Read Atlantis - La ciudad perdida Online
Authors: Greg Donegan
Más de doscientas esferas se incrustaron en el satélite MILSTARS y lo destruyeron, como una escopeta que hace saltar una lata por los aires.
Conners se desplomó en su silla. Miró a Jimmy, que estudiaba con atención la pantalla de su portátil al otro lado del escritorio.
—¿Y?
—Estoy descargando.
Conners apretó el botón de su teléfono por satélite.
—Foreman, ¿qué ha sido del piloto?
—Se ha eyectado. Estamos rastreándolo. Voy a organizar una operación de rescate, pero hemos perdido el contacto.
—¡Maldita sea!
—Nadie se había eyectado antes, ni siquiera dentro de su cápsula, a cinco mil seiscientos kilómetros por hora —dijo Foreman—. ¿Qué hay del patrón?
Conners dirigió una mirada a Jimmy. Por su expresión supo cuál era la respuesta, pero esperó.
—Negativo —dijo Jimmy—. Las líneas se cruzan sin interrupción en el lugar que ocupaba el MILSTARS. Hemos llegado demasiado tarde. Hay demasiadas conexiones entrecruzadas. Sea lo que sea ese objeto, se ha desviado, y probablemente puede hacerlo antes de que consigamos eliminar los satélites.
Conners transmitió la información. Siguió un largo silencio.
—Bueno —dijo Foreman por fin—, supongo que entonces sólo nos queda detenerlo en su fuente.
El sueño de los muertos, pensó Ariana oyendo el sueño agitado de sus compañeros prisioneros. Después de permanecer más de veinticuatro horas seguidas despiertos y sin saber aún qué medidas tomar, habían decidido intentar descansar un poco. Había pedido a Ingram que apagara hasta las luces de emergencia para ahorrar batería, dejando el interior del avión a oscuras salvo por los dos haces de luz dorada que cruzaban la sala principal de las consolas y el resplandor dorado que salía del soporte físico de Argus.
Sabía que necesitaba despejarse y buscar una línea de acción, pero estaba tan cansada que apenas podía pensar. Así y todo, el sueño seguía esquivándola. En su mente consciente se amontonaban las imágenes de Mansor agonizante, mientras por su subconsciente se deslizaban serpientes enormes, con mandíbulas que se abrían y cerraban y lenguas que siseaban.
El haz dorado de Argus había dejado de extenderse. Al parecer ya había accedido a todo lo que necesitaba. Habían arrancado más paneles de la unidad central y descubierto que de la parte trasera salía un haz dorado que desaparecía por el techo. Ariana no tenía ninguna duda de que era el mismo haz que había visto salir de la antena de radar.
Ningún otro rayo de luz dorada había vuelto a perforar el avión, ni se había vuelto a oír el ruido de algo deslizándose.
Ariana había descrito a sus compañeros la serpiente gigantesca de siete cabezas, pero había visto la mirada de incomprensión en sus caras. Sabía que si ellos no hubieran oído el ruido, no la habrían creído. Tal como estaban las cosas, le concedían el beneficio de la duda en una situación demencial, algo de lo que no estaba muy contenta.
Se puso de costado, intentando ponerse cómoda en su butaca, cuando oyó un ruido débil. Alguien, o algo, se movía por el pasillo. Cogió la Beretta y, haciendo el menor ruido posible, comprobó que la recámara estaba cargada y movió hacia atrás el percutor. Luego sacó de su escritorio una pequeña linterna, y agarrando con fuerza la linterna y el arma, se levantó de la silla.
El ruido se había desplazado hacia adelante, más allá de su compartimiento, hacia la zona de la radio. Lo siguió, moviéndose sin hacer ruido. Le llegó un ruido amortiguado de metal sobre metal de un armario al abrirse.
En la mano derecha sostenía la culata del arma, con el dedo en el gatillo, y en la izquierda la linterna pegada al cañón. Al doblar la esquina del área de comunicaciones, encendió la linterna.
Advirtió movimiento y curvó el dedo alrededor del gatillo, pero se detuvo justo antes de apretarlo al reconocer a Hudson encorvado sobre algo en el suelo.
—¡No te muevas! —ordenó Ariana.
—¡Por Dios! —exclamó él, parpadeando ante el resplandor del haz de la linterna—. Me has dado un susto de muerte. —Se dispuso a ponerse de pie.
—He dicho que no te muevas —repitió Ariana. Dio un paso hacia adelante, apuntándolo con el arma.
—¿Qué pasa? —preguntó Hudson sin moverse.
—¿Qué estás haciendo?
—Comprobando algo —respondió Hudson.
—¿A oscuras? —Ariana se movió hacia la izquierda, iluminándolo con el haz de la linterna sin dejar de apuntarlo con el arma. Quería ver qué había estado haciendo.
—No quería despertar a nadie —dijo Hudson. Se agachó para recoger lo que tenía en el suelo—. Sólo...
Ariana le golpeó el dorso de la mano con la boca del arma, haciéndole gritar del dolor.
—He dicho que lo sueltes. —Le clavó la Beretta en el pecho—. Atrás.
Hudson levantó las manos y se apretujó contra la consola principal. Ariana iluminó brevemente el suelo con la linterna. Había una pequeña antena parabólica abierta sobre un trípode diminuto. Volvió a dirigir la linterna hacia la cara de Hudson.
Las luces de emergencia parpadearon y a continuación se encendieron. Ingram y Carpenter aparecieron en el pasillo, mirando hacia el interior de la habitación.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Ingram, sosteniendo la otra Beretta en la mano de forma vacilante.
—He descubierto a nuestro espía —explicó Ariana.
—Escucha... —empezó a decir Hudson, pero se interrumpió cuando Ariana se acercó más a él y apretó la boca del arma contra su frente, justo entre los ojos.
—¿Saboteaste tú el avión? —susurró.
—¡No!
Apretó más el arma, clavándosela en la piel.
—¡Di la verdad!
—¡ Yo no hice nada!
—¿A quién tratabas de llamar? —preguntó, señalando con la cabeza la antena parabólica.
—Espera —dijo Ingram, deteniéndose al lado de Ariana—. ¿Cómo sabes que es el espía?
—Sólo tengo que apretar ligeramente este gatillo —continuó Ariana, concentrándose en Hudson—. Y tengo verdaderas ganas. Si me mientes ahora y te dejo vivir, y luego descubro que me has mentido, me encargaré de que mueras de forma muy dolorosa. ¿Está claro?
Hudson sostuvo su mirada. Empezó a hacer un gesto de asentimiento, pero la pistola no se lo permitió.
—Sí.
—¿Eres espía? —preguntó Ariana.
—Sí.
—¿Para quién trabajas?
—Para Syn-Tech.
—¿Intentabas llamarlos con eso?
—Sólo es una señal luminosa —respondió Hudson.
Ariana se apartó de Hudson, que se dejó caer en su silla, con el sudor corriendo por sus fláccidas mejillas.
—Te juro, Ariana, que no hice nada. —Se frotó sus piernas vendadas.
—No —dijo ella—, sólo dejaste que Mansor y yo saliéramos ahí —apuntó la boca del arma hacia el techo— para pasar un cable por la antena parabólica cuando tenías este aparato.
—No podía decirlo, porque me hubiera descubierto.
—Preferiste dejar morir a Mansor. —Ariana lo apuntó una vez más con el arma.
—¡No sabía que iba a morir! ¿Cómo iba a saberlo? —suplicó Hudson—. ¡Lo siento!
—¡Espera! —dijo Ingram, interponiéndose entre los dos.
—Apártate, Mark —ordenó Ariana.
—Escucha —insistió Ingram—. Dice que es una señal luminosa. ¡Deja que la encienda!
—¿Quién recibirá la señal, Hudson? —Carpenter habló por primera vez.
—Syn-Tech tiene un equipo cerca de Angkor Wat —respondió Hudson—. La localizarán y vendrán a rescatarnos.
—Estupendo, enciéndela —dijo Ariana, bajando el arma y soltando una carcajada que sonó falsa—. Dejemos que vengan.
—No hacía falta que me empujaras —protestó Beasley, tocándose con cuidado un arañazo en la mejilla—. Iba a saltar.
—Calla —dijo Dane. Recorría con la mirada el terreno que los rodeaba, con el M-16 preparado.
Por encima del dosel de la selva clareaba, pero bajo él estaba oscuro y apenas se veían veinte pasos más allá. Había recogido a Beasley, ayudándolo a bajar de un árbol. Luego había oído la explosión del cortador de margaritas en alguna parte hacia el este, y finalmente había vuelto el ruido de la selva.
Avanzaban a lo largo de la trayectoria seguida por el avión, siguiendo el sentido de la orientación interno de Dane. Éste ya había comprobado que ni su brújula ni su reloj funcionaban. Sabía que los canadienses y Freed seguían el mismo camino. Hasta oyó a alguien bajar de un árbol no muy lejos.
Sintió cómo recuperaba todas las viejas facultades, convirtiéndolo en parte de la jungla, parte de la fauna y de la flora. Aparte de la irritante presencia de Beasley y los demás, percibió tranquilidad en los alrededores.
Percibió asimismo la sombra hacia el este, tal como lo había hecho hacía treinta años.
Foreman observaba el tablero principal, que mostraba las señales captadas por un KH-12 que seguía el helicóptero de Syn-Tech. El KH-12 las había captado tan pronto como el helicóptero había despegado del campamento base de la compañía situado fuera de Angkor Wat. Seguía una trayectoria que bordeaba los límites de la puerta de Angkor. Foreman concedió cierto mérito a quienquiera que estuviera a cargo de la operación: el helicóptero se acercaría todo lo posible al avión estrellado antes de entrar.
Sin embargo, no le interesaba el helicóptero. Lo que le pareció intrigante fue la señal luminosa que conducía al helicóptero hacia la puerta de Angkor. Que la señal escapara a las interferencias electromagnéticas de la puerta era escalofriante. Alguien, o algo, quería que el helicóptero entrara.
—¿Por dónde es? —preguntó Freed.
—La torre de vigilancia está allí —dijo Dane, señalándola con la boca de su M-16. Todo lo que se veía en cualquier dirección era selva densa, pero él no tenía ninguna duda acerca del camino que debían seguir—. El río está al otro lado. Según la fotografía, el avión está a cinco kilómetros al otro lado del río.
Freed iba el primero, y subía con dificultad la pronunciada cuesta con Dane pegado a sus talones. Los canadienses y Beasley, en mucha peor forma que los dos hombres que marcaban el paso, intentaban no quedarse atrás.
Dane no se molestó siquiera en mirar por encima del hombro. Se detuvo un segundo y, cerrando los ojos, imaginó a Sin Fen.
¿Sigues ahí!
Luego abrió los ojos y siguió avanzando.
Acudió a su mente la imagen del aeródromo del que habían despegado. Chelsea y Sin Fen bajando del avión y acercándose a un helicóptero. En su visión, Sin Fen se detenía. La imagen cambió, y Dane vio el satélite en lo alto, que estalló. Superpuesto a la imagen estaba el mensaje inconfundible de Sin Fen de que había fracasado el intento de detener lo que salía de la puerta mediante la destrucción del satélite.
Se cercioró de que estaba justo detrás de Freed, luego volvió a concentrarse en sus visiones. La escena cambió. Vio despegar un helicóptero y supo, por el subtexto que Sin Fen proyectaba, que se dirigía hacia ellos y que era de Syn-Tech.
El helicóptero avanzaba siguiendo una línea. Dane frunció el entrecejo intentando dar sentido a la imagen, luego cayó en la cuenta de que la línea era una transmisión, una señal de radio que salía de la puerta.
Se detuvo al comprender las implicaciones que eso tenía. Miró por encima del hombro la cara sudorosa de Beasley, luego se volvió de nuevo hacia el frente.
Siguió subiendo con el cuerpo echado hacia adelante, sintiendo cómo el sudor le corría por la espalda, empapándole la camisa. De pronto salió al claro y una fría brisa le acarició la cara, secándole el sudor. Levantó la vista. La torre de vigilancia.
Recorrió rápidamente la distancia que lo separaba de ella y se reunió con Freed al pie del muro. Tocó un enorme bloque de piedra y sintió bajo sus dedos la superficie lisa, reconfortante.
—No se ve nada —comentó Freed.
La momentánea sensación de alivio que Dane había experimentado lo abandonó en cuanto miró en la misma dirección. Tenían el sol detrás y proyectaba sombras alargadas por el valle, pero al otro lado del río flotaba la misma niebla espesa que Dane había visto hacía tantos años. Sólo que aún era más espesa e impenetrable de lo que recordaba, y se extendía al sur y al norte hasta donde alcanzaba la vista.
—Subamos —dijo Freed a Dane, sacándolo de su ensimismamiento.
Los canadienses y Beasley aparecieron en el claro, jadeando.
—Beasley, acompáñanos —dijo Freed—. McKenzie, quiero que vigile el perímetro de este edificio.
Dane advirtió cómo el cansancio de Beasly desaparecía al contemplar la antigua obra de piedra de la torre de vigilancia.
—Es increíble —exclamó el profesor acercándose a las piedras.
Freed cruzó primero la puerta, seguido de Dane y Beasley. Subieron por las escaleras que rodeaban la muralla interior, y Beasley se detuvo para examinar los bajorrelieves. Dane oyó el clic de su máquina fotográfica y su respiración pesada resonando en la piedra antigua.
Dane se detuvo junto a Freed, que miraba con sus prismáticos. Desde el interior de la muralla no se veía mejor el otro lado del río, pero se abarcaba más extensión de campo en la otra dirección.
—¡Los muros! —Beasley jadeaba cuando se reunió con ellos—. Hay tanto en ellos. No es como Angkor Wat ni ningún otro emplazamiento. ¡Esto es diferente! Más antiguo. Sí, decididamente más antiguo.
—Calma —aconsejó Dane—. Si sufre un ataque cardíaco, tardarán en sacarlo de aquí.
—Pero ¿no lo entiende? —Beasley no hablaba con nadie en realidad—. En esos lugares sólo hay esculturas. ¡Pero aquí hay escritura! —Se volvió hacia Dane y lo sujetó por los hombros—. ¡Escritura! Una forma antigua de sánscrito.
—¿Puede leerlo? —preguntó Dane.
—Puedo entender algo —respondió Beasley.
—Entonces hágalo —ordenó Dane. Se volvió hacia Freed, que bajó los prismáticos con una expresión preocupada.
—Ahí lo tiene —susurró Dane.
Freed le dirigió una mirada.
—Supongo que... —Se interrumpió al oír el ruido de unos rotores procedente del este.
—Syn-Tech —dijo Dane.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Freed, llevándose los prismáticos de nuevo a los ojos.
—Sin Fen nos lo ha dicho, recuerde.
—Un Huey —dijo Freed, enfocándolo—. A unos tres kilómetros.
—¡Estoy recibiendo en FM! —exclamó Hudson.
Ariana estaba sentada en una silla frente a él, con la Beretta en el regazo. No reaccionó como Carpenter o Ingram, que dieron un brinco al oír la noticia. Mike Herrín se había acercado poco antes, pero no parecía haberlo oído. Estaba sentado en una esquina del área de comunicaciones, con los ojos cerrados, balanceándose hacia adelante y hacia atrás, y tarareando para sí mismo en voz baja.