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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (55 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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¿Deseaba yo comunicarme con la monja poetisa? Por carta y a través de un lacayo de toda mi confianza. He aquí la evidencia:

El paje os dirá, discreto,

cómo, luego que leí,

vuestro secreto rompí

por no romper el secreto.

y aun hice más, os prometo:

los fragmentos, sin desdén,

del papel, tragué también;

que secretos que venero,

aun en pedazos no quiero,

que fuera del pecho estén.

¿Deseaba verla? Forzosamente debería dirigirme al convento para hablar con ella en el locutorio, rodeadas de hermanas de la orden dispuestas a atenderme en todo aquello que se me ofreciera, no en balde yo era la virreina. ¿Me proponía hablar con ella sin que nadie me escuchara? Acercábamos nuestras sillas de palo para estar fuera del alcance de los oídos y de los espías en busca de la menor señal delatadora de lo que fuera. ¿Que buscaba más intimidad de modo que ni mis damas de compañía ni las monjas nos vieran siquiera? Entonces en uso y abuso de mi autoridad nos encerrábamos en la celda de dos pisos que Sor Juana había pagado para gozar de total soledad. Cuando yo llegué a la Nueva España, Sor Juana ya llevaba enclaustrada once años. Una especie de asfixia repentina me impedía respirar de tan sólo comparar mi vida con la suya...

Las quejas por mis ausencias empezaron a ser más frecuentes. Su posición era más compleja que la mía. Yo podía visitarla, ella debía esperar mi llamado para asistir al locutorio mientras, encerrada en su celda, creía escuchar la ansiada voz de la hermana que solicitaba su presencia de inmediato puesto que deseaba verla nada menos que la condesa de Paredes, virreina de la Nueva España. El
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, escrito en la época de cuaresma durante la cual se suspendían las visitas a los conventos, la definía a ella en cuerpo y alma:

...pobre de mí,

que ha tanto que no te veo,

que tengo de tu carencia,

cuaresmados los deseos,

la voluntad traspasada,

ayuno el entendimiento,

mano sobre mano el gusto

y los ojos sin objeto.

De veras, mi dulce amor;

cierto que no lo encarezco:

que sin ti, hasta mis discursos

parece que son ajenos.

En esas ocasiones, en entrevistas al principio efímeras, o a través de correspondencia privada, empecé a conocer los detalles de la vida de Sor Juana. Ella me contó que poco o nada sabía de su padre, un tal Pedro Manuel de Asbaje y Vargas Machuca, tal vez un caballero vizcaíno, es más, ni siquiera estaba segura de la ortografía de su apellido: Asbaje, Ascaje o Azuaje... A saber... Lo odió, más aún cuando corría el rumor de que bien podría haberse tratado de un fraile, dado que en aquella época no eran de extrañar ni de sorprender las relaciones sexuales, que no amorosas, con solteras o casadas. Si Juana Inés mató a su padre en su imaginación, lo despreció y lo escupió en sueños, no así dejó de querer a su madre hasta el último minuto de su existencia. Su inclinación por las mujeres se hizo con el tiempo más evidente. Eran para ella la parte débil de la sociedad, la excluida, la despreciada, la disminuida, la que era necesario rescatar, aquilatar y proteger. Ella no correría la misma suerte que la autora de sus días, procreando tres hijos con un hombre y otros tres con otro. No estaba para pasar la vida amamantando críos, limpiando excrementos ni orines ni para acabarse las manos tallando la ropa contra las piedras de los ríos ni perder la vida atrás de un fogón confeccionando tres veces al día la comida para la familia ni para soportar, tal vez, golpes de un marido borracho ni para ser prácticamente ultrajada cada noche para, acto seguido, ser arrojada como la cáscara vacía de una fruta a un lado del petate después de que la bestia, el animal salvaje, se saciara en el interior de sus entrañas. No, ella no era el objeto de nadie ni aceptaba el papel que le imponía la sociedad a las de su sexo, menos aún cuando había descubierto muy tempranamente, a los tres años, una herramienta mágica de evolución y de progreso, la cual guardaría como un tesoro para siempre: la lectura.

Los libros le abrirían múltiples horizontes, le revelarían nuevos caminos, opciones y alternativas. El mundo era un gran escaparate a través del cual era posible conocer parajes desconocidos, vivir sorpresas, fenómenos naturales, duendes, tesoros, brujas, sabios, historias y filósofos. Echaría cubetadas de luz en su futuro. No caminaría a ciegas. El pensamiento de quienes le habían precedido en la vida iluminaría hasta el último de sus días. Sin embargo, le estaba prohibida la ilustración. Ella no era la primera mujer que se enfrentaba a esa terrible realidad. ¿Qué habían hecho otras para no perecer presas de los hombres? ¿Amamantar? ¡No! ¿Ser golpeadas? ¡No! ¿Ser ultrajadas? ¡No! ¿Limpiar excrementos? ¡No! ¿Descubrir que su marido les era infiel y tenía hijos con otras mujeres? ¡No! ¿Pasar la vida en las tinieblas sin saber a qué habían venido? ¡No! ¿De qué se trataba esto de la existencia, cómo aprovechar su estancia temporal en la Tierra? ¿Jugar con las palabras recurriendo a dobles sentidos de tal manera que siempre pudiera dejarse abierta una puerta, una salida airosa ante los morbosos incapaces de tener buenos y saludables pensamientos? ¡Sí, claro que sí! ¿La poesía sería el vehículo que le permitiría incursionar en todos los caminos, alcanzar cualquier horizonte, dibujar los sentimientos, las pasiones y los desengaños? ¡Sí, por supuesto! Las palabras eran perlas con las que podría hacer collares, ladrillos con los que construiría castillos, lodo con el que fabricaría personas. La poesía también sería una máscara, tras de la cual escondería sus verdaderas intenciones. ¿Por qué no pensar en Francisco de Quevedo, un poeta genial? Él era el ejemplo a seguir. Bastaba con recordar la anécdota aquella de cuando los caballeros de la corte habían apostado a que nadie se atrevía a decirle a Su Majestad, la reina de España, que era coja y él, Quevedo, por medio de un poema virtuoso se lo enrostró: «Entre el clavel y la rosa, Su Majestad escoja...»

Sor Juana podría expresarse a plenitud sin dejarse sorprender ni acusar por cualquier prelado de la Inquisición. Copiaría al gran maestro. Todo se puede decir sabiéndolo decir. ¿Que la vida es un juego? A ver quién me atrapa. Tendría toda la razón don Pedro Calderón de la Barca, otro poeta inmortal que la había cimbra do y conmovido:

¿Qué es la vida? Un frenesí.

¿Qué es la vida? Una ficción,

una sombra, una ilusión,

y el mayor bien es pequeño.

¡Que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son!

Ella buscaba hacerse de conocimientos antes de pensar en el convento. Siendo una moza decidió cortarse el pelo y disfrazarse como hombre para ingresar a la universidad. Su madre, Isabel, lo reprobó. Tarde o temprano sería descubierta y podría enfrentar castigos draconianos por haber engañado y mentido, como si los curas no engañaran ni mintieran... La opción universitaria estaba cancelada. La evolución intelectual era un privilegio de los varones. ¿Casarse? ¡Ni hablar! ¿Vivir como cortesana al servicio de los virreyes? ¡Imposible, más aún cuando en los arzobispos podía concurrir la autoridad política y civil, además de la espiritual! Tarde o temprano sería mutilada intelectualmente, suprimida y reprimida. Las alternativas se agotaban. Las mujeres deben callar. ¿Dónde estudiar? ¿En la granja materna ordeñando vacas y recogiendo huevos? ¡Obviamente, no! ¿Trabajar en el gobierno? Nadie la aceptaría en razón de su sexo, además de que sería muy mal visto por la sociedad. ¿Bordar trabajos externos, ganarse la vida remendando o colocándose como criada en cualquier casa de la gente acomodada? ¿Y Bernardo de Balbuena o Francisco Cervantes de Salazar? ¿Abandonar a dichos autores lavando ropa de cama o planchándola? Necesitaba un empleo, una actividad que le permitiera vivir con dignidad, aislada del mundanal ruido, dedicada a las letras, a construir universos desconocidos dentro o fuera de ella y apartada, por todo y sobre todo, del alcance y de las insinuaciones libidinosas de los hombres. Un asco, los hombres son un asco, nos acusan de lo que ellos mismos causan y cuando han alcanzado sus objetivos despreciables nos desechan después de haber extraído todo el jugo a la fruta... ¡Miserables! Lo único que los mueve es el dinero, la carne y el poder. Asco, asco, son un asco... ¿Por qué reducirme a bordar, a planchar, a cocinar y aprender catecismo? ¿Porque la lectura de trabajos científicos o filosóficos me puede convertir en un monstruo de vicio? No en balde o porque sí había compuesto a los ocho años de edad su primera loa al Santísimo Sacramento para la fiesta de Corpus, que los frailes dominicos premiaron con un libro. ¿No era claro su talento precoz, su mentalidad inquisitiva y su sorprendente inteligencia? Estaba condenada a la incomprensión, vivía incomprendida, existiría incomprendida y moriría incomprendida...

Como ella siempre me lo mencionó, los hombres nos acusan de aquello de lo que nos convencieron hacer; nos incitan al mal para, acto seguido, reclamarnos haber incurrido en el mal; nos seducen para acusarnos de liviandad; parecen crear un monstruo para luego asustarse de su obra; empañan el espejo para alegar que no se ve claro el reflejo; se quejan si los tratan mal y se burlan si se les quiere bien; la que se deja es casquivana y la que los rechaza es ingrata. ¿Quién es más culpable, el que paga por pecar o la que peca por la paga? ¿Cómo relacionarse con los del sexo opuesto cuando se piensa de ellos en los términos antes expresados? Su desprecio y actitud en torno al género masculino los dejó claramente asentados de acuerdo con los siguientes versos que la proyectarían como una gigante poetisa para toda la eternidad:

Hombres necios que acusáis

a la mujer sin razón,

sin ver que sois la ocasión

de lo mismo que culpáis;

Si con ansia sin igual

solicitáis su desdén,

¿por qué queréis que obren bien

si las incitáis al mal?

Combatís su resistencia

y luego, con gravedad,

decís que fue liviandad

lo que hizo la diligencia.

Parecer quiere el denuedo

de vuestro parecer loco,

al niño qúe pone el coco

y luego le tiene miedo.

Queréis, con presunción necia,

hallar a la que buscáis

para pretendida, Thais,

y en la posesión, Lucrecia.

¿Qué humor puede ser más raro

que el que, falto de consejo,

él mismo empaña el espejo

y siente que no esté claro?

Con el favor y el desdén

tenéis condición igual,

quejándoos, si os tratan mal,

burlándoos, si os quieren bien.

Opinión, ninguna gana,

pues la que más se recata,

si no os admite, es ingrata,

y si os admite, es liviana.

Siempre tan necios andáis que,

con desigual nivel,

a una culpáis por cruel

ya otra por fácil culpáis.

¿Pues cómo ha de estar templada

la que vuestro amor pretende,

si la que es ingrata ofende,

y la que es fácil enfada?

Mas, entre el enfado y la pena

que vuestro gusto refiere,

bien haya la que no os quiere

y quejaos en hora buena.

Dan vuestras amantes penas

a sus libertades alas,

y después de hacerlas malas

las queréis hallar muy buenas.

¿Cuál mayor culpa ha tenido

en una pasión errada:

la que cae de rogada,

o el que ruega de caído?

¿O cuál es de más culpar,

aunque cualquiera mal haga;

la que peca por la paga

o el que paga por pecar?

¿Pues, para qué os espantáis

de la culpa que tenéis?

Queredlas cual las hacéis

o hacedlas cual las buscáis.

Dejad de solicitar,

y después, con más razón,

acusaréis la afición

de la que os fuere a rogar.

Bien con muchas armas fundo

que lidia vuestra arrogancia,

pues en promesa e instancia

juntáis diablo, carne y mundo.

¿Solución? ¿Ingresar a un beaterío o a la cárcel de Belén, para huir de las tentaciones de la carne, más aún en su caso, por tratarse de una mujer hermosa, hembra apetecible, potranca indomable, yegua de largas crines, virgen intocada, un desperdicio, carne fresca e inocente, frágil, dócil, buena alumna que había permanecido inaccesible a los hombres, blanco perfecto para los conquistadores, los seductores profesionales? ¿Ahí, en los beateríos, encontraría espacio al igual que lo disfrutarían las prostitutas, ya apartadas de los abusos sexuales, viudas, huérfanas, mujeres arrastradas a la orilla por los avatares de la vida que purgaban una condena acusadas de diversos delitos? ¡No!, no se enclaustraría para rodearse de fanáticas obnubiladas incapaces de razonar, sino para poder leer y estudiar, alejada lo más posible de la sociedad y de su proceso permanente de descomposición. ¡El convento! Desde ahí tejería su red para estar lo más cerca posible del poder, tal y como había sido el caso con el virrey Mancera, con fray Payo de Ribera y ahora con nosotros. Envidiada por la mayoría y por diferentes razones, Sor Juana estaba obligada a desarrollar un sistema defensivo, por lo cual adquirió una gran destreza en los ardides e intrigas palaciegas. Siempre salía victoriosa, más aún cuando estaba inmersa en un mundo de varones acostumbrados a someter a las mujeres. Para muchos su soberbia y arrogancia resultaban insoportables y hacían los esfuerzos necesarios para destruirla. Mi musa tenía talento, era, sin duda, una superdotada. Con estas palabras me explicó, en su tiempo, las razones de la eterna clausura a la que se sometería:

Entréme religiosa porque, aunque conocía que tenía el estado de cosas muchas repugnantes a mi genio, con todo para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo que más decente podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación; a cuyo primer respeto cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio, que eran de querer vivir sola; de no querer ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros.

Yo, María Luisa Manrique de Lara Gonzaga y Luján, XI condesa de Paredes de Nava, esposa del virrey de la Nueva España, me percaté, con el paso del tiempo, de que no podía prescindir de la compañía de mi amadísima monja, ni de sus letras, nuestras letras, ni de las ideas luminosas de mi musa poetisa, ni de su manera de contemplar el mundo de las mujeres, nuestro mundo, ni de su visión de la vida, ni de su sorprendente capacidad de dibujarla con sus pinceles de múltiples colores, ni de sus conclusiones filosóficas ni de su concepción de lo femenino en contra de lo masculino, una batalla en que se pierden la mitad de los valores dignos de custodiar por el género humano. Buscaba entonces cualquier pretexto para ir personalmente al convento o la ocasión propicia para hacerle llegar un pequeño obsequio, libros de música, comedias, castañas o un nacimiento de marfil o hasta una diadema emplumada de origen azteca, con toda certeza una insignia real, a lo que ella me retribuía con creces mandándome una rosa, sólo una rosa, o una notita con un romance, una carta con una décima, un dulce de nueces o un poema de los casi cuarenta que me dedicó durante los ocho años en que pudimos convivir dentro de la escasa estrechez que nos permitían las circunstancias. Yo deseaba fervientemente contemplar la existencia a través de los filtros que ella utilizaba. Llenarme con su dulzura, contagiarme con su fortaleza, aprovechar la menor oportunidad para absorber las esencias de ese ser privilegiado, luchar a su lado, hombro con hombro, con tal de ayudarla a alcanzar sus objetivos, abrevar en su idealismo y divulgar, sobre todo, su obra, su pensamiento, gritarlo hasta desgañitarme por todo el universo para que nunca nadie la olvidara y se aprendiera de ella antes de que fuera condenada a morir en la hoguera por bruja y sacrílega: yo la cuidaría, yo vería por ella aun a la distancia, existieran o no océanos de por medio, yo velaría su obra, yo vería que no faltara ni papel ni tinta ni tiempo, yo me volvería una feroz cancerbera de su talento, yo me ocuparía de la publicación de sus versos y composiciones, yo sería la primera sorjuanista, su primera admiradora y, si llegara a ser posible, su fuente de inspiración, aun cuando me resignaría a ser sólo una de ellas...

BOOK: Arrebatos Carnales
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