas a los ricos un reloj de ferrocarrilero de puritito oro, arrancándoselo del chaleco o cuando le quitas a una vieja perjumada, pintada como payaso, el collar de perlas o los aretes llenos de joyas, haciéndolas gritar como marranos en el matadero con tan sólo tocarles el gañote con el cuchillo, o cuando te clavas una buena recua de bueyes de sus establos y tal vez algún buen caballo escondido en los corrales, sientes que le estás haciendo justicia a la vida. Haz de cuenta que estás vengando a tu bisabuelo, a tu abuelo, y a tu padre mismo. Estás vengando a todos nosotros los jodidos que no podemos ir a estudiar a Europa, ni siquiera a una humilde escuela rural; estás vengando a todas las mujeres, chamaquitas que se iban a casar y que el patrón abusaba de ellas ejerciendo el maldito derecho de pernada.

Villa se regocijaba al recordar esos momentos de su vida. El placer proyectado por su mirada era inconfundible.

—Te vengas de todo, te vengas del pasado, te vengas del presente y cobras por adelantado el futuro.

Cabrones, si no es así ¿cómo? Robar, además, es una emoción maravillosa porque sabes que cualquier aguacil te puede sorprender con un balazo, si es que no te pescan los rurales y te jusilan o te cuelgan los federales de un triste palo en cualquier cárcel del norte, sin juicio y sin avisar a naiden: simplemente desapareces, te llevó la chingada, hermanito, te llevó la chingada.

—¿Y no hubiera sido mejor matar a Porfirio Díaz, el causante de aquellos males? Él debe responder por las haciendas y los abusos de toda naturaleza que se cometían sin respeto a la más elemental dignidad humana. Díaz es el que tiene que responder por haber creado tanta miseria en el campo, tanta desigualdad, de donde se origina tanto rencor. En él y sobre él tenías que haber aplicado tu justicia hasta saciarte... ¿Por qué no te las arreglaste para meterle un balazo entre las dos cejas, tú que eres tan buen tirador? Él es el gran culpable por haber engañado y estafado al pueblo al aliarse y proteger a los explotadores. ¿No tuviste los pantalones, verdad, Panchito? Muy bravo, muy bravucón, pero a la hora de los guamazos, nada —alegó la voz interior sin conceder tregua alguna.

—¡Claro que eso hubiera sido una gran solución! Sólo que el cabrón del dictador bien sabía lo que le esperaba y bien sabía también las que debía, por eso siempre iba muy bien protegido y resultaba muy difícil poder darle una llegadita.

—Y claro, la llegadita también te la podían haber dado a ti, si es que alguien se anticipaba a tus planes y en pleno atentado te volaban la tapa de los sesos.

—Sí, sí, pero además yo era muy joven y si algo me preocupaba era comer lo que pudiera cruzando de la Sierra de la Silla a la de Gamón. Andaba a salto de mata, sin un instante de reposo y sin zapatos. Por lo pronto se trataba de salvar mi vida y mi libertad, propósito que no logré porque Octaviano Meraz, jefe de La Acordada, me echó el guante encima para volver a meterme en el cochinero de la cárcel de Durango, de donde volví a escaparme cayendo sobre el centinela y huyendo hacia el Cerro de los Remedios. Seguí corriendo hasta el río, donde me encontré un potro bronco al que sujeté por las orejas como pude, según me enseñó mi maestro Pancho Villa y, «sin más—brida ni montura brinqué sobre él y emprendimos una enloquecedora carrera bajo la presión de mis rodillas y el acicate de mis talones».

—Siempre te escapabas. ¿No te hubiera convenido más, insisto, que te aprehendieran, que te juzgaran, que cumplieras una condena y volvieras a tu vida limpio, sin deberle nada a nadie?

Purgada la pena ya nadie podría acusarte de nada y podrías trabajar en paz.

—Al que entra en la prisión de Durango acusa o de asesinato, lo cuelgan, lo fusilan o amanece muerto por lo que quieras y mandes. Por eso me espanté tanto cuando me quedé dormido una noche en la hacienda de la Soledad y al despertar ya tenía yo siete carabinas abocadas hacia mi pecho y mi cabeza, en tanto una voz altanera me ordenaba rendirme.

—Sí, sí, me acuerdo que esa vez también te fugaste cuando les alegaste a tus alguaciles que estabas desarmado y que finalmente todos eran tus hermanos de raza. Siempre tuviste buena labia, Pancho. Con el pretexto de que antes asaran unos elotes para almorzar y ya luego te llevaran arrestado a donde fuera, porque tú eras muy sumiso, a la primera que pudiste te montaste en tu caballo y te pelaste al monte entre una gran balacera y muchísimas mentadas de madre. ¿Te acuerdas? —parecía que la propia conciencia del Centauro celebraba sus ocurrencias.

Villa no pudo controlar las carcajadas sobre todo cuando recordaba que haber sido un gran actor le había salvado la vida en varias ocasiones. Su nombre, con el tiempo, empezó adquirir notabilidad en Canatlán, en la Sierra de Gamón, en una quebrada conocida como el Camión del Infierno, en otro lugar que respondía al nombre de Pánuco de Avino, hasta llegar a la hacienda de Santa Isabel de los Berros, en donde aprovechó sus conocimientos para
arrear a la mulada
, controlar el ganado y evitar que se lo robaran otras pandillas. El apellido Villa empezó a cobrar más relieve por su audacia, determinación y sangre fría, cualidades que le reportaron importantes dividendos a la hora de repartir los botines. Su madre recibía cada vez mayores cantidades de dinero sin dejar de tener dudas sobre su origen deshonesto.

«Hijito de mi vida, ¿de dónde sacaste este dinero? —reventó en una ocasión—. Estos hombres que andan contigo te van a llevar a la perdición, ustedes andan robando y esto es un crimen que yo cargaré en mi conciencia si no te lo hago entender así», cuestionó María Micaela Arámbula, la autora de los días de Doroteo Arango.

—Sentí que mi voluntad flaqueaba. Me sentí avergonzao ante mi jefecita del alma, por lo que apenas pude contestarle con estas palabras: «Yo nací pa' sufrir, éste el único destino que se me ofrece. Mis enemigos me persiguen, y asté sabe de dónde arrancan mis sufrimientos... Prefiero ser el primer bandido del mundo antes que dejarme ultrajar. Écheme su bendición y encomiéndeme a Dios», le pedí a mi madre, siempre devota y dolorosa.

—¿A poco creíste que una bendición de doña María Micaela para robar a placer te iba a funcionar? Eres un gran cínico, Pancho. ¿De verdad crees que Dios protege a los bandidos? Ahora sí que se cambiaron los papeles.

—¿Por qué, tú?

—Imagínate el problemón en el que metes a Dios si tus perseguidores le piden que los ayude a atraparte y, por otro lado, tú también te persignas y lo invocas para que no te arresten ni te hieran ni te maten y se logre un robo blanco sin derramamiento de sangre. Sí que eres un caradura. Espero que estés de acuerdo conmigo en que Dios siempre estará del lado de la policía y jamás del de los asaltantes.

—Pues déjame decirte que Dios me trae de la mano y me ayuda y me protege y me ilumina y me cuida y me quiere, porque sabe que mi vida es el resultao de puras injusticias y mal haría en estar con la policía, que es el brazo arma o de los hacendados y de los que nos explotan y nos ultrajan. Esos son bandidos mucho pi ores que yo y Dios no puede estar con ellos. Él es justo de principio a fin... De modo que una bendición no le cae mal a naiden sobre todo si viene de la jefecita y más aún si yo robo pa' ayudar a los pobres y repartirles parte de las ganancias que se iban a quedar los hacendados. Dios debe de andar encantao con que les quitemos a quienes tanto nos quitan, sólo que, verdá de Dios, ya pronto llegará el día en que no sólo les quitemos de poquito en poquito, si no que les quitemos todo de una chingada vez. La tierra es nuestra, pos que nos la regresen. Ya verás la cara que van a poner estos cabrones cuando yo me coja, una por una, a las hijas de estos malditos hacendados, a los que te juro que me va a faltar mecate pa' colgarlos de cuanto palo me encuentre en mi camino. Sobran árboles en Durango y en Chihuahua pa' ahorcar a estos miserables que les importa madre nuestra hambre, las enfermedades de nuestros hijos, nuestra muerte y la miseria en que vivimos. Entra a las cuadras en las que viven los caballos de estos jijos de la chingada y compáralas con nuestros jacales, más chicos que una pobre sepultura en el pantión civil.

—¿Tú crees que eso te daba licencia para cortarles las plantas de los pies a los ricos que no te entregaban la lana?

—Eso no es nada, querida conciencia, como tú no conoces el dolor físico ni el moral, para ti es muy fácil hablar y criticar todo lo que hago. Es más, ni cuerpo tienes, pero lengua pa' joder, ésa sí que te sobra. A ti nunca te dolieron los latigazos ni los encarcelamientos en pocilgas asquerosas. Criticar es fácil, conciencita: yo critico, tú criticas, él critica, al fin y al cabo, ¿a ti qué...? Tú eres el juez que juzga y sentencia pero sin saber por las que pasa uno como persona ni de lo que se trata por el solo hecho de tener un cuerpo que puede ser torturao, además del espíritu que puede doler, verdá de Dios, como el mismísimo carajo.

—No te escabullas ni me vengas con tus mañas, Panchito, tú y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo y a mí no me vas a marear con tus cuentos. De sobra sé lo que duelen las pérdidas.

—Entóns has de saber lo que sentí cuando Ignacio Parra, el mismo que me enseñó a leer y a escribir en las noches de merienda al lado de las fogatas, fue descubierto haciendo sus necesidades en un lugar conocido como Los Magueyes, en donde fue acribilla o a balazos como si hubiera sido un perro sarnoso. No te imaginas lo que sentí cuando mataron a uno de mis maistros y guía espiritual.

—Me lo imagino.

—Ni te lo puedes imaginar ni sabes de lo que estás hablando. A ver, a ver, ¿tú finalmente qué sabes de sentimientos? ¿O acaso sabes lo que sentí cuando me enamoré de María Inés Parra en 1899 y tuvimos una hija, Reynalda, mi querida Reynalda, que se quedó huérfana de madre porque mi María Inés se cayó del caballo al poco tiempo de que naciera mi chamaca? Tuve que mandarles dinero a los padres de María para que mantuvieran a mi pequeña.

—Eso te pasa por andar de caliente con tantas mujeres. El castigo te lo mandó Dios.

—¡Ay, mira, mira, no me vengas ahora con que eres curita de la parroquia del Carmen y que Dios me va a castigar pa' toda la vida por haber tenido una mujer y una hija!

—No soy curita ni pretendo parecerlo, pero de ahí a que al año siguiente del nacimiento de Reynalda te entrepiernaras con Martina Torres y naciera Juanito, ya me pareció que no sabías ni de quién vengarte.

—A Martina me la quitó Dios cuando, además de mijo, me iba a regalar una hija en 1906 y ambas murieron el día del parto. Yo las quería y las cuidaba y no jugaba con ellas. Como ves mi relación duró harto tiempo con ella, hasta que el Señor se la llevó y me dejó otra vez viudo.

—¿Y cómo no te iba a dejar viudo si con dos mujeres tuviste dos hijos, casi en el mismo año, cuando ni siquiera habías cumplido los veintidós años de edad? ¿No ves el castigo divino? ¿Ibas a regar vástagos por todo el país?

—Yo estaba solo y tenía que arrejuntarme y amar a alguien porque en cualquier momento podían matarme. El amor era una manera de morirme con una sonrisa en la cara, por eso me robé a Petra Monarrez después de estarla cortejando pacientemente en el zaguán hasta que le puse casa en la quinta calle en el sector oriente del Campo Santo de la Regla. Si las viejas se negaban o los padres me rechazaban, pos ¿qué querías que hiciera sino robármelas? Esta Petrita era muy guapa, no conocía la timidez y tenía un cuerpo tentador, pero tentador de a de veritas, un cuero, todo un cuero.

—Estabas tan enamorado y tan encantado con Petrita que por eso te la raptaste y todo para que un año después te casaras, en Durango, con Dolores Delgado y de inmediato le hicieras también una niña, tu hija Felícitas. Raros amores los tuyos, ¿no?

—Pos así fue, carajo.

—¿Cómo creerte si en un par de años ya llevabas a María Isabel Campa, a Martina Torres, a Petrita y a Dolores Delgado y a todas les hacías chamacos? Ya, ya Pancho, acepta que dejaste a muchas mujeres lastimadas. Nunca fuiste serio con ellas.

—Bueno, pues yo, en su momento, créeme que las adoraba a todas y estaba dispuesto a dar lo que juera por ellas, pero ¿qué haces si cada día te encuentras a una más hermosa que la de ayer? Por otro lado, no daba con la hembra de mis sueños hasta que me topé con la mera mera: alta, altota, güera, güerota, simpaticota, tocaba la guitarra, de ojo verde rasgao, piel blanca, y entrona y graciosa como ninguna otra.

—La pura verdad —adujo la conciencia— Luz no era una belleza normal, se trataba de una mujer fuera de serie.

—Me impresionó tanto que tuve que acercarme a ella a través de su madre pa' confesarle mi amor. Yo solito no me atrevía ni a hablarle. ¿Te acuerdas de la cara de susto con la que se me acercó la primera vez?

—Claro!, si hasta le dijiste, me acuerdo muy bien: «mire muchachita, no me tenga miedo».

—Así jue, la escuincla me caló como ninguna otra, sólo que por aquel año de 1910 ya andaba pero bien juerte el movimiento revolucionario pa' derrocar a Porfirio Díaz, ya era hora, carajo, y por eso no me pude quedar con ella mucho tiempo ni mucho menos casarme en ese instante, como eran mis deseos. La Revolución era la Revolución.

—¿Y cómo no te iba a tener miedo la santa mujer si ya para entonces eras famoso por tus crímenes y tus asesinatos? ¿O crees que ella no había oído, como lo supo todo Durango y Chihuahua, cómo baleaste al juez que te pegó con el látigo, o del niño al que le rompiste la cabeza con una pala, o cómo mandaste pa'l otro mundo a Roque Castellanos, el novio de tu hermana? Todo se llega a saber como se supo cuando mataste al jefe de la escolta de los rurales, al igual que, a los diecisiete años, te echaste a tu amigo Francisco Benítez, a quien apuñalaste «después de jugar naipes bajo un árbol», o a Claro Reza, tu amigo, al que acribillaste «en la calle principal de Chihuahua en 1910». Piensa por favorcito en Rafael Reyes, un comprador de ganado al que remataste a balazos en 1902 al cruzar el río de Parral, por el barrio de las Tenerías. Te hiciste famoso por tus crímenes como el de El Corral Falso, cuando en 1896 mataste tres rurales que te perseguían, y más popular te hiciste todavía al acabar con la vida de un estadounidense, de su esposa y de la criada en los momentos en que estaban cenando en el comedor de la Hacienda la Estanzuela, sin olvidar cuando degollaste a unos vaqueros y mataste a otros dejándolos amarrados pa' que se murieran de frío, de hambre o de sed o pa' que se los comieran los lobos a medianoche. Acuérdate cuando en 1907 mataste a tu compadre, a tu propio compadre Juan, al que le vaciaste toda la pistola porque, según tú, había ido a denunciarte.

BOOK: Arrebatos Carnales
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