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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (56 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Nuestras relaciones alcanzaron su máxima expresión cuando fuimos notificados de la cancelación de nuestra misión virreinal en la Nueva España. ¿Cómo explicárselo a Sor Juana? Constituíamos su sostén, el apoyo político necesario para que escribiera dentro de las, difíciles y casi infranqueables limitaciones que la Iglesia imponía. El fantasma de la hoguera nos aterrorizaba a todos. La intolerancia clerical reducía hasta la asfixia todos los espacios diferentes a los rezos y a las preces. ¿Qué suerte correría ella abandonada y desamparada al caer en manos de la intransigencia, del oscurantismo y del reino de las tinieblas aquí en la Tierra, sin nuestra protección? ¿La dejarían escribir? ¿La encarcelarían? ¿La quemarían en la pira como a otros tantos pensadores utilizando sus mismos trabajos, sus libros propios o los prohibidos utilizados en lugar de la leña seca para acelerar la combustión? La envidia, los prejuicios y los intereses creados, las supersticiones, la intolerancia política y la espiritual bien podían conducirla al cadalso. ¿Con qué cara cruzaría yo el Atlántico de regreso a casa dejando en manos de unos despiadados verdugos a una mujer escritora de esas que nacen cada mil años? ¿Cuánto tiempo pasaría para que volviera a nacer un Cervantes o un Shakespeare, ambos muertos apenas hacía sesenta y nueve años? ¡Claro que yo lucharía para que no nos removieran y, de sucumbir en el esfuerzo, vería la forma de sostenernos en la Nueva España aun sin encargo oficial dedicándonos a otros menesteres mercantiles! ¿Cómo hacerle saber tan infausta noticia si yo misma carecía de la fuerza suficiente para informársela? Nada es eterno. Nuestra estancia en México como virreyes tampoco podía serlo. Algún día tendríamos que abandonar esta maravillosa colonia española. La vida tampoco es eterna. En cualquier momento podríamos desaparecer de la faz de la Tierra, al igual que esa musa poetisa, llena de encantos, cuya voz simplemente me embelesaba, para ya ni hablar de su talento, de su imaginación, de sus manos, de su mirada ni de toda ella: tal vez la auténtica majestad era ella y no yo...

Una tarde helada de enero de 1685 me presenté en el convento para verla. Lo necesitaba, la necesitaba, me necesitaba, nos necesitábamos, lo sabía, lo sabíamos, ambas lo sabíamos: teníamos que vernos, tomarnos las manos, sentir la emoción de nuestra compañía por medio del sudor de nuestras extremidades y hablar, conversar, comunicarnos, intercambiar miradas, saber de ella, de mí, de nosotras.

Una curiosidad recíproca nos devoraba. No podía pasar un solo segundo de nuestras respectivas existencias sin informárselo la una a la otra. ¡Feliz aquel privilegiado que tiene la sensación de la sed intensa por estar con el ser amado! La sabía enferma. ¿Enferma? Horror de horrores. ¡Cuánto peligro! Más aún cuando resultaba imposible que los médicos que ingresaban al convento pudieran auscultar abiertamente a las monjas. Era menester revisarlas con los hábitos puestos e invariablemente por arriba de la ropa para no cometer pecado alguno y siempre acompañado el galeno cuando menos por dos hermanas de la orden y previa autorización del arzobispado para practicar la visita. ¡Imposible tocar sus carnes, era pecado! Las monjas enclaustradas corrían muchos riesgos por su sola condición de mujeres intocadas e intocables casadas con Dios, sin ignorar además el escandaloso atraso de la ciencia médica en la Colonia. ¿Sor Juana delicada? Mi lugar no estaba, desde luego, en el Palacio de los Virreyes, sino en el convento de San Jerónimo, para cuidar esa intensa luz blanca que iluminaba mis días. No dejaría que se apagara.

Por supuesto que me condujeron sin trámites ni preguntas capciosas a la celda. ¡No faltaba más! Pasé de largo por la fachada de corte herreriano, fría, sobria, carente de adornos, estrictamente austera. La había visto tantas veces que me resultaba irrelevante detenerme. Nada me podía sorprender. Al llegar precipitadamente me encontré a Sor Juana, sentada en su silla de palo sin un solo cojín, como siempre con su pluma de ganso en la mano y el tintero abierto. No llevaba el velo puesto. Su cabellera negra lucía bien arreglada. Resultaba imposible cualquier reunión con ella en semejantes circunstancias. En aquella ocasión no ostentaba el enorme medallón dorado que contrastaba con su indumentaria negra y sobria. Obviamente escribía. Siempre escribía. Al verme se levantó de inmediato, ya que no había sido anunciada. Me tomó ambas manos con una espontaneidad que me llenó de calor interno. Alargó los brazos como si quisiera observarme a la distancia. Sin soltarme se deshizo en halagos. Mi pelo rubio le fascinaba. Mis ojos azules iluminados por una tonalidad turquesa refulgente acaparaban su atención. Mis diademas cubiertas por piedras preciosas, para ella las joyas favoritas de Anfitrite, esposa del dios Neptuno, apenas hacían un honor insignificante a mi belleza y a mis dimensiones de amiga, reina, su dueña, su verdadera y única patrona. Mi altura y esbeltez que ella contemplaba como si yo hubiera sido elevada a un pedestal de mármol blanco, la hacían compararme con la imagen y el rostro de los arcángeles. ¿Por qué tenían que ser ángeles masculinos y no había espacio para las ángeles como yo? ¿Por qué Dios tenía que ser varón...? En fin, mi figura, según ella, rayaba en la divinidad...

Al soltar mis manos me jaló hacia ella para abrazarme y hacerme sentir la tersura de su mejilla y el tibio calor de su oreja adherida a la mía. Sentí la presión de sus senos apretados contra los míos, sus piernas calientes, así como el pulso de su pubis intacto. No olía a fragancia alguna. No se permitía darse toques en el cuello ni en la ropa porque hubiera parecido una provocación. ¡Cuántos pecados cometidos por tan sólo acicalarse, humedecer cualquier parte del cuerpo con un aroma silvestre manufacturado con heliotropo y agua de rosas! Pecado, sí, pecado y además pecaminoso porque despierta al diablo, lo tienta, sacude a la fiera que habita en todos los mortales y que la Iglesia trata de sofocar a través de la oración. El estímulo del olfato despierta pasiones demoníacas, sentimientos perversos, intenciones carnales condenables, acercamientos indebidos, imágenes perniciosas, además de relajar la voluntad, invitar a la seducción y sus horrores, enfrentar a Dios con Satanás, el bien en contra del mal para proyectar al penitente al infierno en lugar de ver por su purificación y santidad con la idea de lograr el día de mañana el eterno perdón al concluir el Juicio Final y garantizarse así un lugar en el paraíso.

Nos sentamos. Conversamos. Salía de un simple resfriado sin consecuencias. Se trataba de evitar mayores complicaciones. De ahí los cuidados excesivos. Me tranquilizó. La animé. Mi presencia la animaba, era evidente, me enorgullecía. ¡Que si lo sabía yo! A mí me alegraba la existencia, me reconfortaba el hecho de encontrarme con ella una vez más. Hice varios circunloquios antes de entrar en materia. ¿Cómo informarle, sin lastimarla, de nuestro obligado regreso a Madrid? ¿Cómo abordar el tema? El año siguiente, en 1686, regresaríamos a la península. Adiós presencia física, adiós encuentros, adiós gratificaciones inmediatas producidas por la cercanía del Palacio de los Virreyes con el convento de San Jerónimo. Siempre me impresionaron los cinco patios que integraban la estructura de este regio edificio. Pocas veces disfruté el de los Cipreses, el de los Confesionarios, el de las Novicias, el de la Fundación y el de los Gatos. El tiempo no me lo permitía. Mi prioridad era Sor Juana. ¿Cómo recrearme con una joya arquitectónica, por más hermosa que ésta fuera, cuando mi musa adorada me esperaba?

¿Qué me había hecho ir apresuradamente al convento aquella tarde en que Sor Juana había dejado de estar
encuaresmada
? Mi señor, don Tomás, había salido a Veracruz a revisar unas instalaciones construidas para la defensa de los piratas que atacaban periódicamente el puerto, y ella, a sabiendas de mi soledad, me hizo llegar este verso en un papelillo que llevaba yo guardado en una de las mangas:

Cómo estarás, Filis mía

sin mi Señor y tu dueño

es tan difícil decirlo

cuanto no es fácil saberlo...

¿Cómo se ausenta un amante,

quedándose al mismo tiempo?

¿Cómo se va, sin partirse

y está cerca, estando lejos?...

Porque ¿cómo puede holgarse

quien se apartó de tu cielo?

Quien se aparta de la gloria

se va a la pena derecho...»

No podía más. Verla no me bastaba. Leerla me era insuficiente. Soñarla me afligía al despertar sólo para descubrir la cruda realidad. Su compañía me tranquilizaba, sí, sin duda, la contemplación de su figura, su rostro, sus hábitos, me gratificaba, su belleza me atraía, la suavidad de sus movimientos me embelesaba, su voz pausada me cautivaba, la conversación me estimulaba, alertaba mi inteligencia, sacudía mis sentimientos, me contagiaba su insaciable curiosidad, justificaba mi existencia, me sepultaba en dudas que me invitaban a estudiar, me llenaba de paz, pero invariablemente algo me faltaba, algo, a saber de qué se trataba. ¿Un hijo? Finalmente había sobrevivido José María Francisco en 1683 después de dos intentos frustrados, dos vástagos que no lograron remontar la infancia. Disfrutaba inmensamente el placer de la maternidad, a la cual Sor Juana le dedicó por los menos seis romances. ¿Qué podía pedirle a la vida? ¿Relaciones amorosas con mi marido? Imposible quejarme: él me atendía a su máxima capacidad y con la más exquisita ternura. ¿Entonces? Yo deseaba apoderarme de ese ser humano privilegiado, de esa monja poetisa que llenaba mis días, los inundaba con sus metáforas, los agitaba con sus fantasías y los hechizaba con sus palabras improvisadas como si se tratara de gotas de agua caídas, una a una, en la garganta del sediento. ¿Cómo convertirnos Sor Juana y yo en una sola persona? ¿Cómo respirar lo que ella respira, ver lo que ve, sentir lo que siente, percibir lo que percibe, soñar lo que sueña, comer lo que come, tragar lo que traga, disfrutar lo que disfruta, llorar lo que llora, odiar lo que odia y blasfemar lo que blasfema? Un solo ser: Sor Juana y Lysi, su Lysi, la monja y la virreina, la filósofa y la lectora, la escritora y la poetisa, la enclaustrada y la exclaustrada, la luchadora y su cómplice, la genio y su admiradora: sí, ella y yo, las dos, la una...

Sentadas una frente a la otra en el convento, admirándola cara a cara sin ningún afeite, demacrada por la enfermedad, convaleciente y recuperándose, amable y receptiva como siempre, bella como un rayo de luz, clavé mi mirada en sus ojos candorosos, saturados de fe y de buena fe y sin detenerme más, a sabiendas de que la mataría, empecé a desenvainar para informarle la decisión proveniente de Madrid que cancelaba nuestra estancia en la Nueva España.

Como si se tratara de un mensaje divino, en ese preciso momento empezó a temblar. El terremoto sólo duró tres credos con sus respectivas réplicas. Había quien decía que pudo pronunciar, en voz baja al principio, dos padrenuestros completos hasta que terminó el movimiento de tierra, pero yo jamás creí en esa aseveración escuchada cuando todavía estábamos en España. Ambas nos tomamos de las manos.

Sor Juana alzó la cabeza como si elevara una plegaria mientras que yo la bajé viendo al suelo con la esperanza de que el techo no se viniera abajo y acabara con la vida de las dos. Nada, no pasó nada, salvo que sentí la humedad de sus palmas entre las mías. Nos comunicábamos. Por supuesto que era una forma diferente de lenguaje, pero válida al final. El sudor nos unía. Mis dedos no me engañaban: estaban empapados. Cuando terminó el temblor ella acarició mi rostro desencajado y mi pelo, como una madre cariñosa y presente. Sin duda ella pasó menos miedo que yo. Sabía que de haber muerto tenía garantizado un lugar en el paraíso. Salvo que Dios fuera injusto. ¿Qué suerte correría yo...? A saber...

Una vez superado el peligro y concluidas las invocaciones, los rezos, las réplicas y las preces, Sor Juana se puso repentinamente de pie y se dirigió a la venta orientada al patio central del convento de San Jerónimo, en donde todavía tuvo ocasión de ver a varias monjas arrodilladas con los rosarios enredados en una mano, en tanto que con la derecha se persignaban repetidamente. ¿Por qué tendrían tanto miedo a la muerte si el Señor las iba a acoger al haberle dedicado su vida libre de pecado? ¿Dios es vengativo? ¡No! Entonces, ¿por qué temer si la vida eterna será en el cielo, en santa paz, sin sufrimientos ni dolores físicos ni del alma?

Juana estaba irritada. De tiempo atrás resentía la severidad de los ataques de Francisco Aguiar y Seixas. Era evidente su resistencia a que la monja siguiera escribiendo. Le agredía que colocara una palabra junto a la otra. Cualquier oración, un simple verso, contenía supuestamente alguna intención dolosa, perversa, que él no alcanzaba a descifrar. El prelado percibía burlas y sarcasmo en su obra poética, de cierto herética y saturada de dobles sentidos, que invariablemente le concedían a la jerónima una salida exhibiendo al doloso intérprete como a un ser pervertido capaz de las peores blasfemias y pecados. Sor Juana podía revertir los ataques con exquisita gentileza y fino talento. Su interpretación es equivocada: yo nunca sostuve, ni me atrevería a hacerlo, semejante argumento que, francamente, me parece no sólo una expresión de ligereza, sino una auténtica vulgaridad, una procacidad impropia de usted... Aguiar había desatado de tiempo atrás una campaña antifemenina, una cacería implacable de mujeres, más hacia las que pensaban, para ya ni hablar de las que se atrevían a publicar versos y, por si fuera poco, capciosos, que además le reportaban una gran popularidad sin olvidar que, para mayor coraje, todavía escribía y vivía al amparo de la intocable autoridad imperial bajo la cual se había hecho de un gran prestigio.

Sor Juana había ganado un certamen poético disfrazada de hombre y con el seudónimo de Felipe Salayzes Gutiérrez, y otro más con el nombre de Juan Sáenz del Cauri, perfecto anagrama de Juana Inés de la Cruz... Su obra era reconocida. El talento estaba ahí. No faltó quien asegurara que los poemas triunfadores eran de su autoría y no del tal Salayzes. Sus relaciones con España y con los virreyes enojaban al Tribunal de la Fe. La Santa Inquisición ocultaba con grandes esfuerzos su frustración por no poder llevarla encadenada a la pira y convertirla en cenizas junto con sus geniales creaciones. La protección que le obsequiaba el hecho de tenerla fuera del alcance del garrote o la imposibilidad de sentarla en el potro de descoyuntamiento y de que pudiera burlarse a sus anchas de las santas organizaciones religiosas divulgando versos, a su juicio satánicos, reducía a la autoridad clerical al límite de la ineficacia haciéndola alimentar esperanzas para el día en que los virreyes tuvieran que retirarse de la Nueva España. Aguiar y Seixas, Núñez de Miranda, el antiguo confesor y censor, sabrían esperar... ¡Ah, que si sabrían...! A las brujas hay que quemarlas en público y en leña verde para que el calor las consuma lentamente antes de incinerarlas. El desamparo era aún mayor porque en 1684 había fallecido el arzobispo-virrey Payo Enríquez de Ribera, otro de sus influyentes protectores.

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