Read Atlantis - La ciudad perdida Online
Authors: Greg Donegan
Cayó la bomba junto con la plataforma, y acto seguido se abrió un gran paracaídas. El C-123 dio vueltas mientras la bomba descendía. Esta atravesó las capas superiores de la selva, y justo antes de alcanzar el suelo, dos mil doscientos kilos de explosivo de alta potencia estallaron en una gran llamarada.
Desde el C-123 que lo sobrevolaba, Paul Michelet vio la pista de aterrizaje que acababan de crear. Apretó el botón del intercomunicador.
—Bien. Volvamos a Tailandia. —Luego se volvió hacia Sin Fen, que había permanecido callada junto a Chelsea—. Quiero saber quién es usted y para quién trabaja —dijo, sentándose a su lado.
Sin Fen tenía la mirada extraviada y tardó un poco en volver a cobrar conciencia de su entorno inmediato. Se volvió ligeramente para mirar al anciano.
—Lo que usted quiere ya no importa. —Introdujo una mano en su bolsa y sacó una pequeña radio SATCOM. Empezó a marcar un número cuando Michelet le sujetó la muñeca.
—Escuche —siseó—. Éste es mi avión y... —Jadeó de dolor cuando Sin Fen le agarró el antebrazo con su mano libre y apretó.
—No vuelva a ponerme un dedo encima —dijo—. No vuelva a interponerse en mi camino. —Lo soltó y terminó de marcar—. Han saltado —informó tan pronto como contestaron. Escuchó unos segundos, luego cortó la comunicación—. Ha salido un helicóptero de Angkor Wat —dijo a Michelet, que la miraba furioso, masajeándose el brazo.
—¿Cómo?
—Syn-Tech —se limitó a decir ella.
—¡Maldita sea! —estalló Michelet—. Esos hijos de...
—Basta —dijo Sin Fen—. Syn-Tech no debe preocuparle.
—Sugiero eliminar los MILSTARS —dijo Foreman. Tenía la mirada clavada en la pantalla del ordenador que le mostraba lo que se veía desde la cabina de mando del SR-75. Éste volaba a unos ciento veinticinco mil pies sobre el Pacífico occidental, a una velocidad de Mach 7.
—¡Por Dios! —exclamó Bancroft—. ¿Sabe cuántos billones de dólares hemos invertido en ese sistema?
—Señor presidente —prosiguió Foreman, ignorando al asesor de Seguridad Nacional—, nuestros satélites están siendo utilizados de alguna manera por esa fuerza. Van a morir muchas personas en menos de doce horas cerca de alguna de las puertas. Debemos detenerla antes de que sea demasiado tarde.
—¿Puede demostrarlo? —preguntó Bancroft—. No tenemos nada que demuestre que esas ondas se están propagando a través de los satélites MILSTARS.
—Tengo pruebas de la NSA —dijo Foreman.
—No, tiene una hipótesis de la NSA —replicó Bancroft—. He visto lo que están diciendo y lo único que tienen es una coincidencia. Maldita sea, algunos de los satélites MILSTARS no parecen haber sido afectados. Eso no es una prueba concluyente.
—Cuando tengamos pruebas concluyentes, será demasiado tarde —insistió Foreman—. Recuerde lo que ocurrió con el Bright Eye.
—Mis asesores disienten de usted, señor Foreman —dijo por fin el presidente—. No creen ni que la amenaza sea tan grave como usted dice, ni que los MILSTARS estén siendo utilizados de ese modo. Afirman que es imposible.
—Sin embargo, lo están haciendo, señor presidente. —Foreman hizo un esfuerzo para controlar su voz—. ¿Tienen sus asesores alguna explicación de lo que está ocurriendo?
—Aún no.
—Entonces, señor, tenemos...
—Está pidiéndome que destruya un equipo de billones de dólares —lo interrumpió el presidente.
—El equipo puede reemplazarse —replicó Foreman—. Las personas no.
—Ni siquiera tenemos una manera de eliminar los MILSTARS —insistió el presidente.
—Tenemos una, señor—respondió Foreman, mirando una vez más la pantalla de su ordenador.
—¿Y cuál es?
—El Thunder Dart.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó el presidente.
—¡Dios mío! —estalló Bancroft antes de que Foreman pudiera responder siquiera—. Ya nos ha costado el Bright Eye. ¿Ahora pretende que arriesguemos la integridad del Thunder Dart?
Foreman se recostó en su silla. Eso formaba parte de la burocracia que tanto desdeñaba.
—Su plataforma de lanzamiento ya está en el aire, y faltan dos minutos para que se ponga en funcionamiento.
—¡Foreman! —gritó Bancroft.
Foreman se echó hacia adelante y habló con apasionamiento por el altavoz.
—Señor presidente, deje que el Thunder Dart elimine uno de los MILSTARS afectados, el más próximo a la puerta de Angkor. El primero que fue afectado. Veamos qué pasa. Si se frena la propagación, sabremos con certeza que están utilizando los satélites MILSTARS. Si no, lo único que habremos perdido es un satélite que ya está inutilizado.
—De acuerdo —dijo el presidente por fin—. Elimínelo.
Una puerta en la base del SR-75 se deslizó hacia adelante y hacia arriba simultáneamente, con unos adaptadores construidos ex profeso para soportar la fuerte presión del tenue aire a una velocidad superior a Mach 7. La cabina abierta también tenía un diseño aerodinámico, de modo que la velocidad del avión sólo se frenó ochocientos kilómetros por hora.
En el interior, sujeto con firmeza a dos brazos hidráulicos, estaba el Thunder Dart, la progenie del SR-71 y la otra mitad del Penetrator. Con una configuración en delta de sus alas de 75 grados, también contaba con un PDWE, pero mucho más pequeño. El Thunder Dart medía menos de doce metros de largo y nueve de ancho con las alas completamente desplegadas.
Dentro de la cabina de mando construida expresamente, el comandante Frank Mitchell esperaba paciente el momento adecuado, con una mano enguantada en el acelerador y el pulgar sobre un botón rojo.
—¿Luz verde? —le preguntó el copiloto de la nave principal, el SR-75.
Mitchell no había apartado los ojos de los indicadores en los últimos diez minutos, pero los recorrió una última vez con la mirada.
—Luz verde.
—Soltando a la de cinco —informó el copiloto—. Cuatro. Tres. Dos. Uno.
Mitchell sintió la ingravidez cuando los brazos hidráulicos soltaron el Thunder Dart y éste perdió la fuerza de gravedad de la aceleración constante del SR-75. Bajo ellos, el cielo estaba despejado, pero volaban tan alto que veía la curvatura de la Tierra más adelante. Era la tercera vez que pilotaba el Thunder Dart, aunque había hecho más de tres mil misiones en el simulador. Pero ningún simulador era capaz de recrear la sensación de una caída libre a ciento veinticinco mil pies y a una velocidad hacia adelante inicial de más de ocho mil kilómetros por hora. Más arriba, el SR-75 giró ligeramente y se perdió de vista.
Mitchel apretó con el pulgar el botón rojo y se vio arrojado hacia atrás en su asiento al ponerse en marcha el motor pulsátil. Retrocedió ligeramente y levantó cinco grados el morro del Thunder Dart. Miró hacia fuera y vio que los bordes de su aeronave ya estaban incandescentes a causa del calor, pero era normal. Incluso a esa altitud había suficientes moléculas de oxígeno para causar fricción. El casco de aleación de titanio podía resistir el calor siempre que mantuviera el control del avión.
Miró hacia arriba y vio la negrura del espacio. Luego bajó la vista hacia la ruta de vuelo trazada en rojo en la pantalla de su ordenador. El triángulo que simbolizaba su avión estaba ligeramente a la derecha del centro de la ruta trazada en verde. Mitchell movió la palanca un poco hacia la izquierda y se situó de nuevo en el centro.
—Estoy en línea con todos mis sistemas —dijo Jimmy—. Si se produce cualquier cambio, lo sabremos.
Estaba sentado enfrente de Conners, con su portátil abierto ante él, conectado a la red central para tener acceso a los satélites que canalizaban los datos de radiactividad y electromagnetismo.
Ella estaba sentada detrás de su escritorio, y junto al tablero de su ordenador había una pequeña palanca de mandos esperándola. Cogió la gorra de béisbol con las alas de astronauta y se la puso sobre su pelo canoso, con la visera hacia atrás.
Jimmy la miró y sonrió.
—¿Preparada, timonel?
—Preparada —respondió ella, esbozando una sonrisa.
—Todo listo —anunció el comandante Mitchel dentro de su máscara de oxígeno.
El pequeño triángulo estaba justo en el centro de su pantalla. El altímetro marcaba ciento cincuenta y cinco mil pies, unos cuarenta y cinco kilómetros de altura. Sabía que fuera el aire era tan fino que hasta el motor pulsátil tenía problemas.
Bajó la vista una vez más. Justo en el centro de la pantalla se veía un débil círculo rojo que se encendía y se apagaba.
—Adquisición iniciada —informó.
Colocó la mano libre, con la palma hacia abajo, sobre una pantalla plana. La superficie estaba especialmente diseñada para el guante de presión, y cada botón coincidía con exactitud.
—Armando el MHV —Mitchell había memorizado los pasos y sus dedos pulsaron el código sin equivocarse. Sintió una leve sacudida en el patrón de pulsaciones del PDWE.
—Cuando tengas la señal luminosa en el punto de mira, asegúrate de fijar la trayectoria.
—Roger —respondió Mitchell. Apretó la pantalla con los dedos y en la esquina superior derecha aparecieron una serie de números—. Encendiendo la señal luminosa del MILSTARS. Señal encendida. El MHV ha identificado como blanco la señal luminosa del MILSTARS. Identificado como blanco primordial. —Observó cómo el círculo rojo dejaba de encenderse y apagarse, y permanecía fijo. Luego apretó con el pulgar un botón de otro panel—. Tierra, ¿tenéis el control?
—Aquí tierra. —Era la voz de una mujer—. Tenemos el control.
—Listo para lanzar —dijo Mitchel.
—Adelante.
—Lanzando. —El pulgar de Mitchell apretó el botón de su palanca de mandos.
Se produjeron unas explosiones debajo del Thunder Dart, y a continuación el MHV se separó del cuerpo del avión. De menos de dos metros y medio de largo y sólo veinte centímetros de diámetro, el MHV era el resultado de ocho generaciones de antisatélites (ASAT) de desarrollo. Su motor pulsátil miniaturizado y sumamente sofisticado arrancó en cuanto se separó del Thunder Dart y se elevó en ángulo hacia el espacio.
El comandante Mitchel veía el MHV en su pantalla cuando hizo que el avión se ladeara ligeramente y comenzó un descenso cuidadosamente calculado a tierra.
—El MHV funciona como una seda.
Patricia Conners sabía que un MHV era un minivehículo buscador de blancos, y vio la misma imagen que se veía desde el cohete cuando el cono del morro se desprendió, permitiendo que se activara el sistema de búsqueda de infrarrojos incorporado. Éste llenó toda la pantalla de su ordenador.
—¡Aquí! —exclamó Jimmy, señalando un punto muy pequeño en el centro de la pantalla—. Éste es el MILSTARS 16. El MHV ha localizando la señal luminosa de seguridad del satélite y se dirige hacia ella, de modo que no debería tener problemas para alcanzarlo.
La mano de Conners seguía suspendida sobre la palanca de mandos, por si acaso...
En el morro del cohete MHV, el ordenador que fijaba la trayectoria tenía la posición exacta de la señal luminosa del MILSTARS 16; la misma señal que la lanzadora espacial utilizaba cada dos años para localizar y acoplarse al satélite para reponer el combustible. La señal luminosa solía ser silenciosa, salvo cuando se activaba con un código de acceso especial, del mismo modo que las luces de aterrizaje de un aeropuerto lejano se encendían cuando un avión que se acercaba hacía señales en alguna frecuencia FM.
En el morro también había una cámara de infrarrojos, que en esos momentos enviaba a Conners una imagen del MILSTARS y del resplandor dorado que aumentaba a su alrededor.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Jimmy.
—No lo sé. —Conners tenía la mano alrededor del control manual—. Pero se parece mucho a lo que destruyó el Bright Eye.
—¡Cielos! —exclamó Jimmy a medida que aumentaba el resplandor—. ¿Cómo demonios sabe que el MHV se dirige allí?
—Por la radio. —Con la mano libre Conners tecleaba mientras hablaba—. Voy a desconectar la radio que comunica el MHV al Thunder Dart. —Pulsó la tecla de «Enter» mientras con la otra sujetaba la palanca de mandos—. Tengo el control del MHV —anunció por el micrófono.
Jimmy retrocedió un paso en silencio. Sabía que Conners controlaba en esos momentos un misil de veinte centímetros de diámetro que viajaba a seis mil cuatrocientos kilómetros por hora hacia un blanco de seis metros de ancho. Alrededor de la periferia del cohete había cuarenta pequeños cohetes booster de combustible sólido que ella podía disparar para rectificar la trayectoria, pero era como enhebrar una aguja clavada en un buzón desde la ventana de un coche que iba a cien kilómetros por hora.
—Treinta segundos —anunció Conners. El resplandor dorado aumentaba—. ¡Mierda! —exclamó, tratando de pensar mientras seguía concentrada en el puntito que representaba el satélite MILSTARS—. ¡Oh, Dios! Jimmy, di al Thunder... —Se interrumpió cuando una esfera dorada se separó del aura principal y se precipitó hacia la derecha.
—¡No pierdas el MHV! —gritó Jimmy.
El comandante Mitchel vio lo mismo que Conners. Bajó al instante el acelerador de mano y sintió cómo el motor pulsátil ganaba velocidad.
No tenía ni idea de lo deprisa que avanzaba la bola de fuego. Seguía viendo la curvatura de la Tierra más adelante, y su altímetro indicaba ciento doce mil pies.
—¡Sal de ahí! —oyó que le gritaba la mujer por los auriculares.
—Ya lo creo —murmuró Mitchell para sí, y movió la palanca hacia la derecha.
El Thunder Dart empezó a girar, pero Mitchell no tenía ni idea de si estaba esquivando o no el peligro.
Un segundo después supo que no lo había conseguido. Sintió un chisporroteo en la piel cuando una luz dorada inundó la cabina de mando. Bajó violentamente con el puño una palanca roja, y todo el armazón de la cabina del Thunder Dart se separó del cuerpo principal del avión, arrojándolo contra el arnés que lo sujetaba con tal fuerza que perdió el conocimiento.
—Vamos, vamos —murmuró Conners mientras el satélite MILSTARS aumentaba rápidamente de tamaño en la pantalla que tenía ante ella. Los números en la esquina superior derecha descendían a medida que el cohete engullía la distancia. Contó hasta tres y apretó el gatillo.
La carga explosiva del MHV estalló, y el núcleo del cohete se desintegró en miles de esferas de acero de casi tres centímetros de diámetro, que se desperdigaron de forma uniforme, moviéndose en el vacío del espacio a la velocidad original del cohete, cubriendo un área superior a doscientos metros de ancho.