Read Asesinato en el Comité Central Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
Tags: #Intriga, Policíaco
—Esparza Julve.
—¿Estás loco? ¿Pero sabes de quién hablas?
—Ya era un cadáver cuando salió del hotel. Le habían matado de desprecio.
El puente aéreo en su estación madrileña parece siempre un ensayo general de repatriados catalanes en el contexto de una película sobre la guerra de las galaxias. Carvalho se metió su tarjeta azul en el bolsillo superior de la chaqueta y sin desearlo, trató de convencer a Carmela de que regresara a Madrid. Carmela no le decía ni que sí ni que no, pero seguía caminando a su lado, arriba y abajo de un estúpido y ancho pasillo que iba desde un almacén de horribles bocadillos de jamón a palo seco hasta nada, hasta la más absoluta de las nadas. Imposibles los deseos, también se habían acabado las palabras y tal vez por eso Carvalho propuso tomar algo, una cerveza por ejemplo, le propuso a la antialcohólica Carmela. Águila siempre fresquita con su sabor tan natural, canturreó ella.
—¡Marchando dos cañas! ¡Y una empanada de lomo!
—¿Será buena esa empanada?
—Es simbólica. Es un monumento al lomo desconocido.
Pero se la comió y al buscar mejor acomodo para sus codos pidió disculpas al vecino. Allí estaba, a un palmo de su rostro, el pájaro triste de Cerdán, sus cejas caídas, sus ojos caídos, su labio caído.
—Tantos años sin vernos y ahora día sí, día no.
—Es cierto.
—¿Has acabado tu trabajo en Madrid?
—Totalmente.
—Yo voy a Barcelona.
—Lo intuyo.
—Hay mucho que hacer por allí. ¿Te sigues relacionando con viejos camaradas?
—No.
—Yo sí. Están casi todos desencantados, es el resultado de una política revisionista, reformista. Voy a tratar de hacer algo. Hay que conseguir una mínima unidad de acción y desde ella forzar a los partidos históricos a reaccionar, a tirar por la borda una dirección pequeñoburguesa.
—Te deseo un gran éxito en tu trabajo.
—Somos pocos. Calumniados. Cansados.
—Me recordáis el chiste de los gallegos. Cerdán suspiró resignado a asumir una vez más la incongruencia racionalista de Carvalho.
—¿Qué chiste?
—El de los cinco mil gallegos errantes por la Casa de Campo y gimiendo lastimeramente: ¡
Nus hemus perdidu
!
—La situación no me hace reír. Me hace llorar.
—Es lo tuyo.
—Seguimos viviendo en tiempos en los que no podemos ser amables. ¿En qué se han quedado las sonrisas del neocapitalismo? ¿No son una burla a la clase obrera y a los pueblos oprimidos del mundo, la sonrisa del pactismo eurocomunista?
Cerdán se aplicó a masticar desganadamente un horrible bocadillo de jamón a la madrileña, pan adoquinado, jamón plastificado y aire serrano.
—¿Qué tal la salud?
—No me acompaña.
—¿A pesar de la gimnasia y del rigor dietético?
—A pesar de todo.
—¿Has probado con un régimen de bacalao al pilpil, champán frío y follar como un loco?
—Tengo un humilde sueldo de adjunto. Tú, en cambio, no haces política, ni carrera universitaria, ni nada. Pero te van bien las cosas. Parecías tímido pero eres un hombre de recursos. Por cierto…
—¿Qué?
—No. No recuerdo qué iba a decirte. Déjalo.
—Sí. Sí lo recuerdas. El otro día estuviste a punto de hacerme la pregunta después de lo del libro. Es una pregunta que se te ha quedado dentro como un quiste. ¿La hago yo por ti?
—A ver.
—¿Qué hacías aquel día en Vía Layetana, en el cubil de la policía de Barcelona? ¿Qué hacía un rojo como tú bajando tranquilamente las escaleras de una casa como aquélla?
—No exactamente así, pero mi pregunta se parecería.
—Tengo la tentación de no contestarte.
—Puedes hacerlo.
—Podríamos convenir una cita para dentro de otros veinticinco años. En este aeropuerto. En otra de tus escalas de la revolución aplazada y al final de otro de mis negocios y entonces te lo diría.
—Yo no viviré otros veinticinco años.
—¿Me lo juras?
—Casi.
—Entonces quiero ser misericorde y te voy a desvelar mi secreto. Te confieso mi culpa. Soy casi gallego. Y no hay gallego que no tenga una criada, un guardia civil o un policía en su familia, más cercano o más lejano al parentesco. Hay que asumirlo. Desde que nací he sabido que había llegado a una familia de criadas, guardias civiles y rojos condenados a muerte en 1936 o en 1939. También el proletariado es pluricultural.
—Un pariente.
—Un pariente.
—Podías haberlo dicho.
—Era un joven esteta.
Cerdán abandonó definitivamente la lucha contra el bocadillo, Carmela leía
El País
ajena a la conversación entre los dos hombres, Carvalho veía a su primo Celestino en el fondo del vaso, un mocetón céltico, ignorante, buena persona, con las manos sucias de fascismo.
—No me gusta, Pepiño. Pero si me niego me la juego. Hay que pasar por esto. Ya procuro escamotearme lo que puedo.
O las manos sucias de tierra o las manos sucias de carne humana.
—Pronto embarcaremos.
—Eso parece.
—¿Viajamos en el mismo avión?
—No creo.
Cerdán consideró que era una respuesta científica, a pesar de que Carvalho no se molestó en cotejar el color de las tarjetas de embarque.
—Adiós.
Carmela levantó los ojos del diario.
—No ha sido un encuentro muy amable que digamos. Es evidente que te cae fetén.
—A este hombre le debo un cincuenta por ciento de lo que he sido y absolutamente nada de lo que soy.
—Es un hombre honesto.
Carvalho se encogió de hombros. «Pasajeros provistos de tarjetas azules dispónganse a embarcar.» Carmela le cogió por un brazo y caminaron como un matrimonio hacia la sala de embarque.
—Vuelve algún día. Cuando hayas resuelto la contradicción entre el culo abstracto y el culo concreto de las camaradas.
—Has de engordar cinco kilos. Mi conciencia me impide acostarme con mujeres que pesen menos de cincuenta kilos.
—¡Pero si peso cincuenta y tres!
—Qué lástima. ¿Por qué no me lo dijiste?
Carmela le besó en los labios con una boca pequeña y dulce. Carvalho procuró dejar cien pasajeros de distancia entre él y un Cerdán que subió al avión y tomó asiento sin volver la cabeza.
A pesar de que Biscuter le aseguró que Charo estaba bien y de que le tentó a acercarse al despacho en busca del almuerzo que más le apeteciera, Carvalho optó por llamar a Charo y luego ir directamente del aeropuerto a su casa de Vallvidrera. Dormir o no dormir, ésa es la cuestión después de la exhibición de cabezadas y ronquidos con que había obsequiado a las docenas de ejecutivos, animales híbridos barcinoleños o madriloneses, que habían acogido con sonrisas, risas y hasta chasquidos de lengua el desesperado, goloso dormir de Carvalho.
—¿Nos veremos esta noche?
—Dormiré todo el día. Te espero en Vallvidrera.
—Te quiero mucho, Pepe.
—Allá tú.
Allá ella. Un día que no tuviera nada que hacer señalaría en algún calendario futuro la fecha de la boda con Charo. Antes del año dos mil, seguro. O dentro de quince días. No pudo recordar dónde había dejado el coche en la inmensidad del parking del aeropuerto y tuvo que buscarlo como se busca un rostro en la multitud. Aquí estoy, le reclamó el animal abandonado, cubierto de intemperies y olvidos. Era el primer contacto con parte de su madriguera, su madriguera rodante y saludó a la máquina preguntándole qué tal lo había pasado. Recibió una tardía, rebelde respuesta del arranque, pero luego la máquina se impacientó varias veces hasta la asfixia mientras esperaba el trámite del pago y enfiló alegremente la ruta hacia la autovía de Castelldefels. Era un día de sol y las colinas enfrentadas del Tibidabo y Montjuic aparecían respaldadas por un Mediterráneo avalador, por un Mediterráneo que prolonga la sangre de los ribereños hasta los límites de los cuatro puntos cardinales más propicios del mundo. Una fe mediterránea en la vida se apoderó de sus músculos cansados y al llegar a la salida del cinturón de Ronda a la Travesera de las Corts equivocó voluntariamente la ruta de casa para buscar la de la Diagonal, la de un almuerzo sólido y verdadero con carnes asadas y vinos cabales. Después de una buena comida, dormir sería un placer exacto y controlado, no una huida, no la huida de un perro castigado, perdido, sin collar. Y entró en La Estancia Vieja como el que se va a comer el mundo, a comer y a bebérselo.
—¿Un aperitivo? —le propuso Juan Cané, el dueño.
—Un
pisco sour
, para los dos.
Cané se fue a encargar que reservaran una buena tapa de bife para Carvalho, entraña no, está saliendo dura la entraña. Tras el segundo
pisco sour
, Carvalho decidió que el mundo estaba bien hecho y se dejó llevar por el afán tentador de Cané: muestrario de patés, matambre a la parrilla, paté de mollejas, de verduras, de todo un poco ¿chinchulines? Carvalho no recordaba qué eran los chinchulines. El intestino delgado trenzado hecho a la brasa. Pues chinchulines ¿mollejas asadas? También, ¿queso frito con hierbas aromáticas? ¿Por qué no? ¿Y además tapa de bife? Evidente. Cané empezaba a estar asustado de la dinámica que había desencadenado. Se sentó a la mesa de Carvalho para asistir al espectáculo de una comida desencadenada. Paternina reserva del 59. Y ahora dime, explícame, aunque sea en argentino, qué quieren decir estas maravillosas palabras: asado de tira, tapa de bife, entraña,
chimi-churri
. El argentino se sacó un bolígrafo del bolsillo y empezó a dibujarle animales de cuatro patas, troceados, las diferencias de corte de carnes entre una cultura escasa de carne como la española y una cultura en la que la carne lo es todo, como la argentina.
—Ustedes me cortan las costillas de la vaca en horizontal y lo utilizan para el caldo. Allí las cortamos en sentido vertical y ése es el asado de tira. Despacito. La gracia del asado consiste en que se haga despacito. —¿La tapa de bife? ¿La entraña? Aquí les cortan el entrecote de una sola manera. Pero dentro de lo que aquí llaman entrecot hay carnes con distintas texturas, sabores, y según cómo se despiece esa parte del novillo se consiguen cortes diferentes: la tapa de bife, la entraña. La entraña es problemática porque si el animal no es un novillo, tierno, bien hecho, sale dura. Cuando sale buena es lo mejor de la bestia. Y el
chimi-churri
, ese océano de
chimi-churri
con el que tú, Pepe Carvalho, has bañado las carnes, la bandeja de madera, es una salsa de asado: ajo, perejil, ajimoli, sí algo parecido al chile mexicano pero no tan bestia, hierbas aromáticas, aceite. ¿Aún te queda hambre para rebañar el
chimi-churri
?
—No es hambre, Juan, es sueño.
La segunda botella de Paternina del 59 fue patrimonio exclusivo de Carvalho. Cané comía en el restaurante todos los días, Carvalho de vez en cuando; si no se autocontrolaba, acabaría con el hígado en la garganta. ¿De dónde sales? De Madrid. ¿Cómo están las cosas? ¿También tendré que marcharme de España con el restaurante a cuestas? No va a pasar nada. ¿Quién ha sido el boludo que se cargó a Garrido? ¿Qué te parecía a ti Garrido?
—¿Eso que están comiendo los de aquella mesa qué es?
—¿Aún te quedan ganas de mirar los platos ajenos?
—Siempre hay que desear las mujeres y los platos ajenos.
—Es pecho de cordero asado. ¿Quieres probarlo?
Otro día. ¿Decías? No. No va a pasar nada. No tendrás que marcharte con el restaurante a cuestas. ¿Garrido? Aún no se sabe. ¿Qué me parece? No lo sé. Tardará en saberse. O un jefe indio o un revolucionario de transición entre el asalto al Palacio de Invierno y el socialismo evidente, como las brevas maduras. Pero yo no entiendo de política. No quiero entender de política. No me interesa la política. Jamás haré el menor esfuerzo por aprender eso que hablan los watusi; tampoco haré el menor esfuerzo por aprender política. Hasta ahora leía los periódicos, ahora ni eso.
Cané observó que Carvalho hablaba sin quitar la vista de la mesa donde habían servido el asado de pecho de cordero; iba a reiterar la oferta de la probatura cuando se dio cuenta de que Carvalho no miraba el plato, sino a una mujer entre castaña y pelirroja, con una espléndida piel rosada, una boca total, huesos de arquitectura premiada. Incluso, le pareció, que los ojos de la mujer y los de Carvalho se encontraban entre palabra y palabra, bocado y bocado, al margen de los tres hombres que la acompañaban, al margen del propio dueño del restaurante.
—¿Postre?
—Cafés.
—¿Cuántos?
—Cinco.
—¿Pero no querías dormir?
—Tengo toda la tarde por delante.
Seguía la mirada de Carvalho pendiente de la mesa, de la muchacha o del pecho de cordero, comido lentamente, como una exquisitez.
—¿Puro?
—Puro.
—¿Alguna copa?
—¿Sabes preparar un bajativo?
—Lo tenemos en la carta. No es argentino. Es chileno. Es un digestivo excelente: coñac, crema de menta.
Trajo el camarero el bajativo de Carvalho. Cogió el detective la copa, examinó al trasluz apenumbrado el verde topacio, adelantó la copa como ofreciéndosela a alguien y, en efecto, Cané comprobó que Carvalho ofrecía un brindis a la mujer rosada y que ella, disimuladamente, cogía una copa de vino y devolvía el brindis mientras continuaba la conversación con sus compañeros de mesa.
—Un ligue.
—No. La conozco. Se llama Gladys. Es chilena. Fue la que me dio a probar por primera vez el bajativo.
Abril de 1979 - Enero de 1981
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