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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (35 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Nuestra vida apacible y tranquila terminó con el levantamiento armado de Pascual Orozco e12 de febrero de 1912. Pancho se puso a las órdenes de don Abraham González, gobernador del estado. Las instrucciones del centro no tardaron en llegar, así que mi marido fue puesto a disposición de Victoriano Huerta, grave error, porque de esta suerte los jefes maderistas, leales a la causa, tuvieron que someterse por primera vez a un militar de extracción porfirista o Previendo el malestar que esto producía en mi marido, el presidente Madero lo nombró general brigadier a pesar, muy a pesar, de la oposición que ostentó el Chacal de manera encubierta. Pancho honró su nuevo cargo cuando en Conejos obtuvieron una importante victoria, así como con los combates de Rellano que obligaron a Huerta a otorgarle un reconocimiento especial por sus méritos en campaña. Sin embargo, las relaciones entre Victoriano y mi marido, todos lo sabíamos, estaban tocadas de muerte.

Entre batalla y batalla, combate y combate, escaramuza y escaramuza, en Parral mi esposo encontró a Piedad Nevarez, hija de un próspero ganadero de Delicias, una mujer hermosa e inteligente, dedicada, entre otras actividades, a la interpretación de obras Clásicas de piano. El amor resultó tan intenso que, según supe más tarde, al siguiente día de conocerse un cura los casó a la una y media de la madrugada, con lo que la bella Piedad se convirtió en otra de las esposas de mi amado Centauro. Las diarias serenatas cantadas al pie de la ventana fueron tan sonoras que llegaron a arrancarme de mis sueños, que pronto se convirtieron en realidad, puesto que finalmente nació nuestra hija, hecha carne del milagro de nuestro amor, cuando precisamente su padre se encontraba en Parral contrayendo nupcias a mis espaldas. Los enemigos de mi marido publicaron de inmediato anuncios en los periódicos que hacían saber mi muerte durante el alumbramiento, para provocar el regreso inmediato de Pancho de su nuevo nido de amor. En realidad se trataba de una celada para masacrarlo a balazos tan pronto apareciera en la Quinta Luz, sólo que los lecheros, carboneros y leñeros que llegaban a mi casa, fanáticos villistas, defensores de ese hombre gigantesco dedicado a repartir la riqueza de los ricos entre los pobres, le hicieron saber a Pancho la realidad: la niña, Luz Elena, nuestra querida hija recién nacida, y yo, nos encontrábamos perfectamente bien y no era necesaria su presencia porque lo matarían a la primera oportunidad. Para Villa el comunicado resultó una perfecta invitación a continuar con el romance...

Como mi marido no estaba dispuesto a seguir bajo el mando de Huerta, le hizo llegar un telegrama en el que le comentaba su decisión de abandonar la División del Norte. Huerta ordenó el fusilamiento inmediato de Villa y sus hombres, acusados de insubordinación. En realidad su único objetivo consistía en acabar a como diera lugar con otro maderista y facilitar así su acceso al Castillo de Chapultepec. Entre menos maderistas más posibilidades tendría de alcanzar el éxito al derrocar al primer presidente demócrata del siglo XX. Al ser aprehendido y colocado de espaldas al paredón, Villa nunca reconoció que hubiera llorado y mucho menos que se hubiera arrodillado ante el Chacal. Puras mentiras, según dijo el Centauro del Norte, en las que sólo él y su conciencia tendrían alguna injerencia. El propio Henry Lane Wilson, embajador de los Estados Unidos, le exigió a Madero el inmediato fusilamiento de Villa. Que lo arrestara, que lo sometiera a un consejo de guerra y lo pasara por las armas, so pena de provocar otra intervención militar norteamericana en México si Villa no era sacrificado de inmediato. La sentencia que ordenaba su ejecución fue conmutada por una de prisión en la penitenciaría militar de la ciudad de México. Mi marido permaneció seis meses en la cárcel sin recibir la ayuda de Madero, hasta que el presidente facilitó su fuga el 26 de diciembre de 1912.

Qué lejos estábamos de imaginar que cuando estábamos reiniciando nuestra vida matrimonial y empezábamos a colocar piedra sobre piedra para construir nuestro futuro, éste se nubló violentamente por el asesinato del presidente Madero y del vicepresidente Pino Suárez, magnicidio que haría estallar a todo México por los aires como si se tratara de un polvorín. Todo se convertiría en astillas. Nuestro idilio se canceló drásticamente con el estallido de la Revolución. La vida de todos los mexicanos se hizo polvo. La destrucción fue masiva, terrible, intensa, dolorosa. Se enlutaron millones de hogares en los que aparecían crespones negros, además de las familias ensangrentadas que contemplaron con horror el regreso de sus padres, hijos y hermanos mutilados. Todo se destruyó junto con nuestra esperanza de tener un México mejor cuando desapareciera Porfirio Díaz y esta esperanza se asfixiaba en la sangre de todos nosotros. Desde luego, Pancho se sumó a las tropas carrancistas creadas para aplastar al Chacal y expulsarlo del país por la misma ruta de su colega, el anterior tirano. Volvería a intervenir exitosamente en el diseño del México del futuro.

En pleno movimiento armado, al llegar al pueblo de Satevo, a mi esposo le informaron de la existencia de Aurelia Montes, con quien supuestamente había tenido otro hijo. Por supuesto que él la había conocido cuando todavía se presentaba como Doroteo Arango. La había acechado en la sierra, la había espiado en los bajaderos del río, muchas veces la había ayudado a cargar el cántaro lleno de agua, mientras no dejaba de lanzarle piropos e insinuaciones para hacerla suya. Las persecuciones de que fue objeto le impidieron relacionarse o tal vez hasta casarse con Aurelia, pues tuvo que huir, acostumbrado como estaba a hacerlo, para volvérsela a encontrar ya como madre de un hijo que el pueblo entero se lo adjudicaba a él. ¡Una calumnia!

—No es mío —le dijo el Centauro a la bella doncella después de algunos años, tú y yo nunca tuvimos nada que ver, salvo unas ganas inmensas de darnos de besos hasta desmayarnos, pero ni a eso llegamos, no tuvimos tiempo. Entonces, ¿de quién es el malvao chamaco?

—No quiero que hagas nada, Pancho, pero es el del cura del pueblo. Te lo prometo, tú eres completamente inocente.

—¿Del cura del pueblo? ¡Ah, cabrón!

—Sí, Pancho, sólo que él siempre se ha negado a reconocerlo porque sabe lo que le pasaría si el pueblo llegara a saber de la violación de su voto de castidad.

—¿Cuál voto de castidad? A los curas les vale madres el voto de castidad y el de pobreza. ¿Y cómo te convenció?

—Por bruta.

—Eso ya lo sé. Ahora dime, ¿cómo te convenció?

—Pues yo tenía a mi novio, Federico, el panadero, con quien tú sabes que hacíamos lo que todas las parejas hacen. Nos besábamos y nos acariciábamos tan pronto la oportunidad lo permitía.

—¿Y entóns?

—Pues un día en la confesión le dije al cura que mi novio y yo nos habíamos propasado y él dijo que para purificarme tendría que desnudarme para que me tocara con la santa cruz todas aquellas partes de mi cuerpo que había acariciado mi novio.

—¿Y tú te dejaste?

—Pues sí

—Pues sí que eres bruta, re bruta

—¿Y qué pasó?

—Pues que entre purificada y purificada, haciendo buches con agua bendita y tirándomela por todo el cuerpo, de repente se montó sobre mí y el resto ya te lo puedes imaginar, pues me embarazó.

—¿Y el cura sigue aquí, en el pueblo?

—Por supuesto, se la pasa quitado de la pena haciéndole a otras muchachas lo mismo que a mí, después de amenazarlas con mandarlas al infierno si alguna de ellas llega a denunciarlo. Vivimos en el pánico.

Al día siguiente, el día de la verbena de la virgen de los Remedios, cuando todo el pueblo festejaba en el atrio de la parroquia y el cura ya soñaba con el momento de contar el dinero depositado en las urnas como agradecimiento a la Santa Patrona, se acercó el general Francisco Villa, montando a caballo, hasta dar con la figura del joven sacerdote, que de entrada lo recibió con una bendición.

—Vete con tu bendición a la chingada, maldito degenerado. Tú eres el único padre del hijo de Aurelia y en ningún caso lo soy yo, porque siempre he tenido el valor civil de reconocer mis responsabilidades.

La muchedumbre, curiosa y morbosa, rodeó de inmediato al jinete y comprobó cómo el cura palidecía y temblaba por instantes. Las comadres murmuraban tapándose los labios con los rebozos en tanto decían que el niño era el mismísimo retrato del Anticristo, las mismas facciones de Doroteo Arango, criminal de criminales, ladrón de ladrones y violador de violadores. Ahí mismo supo Villa que el niño de Aurelia había muerto antes de cumplir el año, pero dicha razón de ninguna manera liberaba de responsabilidad al representante de Dios, quien, con independencia del Juicio Final, tendría que hacer frente a sus culpas aquí en la Tierra, antes de emprender el viaje sin retorno.

—Le juro, mi general, que yo no fui, nunca fui el padre de la criatura.

—Entonces estás jurando en falso en el nombre de Dios y sólo por esa razón te voy a mandar a su lado en este chinga o momento —agregó mientras desenfundaba la pistola, un revólver americano Smith & Wesson, para luego apuntarla a la cabeza del sacerdote, quien cayó de rodillas envuelto en lágrimas—o A mí no me impresiona que te pongas a llorar como una nena: tienes dos minutos de vida antes de que te vuele la cabeza a balazos. ¿Juiste o no el padre del niño? —preguntó jalando el percutor de la pistola.

Las mujeres se arrodillaron implorando. Los hombres tenían los ojos húmedos.

—Di ante tu gente y jura ante Cristo la verdad. Salva la honra de esta mujer. Por última vez: ¿quién jue el padre del hijo de Aurelia Montes?

Las voces eran inconfundibles. Las mochas decían y repetían: que lo maten, señor cura, que lo maten, al fin y al cabo Dios todo lo sabe y lo perdona. En un momento más estará usted a su lado y ahí se quedará por toda la eternidad. Usted es inocente y el Señor no lo ignora.

—¿Entóns? A la una, a las dos y a las...

—Sí, mi general, yo soy el único culpable, yo soy el padre de la criatura. Perdóneme, perdónenme, perdóname Señor —reventó el cura cayendo de hinojos. Suplicaba y se persignaba insistentemente de rodillas mientras besaba la cruz pectoral que había utilizado en tantas tropelías.

—No cabroncete, no es así de fácil, tienes que casarte ahorita con la chamaca.

—Pero si soy sacerdote, imposible casarme.

—Eso lo hubieras pensado antes, chulito. Quiero que venga ahorita mismo otro curita para que los case y le devolvamos su honor a Aurelita. Si no estás de acuerdo, con un simple jalón de mi gatillo te vas pa'l otro lado y no precisamente a Estados Unidos.

Entóns, ¿te casas o qué? No veo por qué te dan tanto miedo las balas, si como dicen estas mochas, te vas a ir al cielo y ahí vas a estar mucho mejor que aquí. ¿Por qué le sacas tanto ... ?

—Me caso mi general, claro que me caso, prefiero muchas veces estar todavía aquí en la vida que en la eternidad.

El pueblo murmuraba y blasfemaba. Unos pensaron en quemarlo en leña verde, sin embargo, como siempre, no ocurrió nada. El malestar se acabó después de un par de comentarios sopeados con conchas de vainilla remojadas en chocolate caliente. Al final de la ceremonia religiosa, Villa se acercó al sacerdote recién convertido en marido para decirle al oído:

—¿Si tú jueras Dios a dónde mandabas al cura de Satevo, al paraíso o al infierno? ¿O crees que porque te casaste con Aurelita ya estás libre de toda culpa? Yo tengo el presentimiento de que te vas a pasar una larga temporada con Lucifer porque te aprovechaste s de tu autoridá espiritual pa' tirarte a la chamaca. El castigo va a ser canijo, te lo aseguro, pequeño diablito. La próxima que hagas de las tuyas, en lugar de que oigas mi voz, escucharás la de mi pistola, jijo de tu pelona. Mañana tempranito te casarás por el civil: yo traigo al juez pa' que no me hagas una fregadera... Si no te maté en esta ocasión es porque no quería dejar viuda a Aurelita.

Pero había más, muchas más anécdotas para reflejar la personalidad de mi querido Centauro del Norte:

En una ocasión, durante los combates contra los orozquistas, tomaron un reducido grupo de prisioneros que fueron conducidos ante la presencia de mi marido. Entre ellos destacaba alguno que había sido su amigo y que nos había acompañado muchas veces a la mesa en nuestra casa. Al reconocerlo, esposado como se encontraba, Pancho, sorprendido, le reclamó su deslealtad, a lo que el otro repuso:

—«Ya sé que me va a mandar fusilar, pero sí le digo, que si cien vidas tuviera, las mismas emplearía en pelear contra usted...»

Villa se quedó petrificado. Jamás se imaginó semejante respuesta. Después de retirarle la mirada, se dirigió a uno de sus soldados para ordenar a voz en cuello:

—«Lleve a este señor con el jefe de armas y dígale que le entregue las armas que le fueron recogidas al hacerlo prisionero...»

Girando en dirección del cautivo le disparó en pleno rostro las siguientes palabras:

—«Usted puede irse al campo enemigo para que siga peleando en contra mía. Así me gustan los hombres.»

A continuación le extendió la mano, señalándole la salida que e! ex prisionero, agradecido, tomó sin voltear siquiera para atrás.

En otra ocasión arrestaron a un músico confundido que caminaba a la deriva. Cuando Villa se dio cuenta de que el hombre pertenecía al enemigo, ordenó que lo colgaran sin más por espía. Al tratar de ejecutar la sentencia, una vez firmemente sujeto el dogal alrededor del cuello, le asestaron un sonoro fuetazo al caballo sobre e! que el prisionero estaba parado; para sorpresa de todos, se reventó la reata, por lo que el músico cayó al piso lastimándose un tobillo. Buscaron un mecate más resistente para repetir la ejecución. Esta vez se rompió la rama de! árbol y el triste preso se fracturó una rodilla. En el tercer intento resistieron tanto la rama como la soga. Cuando transcurrido cierto tiempo lo descolgaron, la pobre víctima empezó a mover los labios y e! cuello en tanto giraba lentamente la cabeza de un lado al otro. Respiraba. Fierro pidió instrucciones para rematarlo. Villa lo impidió. «Quien por tres veces se salva, tiene derecho a la vida.»

Y finalmente, en otra coyuntura de la historia, Villa fue informado de la aprehensión de un huertista que intentaba espiar en su cuartel general. El fusilamiento era inminente. De pronto pasó el escuadrón flanqueando al reo rumbo al paredón. Cuál no sería la sorpresa de Villa cuando de repente se desprendió del reducido grupo de verdugos un niño de cinco O seis años de edad, para darle un puntapié con todas sus fuerzas precisamente en la pierna que tenía herida...

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