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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (39 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Por supuesto que ni carrancistas ni mucho menos los norteamericanos darían jamás con mi general Villa. Nunca lo encontrarían. ¿Cómo traicionar a uno de los nuestros? No importaba que Villa hubiera resultado herido en la pierna derecha, debajo de la rodilla. La bala le había quedado incrustada en el hueso. Un curandero yaqui le había chupado la sangre para, decía, sacarle la ponzoña. Lo cuidarían entre todos y verían la manera de proporcionarle un servicio médico con algún doctor de confianza. En esa coyuntura se encontraba Pancho Villa, cuando su gente logró interceptar un mensaje enviado por Carranza:

«Precise usted en dónde está Francisco Villa.»

Presa de dolores insoportables, Francisco Villa redactó la respuesta a Carranza:

«Señor, tengo el honor de comunicarle que Francisco Villa está en todas partes y en ninguna.»

Las carcajadas no se hicieron esperar.

En junio de 1916, el presidente Wilson manifestó a su secretario Tumulty: «Algún día el pueblo de América sabrá por qué he vacilado en intervenir en México. No lo puedo decir ahora porque estamos en paz con la gran potencia, cuya venenosa propaganda es, al presente, responsable de la tremenda situación de los sucesos en México».

La expedición Pershing abandonó México el 6 de febrero de 1917, un día después de la promulgación de la Constitución, a casi un año de haber iniciado la nueva intervención armada yanqui en territorio nacional. Para la sorpresa de propios y extraños, los norteamericanos pusieron como condición previa para el retiro de sus tropas que se les extendiera una garantía en el sentido de que sus propiedades, fundamentalmente las petroleras, no serían objeto de posibles «medidas confiscatorias». ¿Y Villa? ¿No habían organizado la expedición punitiva para: atrapar y fusilar a mi general? ¿Qué tenía que ver el petróleo y sus inversiones en México con la desocupación? Sin embargo, tuvieron que retirarse por donde vinieron y con las manos vacías, porque Inglaterra y Francia estaban a punto de sucumbir ante la ferocidad de los ataques alemanes y Pershing, llegado el caso, sería un militar de alto rango imprescindible en el evento, cada vez más cercano, de que Estados Unidos se involucrara en el conflicto europeo, convirtiéndolo en una conflagración mundial.

Sólo que el káiser no cedía. Había fracasado con Huerta y con Villa en su intento de provocar un enfrentamiento militar entre México y Estados Unidos. «Tengo que distraer a las fuerzas del Tío Sam ocupándolas en matar indios mexicanos, en lo que acabo con Inglaterra y Francia para que, acto seguido? ya dueño de Europa pueda entenderme con los ejércitos yanquis, los que una vez vencidos por la armada alemana, me harán el amo del mundo.» Esta vez no fallaría. Se dirigiría directamente a Carranza. Lo invitaría por medio de un telegrama, el Telegrama Zimmermann, a suscribir un pacto entre Alemania, Japón y México, para declararle la guerra a Estados Unidos. Como sin duda este último país sería derrotado, el Imperio del Sol Naciente se quedaría con el estado de California y el Canal de Panamá, mientras que México recuperaría Tejas, con jota, y Nuevo México y Arizona, los territorios que le habían sido arrebatados por los norteamericanos en el siglo pasado. ¿Resultado? El telegrama fue interceptado por los ingleses, quienes le enviaron el texto, desencriptado y descifrado, al propio presidente de los Estados Unidos. Wilson, después de asestar un golpe en la mesa de su escritorio del salón oval, ordenó su inmediata publicación en todos los diarios de la Unión. Estados Unidos entró en la guerra europea en abril de 1917 en contra de todos los deseos de Alemania. México se había convertido en el detonador de la Primera Guerra Mundial.

—¿Y entonces huiste y te escondiste desde marzo de 1916, después de Columbus, hasta que el presidente Adolfo de la Huerta te regaló El Canutillo a finales de 1920?

—Bueno, no me escondí, sino que seguí distribuyendo riqueza entre los pobres en el norte del país.

—Por distribución de riqueza debemos de entender que seguiste robando y asaltando a quien se atravesara en tu camino, ¿no...?

—No seas tan severa, ¿qué iba yo a hacer sin ejército, sin mis dorados, sin nada de lana y, además, perseguido, con una recompensa por mi cabeza y con la posibilidá de que cualquier matón me atrapara y jusilara cumpliendo el decretito de Carranza?

—¿Robar y matar? Acuérdate cuando fusilaste a casi ochenta carrancistas que estaban en la Hacienda de Santa Ana, propiedad de William Randolph Hearst, el periodista americano. Y por supuesto no olvides el asesinato del dueño de la hacienda de Cieneguita ni el de Agustín Ruiz en el pueblo de Satevó, ni cuando le prendiste fuego a la abuela de tu víctima, con los que consolidaste «la leyenda negra del villismo». Ahí está también el exterminio a balazos de las soldaderas de Camargo, el asesinato de Tomás Ornelas, a quien mataste de dos tiros, y el de toda la familia Herrera en un panteón, sin olvidar el de don Fiacro C. Celis, el de don Catarino Smith y el don Prisciliano Sauceda.

Villa sonreía en silencio.

—Ríe, ríe, sinvergüenza, la historia te hará justicia, salvo que pienses que el asesinato de la: familia González no tiene la menor trascendencia. Mataste y violaste a cuatro mujeres indefensas.

—Yo ayudaba con dinero a la señora González y ella estaba con los carrancistas. ¿Qué esperaba?

—Que no violaras a sus hijas y mucho menos que las mataras, tal vez bastaba con una reprimenda y un par de mentadas de madre, pero no matarlas; además, eran mujeres, no seas cobarde. —Estaban abusando de mí, al igual que el general Delgado, quien trataba de huir a los Estados Unidos con un saco de dinero mío en su coche.

—¿Y lo mataste?

—¿Y qué otra cosa se merecía un bandido así?

—¿Te imaginas que un escritor de novelas históricas un día saque a la luz la serie de asesinatos públicos y secretos que cometiste? —Si llegara yo a estar vivo, ¡te juro que me lo quebro!

—Sí, sí, tú a todos te quiebras, ¿pero por qué mejor no te acuerdas cómo te quebraste tú mismo con el famoso muchachito Galván? Ése sí que fue un merecido castigo que te impuso la vida.

Villa contrajo el rostro como nunca. El golpe de la conciencia había sido certero. ¡Cuánto dolor agónico había padecido en aquella ocasión!

El Centauro recordó cómo un joven llamado Francisco Galván había resultado mortalmente herido durante el asalto a Columbus. Su rostro amarillento y demacrado anunciaba un desenlace fatal por la enorme pérdida de sangre. Villa ordenó que lo atendieran lo mejor posible, junto con otros dorados lastimados a raíz del ataque. «Le lavaron la herida en el agua del río, le taponaron la entrada y la salida de la bala con gasa empapada en yodo, que lo hizo estremecerse con la terrible quemadura del metaloide, le vendaron la herida y le dieron a beber un poco de vinagre y algo de alcohol, para reanimarlo.»

—Baje un momento, mi jefe... Ya me quebraron para siempre, y quiero darle una cosa que me dio mi madre —suplicó el herido de muerte.

Villa se bajó del caballo, se acercó al herido, lo levantó de la cabeza con el brazo izquierdo y le dijo:

—No te acobardes, hombre, eres todavía muy muchacho para que te mueras.

—No, mi jefe, esto se va acabar; pero mire, mi general, sáqueme de debajo de la camisa un papel que me dio mi madre, cuando le llevé la
alazana
que usted me dio para ella.

Villa le buscó debajo de la camisa y sacó un pedazo de periódico mojado en parte, por la sangre, en donde estaba retratado Villa, en sus días de gloria cuando era jefe de la División del Norte. Arriba del retrato decía, escrito con tinta un tanto cuanto borrosa y con letra de garabato, que descifraron los que en torno de Villa se habían bajado también del caballo, lo siguiente:

—Hijo mío, conserva este retrato, es el de tu padre...

—¿Quién es, quién es tu madre. Francisco?

—Dolores Galván, de Satevó... mi general.

Fue lo último que dijo: «dobló la cabeza sobre el pecho, cerrando para siempre los ojos. Villa, que aún lo sostenía con el brazo izquierdo, se inclinó hasta besarle la frente y unas cuantas lágrimas cayeron sobre el rostro del muerto; el guerrillero lloraba...»

El llanto desapareció de su rostro cuando le recordé la matanza de chinos que él mismo había ejecutado en Parral, en 1916.

—Mejor, en lugar de recordar a los miserables chinos, hablemos de Austreberta, una gallinita de tan sólo dieciséis años, a quien conocí a finales de este espantoso 1916.

La vida continuaba...

Sin esperar respuesta alguna, contó cómo l~ había escondido en Parral para gozarla hasta el delirio, pero había tenido que abandonarla porque el general Murguía seguía sus pasos de cerca y lo podían
venadear
en cualquier momento.

—¿Y Soledad Seáñez?

—¡Ah!, a ella la conocí en 1917, en Villa Matamoros, Chihuahua, cuando estaba herido de la pierna. Mira —repuso el Centauro, animado repentinamente—: Hay viejas que sacan lo mejor de ti y otras, lo peor, Chole era siempre de las primeras. Siempre tenía en la boca la palabra que yo necesitaba. Era alegre, dicharachera, simpática, de 23 años, maestra de escuela y costurera en la fábrica de Talamantes. La ceremonia religiosa se realizó el17 de abril de 1919 ante un cura que decía que no podía poner velaciones porque era Semana Santa. Yo lo obligué a que pusiera aunque fuera una velita, con el perdón del Señor... La luna de miel la pasamos en Parral y, ¡claro que nos casamos también por el civil, no faltaba más...! Nunca olvidaré cómo tenía que disfrazarme de vendedor de aguas frescas, pa' que no echaran el guante los carrancistas. Me conseguían poemas pa' llevárselos a la chamaca. Nuestro hijo Toña nació en El Paso, Texas, en abril de 1920. Otro chamaco, ¿qué tal?

—¿Te divertías, verdad?

—Claro, imagínate cuando una mujer caminaba por una plaza de Chihuahua y me maldecía porque su esposo, el coronel Martínez, había sido asesinado. Al traérmela uno de mis ayudantes, no tuvo otra cosa que decirme que yo no era un revolucionario, sino un matón.

»Me quedé asombrado hasta que el general Fierro me dijo que el marido de esa señora no había sido fusilado, sino que se encontraba preso en un cuartel.

»Francamente encabronado, le ordené a Fierro que pa' que esos lamentos y llantos no jueran inútiles, jusilara al interfeto. Entonces sí la futura viuda tendría razones de sobra pa' llorar... y así se hizo. El tal coronel nunca supo ni por qué había perdido...»

—Y como ésa tendrás varias, ¿no Pancho...?

—Por supuesto, échate ésta: un día, al tomar un pueblo, nos encontramos a un curita cuando ya toda la gente se había ido. Le pedí que nos diera una misa, y a las primeras de cambio me di cuenta de que ese señor tenía de sacerdote lo que yo de indio Jerónimo, por lo que pedí que lo jusilaran de inmediato por farsante.

»El tal sujeto me dijo la verdá cuando ya se lo llevaban a una tras tienda pa' partirle toda su madre.

»—Mi general —me dijo aterrorizado —yo no soy cura, es verdad... Lo confieso.

»—Entóns, ¿qué carajas eres? »—Soy pianista.

»—¿Pianista? Mírame bien, cabroncete, si resulta que me tomas el pelo otra vez, aquí mismo te meto un par de balazos.

»—Se lo juro.

»Al ratito ya me traían el piano de una hacienda cercana, mientras que yo le ordenaba que me tocara
Las tres pelonas
, de un autor alemán o algo por el estilo. Era la única pieza que me sabía o que se me ocurrió.

»—Si no te la sabes, te mueres, aunque te sepas otras. Órale, musiquito —le dije, llevándome la mano derecha a la funda de mi pistola.»

—¿Y se la sabía?

—Que si se la sabía... Tan se la sabía que la tocó durante toda la comida y la tarde. Yo le pedí a mi general Fierro que se pusiera a su lado apuntándole con una pistola y que cuando acabara de tocar, lo matara.

—¿Y lo mataron?

—No, porque se meó de miedo el pobre diablo y a mi general

Fierro le ganó la risa y ya lo perdonamos...

—Total que la diversión no faltaba.

—La máxima fiesta la organizamos cuando supimos que habían asesinado a Carranza, el asesino de Zapata, en Veracruz. Ésa sí que fue una buena noticia y yo, que no bebo porque soy abstemio, me eché unos buenos tragos de tequila que me quemaron todo el gañote... Él creyó que con su decretito ese pa' que me mataran donde me encontraran, acabaría conmigo, y mira nada más quién se peló primero.

—Bueno, bien, pero ya sin el Barbas de Chivo, como tú le decías, ya no tenías enemigos enfrente y ahora sí que podrías dedicarte en paz a lo que te gustaba. Porque antes te perseguían los hacendados o los rurales de Díaz o la policía o los huertistas o los carrancistas o los gringos con su tal Pershing o los deudos de algunas de tus víctimas o alguna mujer resentida; la verdad es que desde niño viviste perseguido.

—Esa jue la verdá hasta que me encontré con Pito de la Huerta, el presidente De la Huerta, el mismo que concluyó el gobierno de Carranza. Pos ese señor fue el que tranquilizó al país. Él y no otro nos hubiera convenido como presidente por muchos años, un hombre con quien se podía hablar y sólo deseaba el bien de la patria.

—Él te dio El Canutillo para que te dedicaras a la labranza y te salieras de guerrillero y matón, ¿verdad?

—Me devolvió El Canutillo, no me lo dio, ya era mío.

—Ya era tuyo porque se lo habías robado al antiguo dueño, a quien también asesinaste con un tiro en la cabeza porque se negó a vendértelo.

—¿Por qué la conciencia ha de saberlo todo? ¡Carajo!

—Para que te conduzcas por el terreno de la ética, de la ley y de la moral. Si no existiera un juez de tus actos, el mundo sería mucho peor.

—El caso es que regresé a El Canutillo sin ganas de volver a hablar de política ni oír de ella. Luz salió de San Antonio en septiembre de 1920 con destino a mi nueva hacienda, ahora sí, legalita, ya mía, sin imaginar lo que se encontraría...

—¿Y qué se encontró la pobre mujer, la que verdaderamente te quiso y te aguantó de todas, todas?

Sin responder, Villa aclaró que El Canutillo estaba completamente en ruinas, pero que la primera habitación que había arreglado era la de Soledad Seáñez, para que la usara junto con su hijo. No había 'más que el puro templo con techo, lo demás eran tapias y destechado. El lugar estaba repleto de víboras.

—¿Y Luz?, ¿dónde se quedaría Luz, tu primera y única esposa de cara a la ley?

—Ahorita te cuento, porque no sólo jue Luz, mi Lucecita, mi güera de oro... En El Canutillo cabía todo tipo de gente que me había sido fiel, ahí tendrían comodidades que de otra manera difícilmente hubieran obtenido. Nos convertimos en un pequeño pueblo, con su propia forma de gobierno y de organización. Teníamos electricidad, correo, telégrafo, médico, escuela, carpintería, talabartería, zapatería, sastrería, molino, tienda, comida, tortillas, frijoles, carne, agua y techo pa' todos, una maravilla de organización en la que nadie ganaba ni un peso a costa de los demás. No existía elluero, se intentaba alcanzar el bienestar de todos. Llegamos a vivir ahí trescientas personas que producíamos trigo, frijol y maíz pa' nosotros mismos y pa' venderlo sin que nadie se aprovechara de nadien. De pronto ya era yo agricultor, ganadero, ingeniero, mecánico, carpintero, herrero, y hasta albañil y electricista. Con decirte que hasta llegamos a tener biblioteca con libros de aventuras de Salgari, diccionarios y obras diversas.

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