Atlantis - La ciudad perdida (26 page)

BOOK: Atlantis - La ciudad perdida
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Dane se sobresaltó. Había oído voces dentro de su cabeza toda su vida, y sabía por la forma en que la voz de Sin Fen resonaba en su cerebro que no se refería a «dioses» en el sentido tradicional, sino a un orden más elevado de conciencia.

—Esta área no sólo te proporciona la capacidad para «hablarme» —prosiguió Sin Fen—, sino también otras muchas capacidades, de algunas de las cuales no eres consciente. Tienes parte del poder que los antiguos atribuían a los dioses.

Dane vio que Freed pasaba una mano por la línea estática que se extendía por el interior de la cabina, de la parte delantera a la trasera, para comprobarla.

—¿Qué tiene esto que ver con el lugar adonde vamos? —preguntó Dane, intentando llevar la conversación a un nivel que él pudiera manejar.

—No lo sabemos.

—¿Por qué hablas en plural? ¿Para quién trabajas?

Dane se sobresaltó al ver la imagen en la conciencia de Sin Fen justo antes de que cayera sobre ella una cortina mental.

—¡Foreman!

—¿Qué? —gritó Freed, con voz apenas audible por los ruidos del avión—. ¿Qué ha dicho?

Dane interrumpió la comunicación con Sin Fen, ganándose un ladrido de aprobación de Chelsea.

—¿Cómo dice?

—Ha dicho algo —gritó Freed.

—Nada —respondió Dane.

—Es hora de prepararnos para saltar.

Dane miró a Beasley, que en ese momento parecía muy poco entusiasmado con la perspectiva. Al ponerse de pie, proyectó sus pensamientos hacia Sin Fen: Quiero saber toda la verdad.

Los oscuros ojos de Sin Fen sostuvieron su mirada.

Te diré todo lo que sé, pero no es gran cosa.

—¿Dónde está Mansor? —preguntó Ingram, agarrando a Ariana por el brazo y clavándole los dedos en los bíceps.

Ariana sabía que él temía que estuviera en estado de shock, pero aún no estaba preparada para volver a la realidad. Deseaba estar en estado de shock, olvidar lo que acababa de presenciar.

La habían arrastrado hasta el interior del avión tirando del cable coaxial. Levantó la mirada. El ver que la escotilla seguía abierta sobre sus cabezas tuvo el mismo efecto que si le hubieran dado una bofetada en la cara, haciéndola volver a la realidad.

—¡Cerrad la escotilla! ¡Cerradla! —gritó.

Lisa Carpenter subió de un salto al escritorio y la cerró.

—¿Qué le ha pasado a Mansor? —preguntó Ingram una vez más, mientras ella retiraba la mano de su brazo—. ¿Está fuera? ¿Salimos a buscarlo?

Ariana lo miró fijamente, reprimiendo la carcajada demencial que le subía por el pecho. Extendió los brazos mostrando la sangre que la cubría.

—Esto es lo que le ha pasado a Mansor. Esto es Mansor.

—¡Santo cielo! —exclamó Ingram, conmocionado.

—¿Qué hay del SATCOM? —preguntó Carpenter.

Ariana mostró el cable. Había sido cortado limpiamente. Tiró del cabo suelto y lo desenrolló de su muñeca. Le dolía por donde le había apretado, pero no era un dolor agudo, sino amortiguado. Tiró el cable al suelo y se desplomó en una silla giratoria.

Hizo balance de la situación, procurando dominarse. Sólo quedaban cinco con vida. Hudson estaba sentado en una silla, con sus piernas heridas en alto. Herrín se había acurrucado en un rincón y sus ojos vidriosos indicaron a Ariana que hacía tiempo que se había ido y no podía contar con él. Ingram parecía estar bien, pero la edad era un inconveniente. Carpenter parecía preparada, con sus musculosos brazos negros cruzados. Pero ¿preparada para qué?, se preguntó Ariana. Se llevó una mano a la cara, distraída, y la apartó pringosa y cubierta de sangre seca.

—Toma —dijo Carpenter, tendiéndole una toalla.

Ariana se limpió lo mejor que pudo.

—¿Qué ha pasado ahí fuera? —preguntó Ingram.

Ariana explicó lo ocurrido. Cuando hubo terminado, reinó el silencio.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Carpenter, rompiendo el angustioso silencio.

—Nada —dijo Ariana—. No vamos a hacer nada. Sólo esperar y rezar. Pero ni siquiera sé si eso servirá de algo, porque, que yo sepa, podríamos estar ya en el infierno.

Por mucho que Foreman detestara la burocracia, había ocasiones en que también la agradecía, así como la lealtad ciega que le profesaban quienes ocupaban los distintos recovecos del gobierno.

En esos momentos tenía un satélite conectado directamente con el representante de la Oficina Nacional de Reconocimiento (NRO) del Centro de Pruebas del lago Groom, conocida en los medios de comunicación y entre los fanáticos de los ovnis como Área 51. Había dado la orden hacía veinte minutos, y la eficiente NRO había respondido con su habitual diligencia.

—El SR-75 está listo para despegar —informó el representante de la NRO.

—Adelante —ordenó Foreman.

El lago Groom se caracterizaba por tener la pista de aterrizaje más larga del mundo, construida sobre el lecho seco del lago. De once kilómetros de longitud, había sido el terreno desde el que se habían probado por primera vez aviones tan exóticos como el Stealth Fighter y el bombardero B-2.

Pero el avión que acababa de salir de un hangar gigantesco por orden de Foreman hacía que esos aviones más antiguos parecieran juguetes a su lado. De más de setenta y cinco metros de largo, casi la longitud de un campo de fútbol, y trescientos de ancho de un extremo a otro de sus alas en forma de V, el Penetrator SR-75 era la aeronave más avanzada construida por el hombre. Tenía la forma de un bombardero B-2 alargado. La tripulación estaba integrada por el piloto, el copiloto y el oficial de reconocimiento (RSO), sentado en un compartimento especial en la parte superior de la cabina de mando. En el interior del avión había sentado un cuarto hombre, esperando.

Tras la última orden de Foreman, el piloto del SR-75 accionó el acelerador de mano del motor turborreactor convencional y el colosal aparato empezó a deslizarse por la pista. Fue preciso que recorriera cuatro kilómetros para alcanzar la velocidad necesaria para que las alas delta se elevaran y las ruedas se despegaran del suelo.

Con el motor turborreactor funcionando a tope, el piloto siguió ganando altura y velocidad.

—Necesito que esté al tanto y me informe inmediatamente de cualquier cambio.

—Estaremos al tanto —respondió Patricia Conners, frotándose el entrecejo cansinamente y dirigiendo una mirada a Jimmy, sentado al otro lado del escritorio, que respondió con un gesto de asentimiento.

—Se lo agradezco —resonó la voz de Foreman en el altavoz de la oficina tras un breve silencio.

—No hay de qué. Me alegro de que alguien haga algo.

—¿Está conectada al MHV?

—A través de la NRO —respondió Conners—. Me haré con el control en cuanto lo lancen.

—Sólo dispondrá dé un disparo —recordó Foreman.

—Lo sé.

CAPÍTULO 11

—¡Engánchense! —gritó Freed, doblando los índices y moviéndolos arriba y abajo.

Dane deslizó el gancho de la línea estática por el cable y lo cerró con un clic, luego pasó el delgado alambre de seguridad por el pequeño agujero y cerró el gancho en su sitio. Habían transcurrido treinta años desde la última vez que había llevado un paracaídas a la espalda, pero la rutina y las emociones que había experimentado por primera vez en Fort Benning durante su entrenamiento básico regresaron de golpe. Se disponía a saltar de un avión en perfectas condiciones. A diferencia de ese primer salto de prácticas, no le preocupaba el salto en sí. Esta vez temía el terreno que se extendía a sus pies.

Llevaba un traje diseñado para saltos en terreno agreste: con refuerzos en los brazos y las piernas, un casco con rejilla para protegerse la cara y un grueso chaleco enguatado que le cubría el torso. Atada a la mochila tenía una cuerda de sesenta metros de longitud, para descolgarse por ella en caso de que cayera en un árbol. El M-16, las minas, la munición y el resto del equipo los llevaba desmontados en su mochila.

Delante de él, Beasley manejaba con torpeza su gancho. Se lo quitó de las manos y lo enganchó por él. Beasley no le dio las gracias.

—Tranquilo —dijo Dane.

Beasley se limitó a proferir un gemido de angustia.

Dane volvió la cabeza. Chelsea estaba con Sin Fen y no parecía muy contenta. Envió a la mujer una imagen de Chelsea acurrucada en el cojín de su casa.

La proyección mental de Sin Fen hizo eco en el cerebro de Dane. Cuidaré de ella.

Él se inclinó y gritó para hacerse oír por encima del ruido del avión.

—Foreman te ha enviado como contacto, ¿no? —preguntó—. Cree que tú y yo podremos seguir comunicándonos cuando entre en este lugar.

—Sí.

—¿Hasta qué distancia puedes comunicarte conmigo?

—No lo sé.

—Estupendo.

—Foreman también cree que eres capaz de muchas más cosas además de comunicarte conmigo —añadió Sin Fen.

—No me vendría mal que me dieras una pista.

—Te corresponde a ti descubrirlo, porque sobrepasa lo que nosotros sabemos.

—Estupendo —repitió Dane—. ¿Alguna idea de qué clase de lugar es ése?

—Tú sabes más que nosotros, ya que has estado en él. Pero tenemos que averiguar si el sistema de satélites MILSTARS está siendo utilizado por la fuerza que se encuentra dentro de la puerta de Angkor.

—¿Utilizado para qué? —preguntó Dane. Se sobresaltó cuando su mente registró una imagen de todo el planeta cubierto de varias líneas de colores. A lo largo de esas líneas había varios puntos brillantes. También vio, justo encima del lugar adonde se dirigían, un satélite espía, y supo, sin saber cómo, que éste no veía nada de lo que ocurría dentro de la puerta.

—Ésa es la energía que está siendo propagada a partir de una fuente que se encuentra dentro de la puerta de Angkor. Los puntos son los satélites MILSTARS. La energía que se está acumulando alcanzará niveles peligrosos, letales, en menos de un día. Tenemos que detenerla.

—¿Qué quiere Foreman que haga?

—Averiguar la causa. Y detenerla.

—Claro. Volveré a tiempo para el almuerzo.

—Esto es muy peligroso, más de lo que ya sabes. Estas áreas se están ampliando y podrían destruir el mundo.

—Gracias por decírmelo ahora.

Dane trató de penetrar en su mente para ver si le ocultaba algo, pero su sonda psíquica se estrelló con un muro negro que se lo impidió. Maldijo para sí, y la voz de ella se hizo eco por encima de la maldición: Lleva práctica. Me he entrenado mucho para disciplinar mi mente.

—Entonces tal vez deberías llevar tú este paracaídas —dijo Dane en voz alta.

No. Eres tú el que debe hacerlo.

—¡Espera! —gritó Freed.

Dane pensó en el lugar de Camboya que se agrandaba. Se aseguró de que las correas de su mochila estaban firmes y a continuación se apretó las del arnés.

La rampa trasera empezó a abrirse, la mitad superior desapareciendo en la cola, la mitad inferior nivelándose, formando una plataforma. Freed se acercó a ella.

Dane parpadeó cuando el viento le azotó la cara. Seguía siendo de noche, pero sabía que pronto amanecería. Freed se arrodilló y agarró el brazo hidráulico que movía la plataforma. Los cuatro canadienses y Beasley, vestidos con abultados trajes, estaban sentados entre Dane y Freed, esperando.

—¡Listos para saltar! —gritó Freed, levantándose. Se acercó deprisa, al borde e indicó a Michelet con el pulgar que todo iba bien—. ¡Ya! —Y se deslizó en la oscuridad.

Los canadienses se apresuraron a seguirle, y Dane vio cómo sus paracaídas se desplegaban detrás del avión, con los paquetes todavía conectados al cable de acero retorciéndose al viento. Beasley se detuvo en el borde y Dane se limitó a empujarlo. Saltó detrás de él. Sintió la familiar sensación de caída libre mientras la línea estática iba soltándose detrás de él, y a continuación el brusco tirón de su paracaídas al desplegarse.

Levantó la vista para asegurarse de que tenía encima un buen toldo y agarró los cazonetes; luego miró hacia abajo. Apenas se distinguía la alfombra verde de la vegetación cada vez más próxima. Al acercarse a ella, vio que iba a aterrizar a un lado de una cresta cubierta de selva. También vio los demás paracaídas, un par de ellos ya en los árboles.

Se protegió la cara con los codos y se puso tenso al acercarse a la capa superior de la selva. Chocó con hojas, y rebotó contra una rama rompiendo otra, hasta que de pronto se quedó inmóvil, colgado de su arnés.

Antes de hacer otra cosa, cerró los ojos.

Sin Fen.

Enseguida escuchó la respuesta en su cabeza: Te oigo.

El SR-75 pasó a una velocidad de Mach 2,5 por el extremo oriental del océano Pacífico a sesenta mil pies de altura. A esa altitud entraba en juego el diseño radical del avión: los motores turborreactores convencionales se esforzaban al máximo, resollando a la velocidad y altitud límites de las especificaciones de su diseño.

En la cabina de mando, el copiloto destapó una hilera de cuatro interruptores rojos.

—Listo para arrancar el PDWE —informó al piloto.

—Adelante.

El copiloto apretó los interruptores de izquierda a derecha. En la cola del avión, bajo el motor turborreactor, el motor de onda de detonación pulsátil (PDWE) cobró vida. Se trataba de un dispositivo bastante sencillo que consistía en una serie de pequeñas cámaras en las que se producían miniexplosiones rítmicamente. Estas explosiones hacían que se formaran unas ondas expansivas supersónicas y que se precipitaran en una cámara de combustión más amplia. Las ondas expansivas comprimían la mezcla de combustible y aire, y producían una onda expansiva mayor que era canalizada hacia la parte trasera del avión, proporcionando una propulsión a niveles nunca alcanzados por el hombre.

Dejando una estela de humo blanco en la alta atmósfera, el SR-75 se elevó aún más a Mach 5 camino de la velocidad máxima de Mach 7, a ocho mil seiscientos kilómetros por hora.

El C-123 se ladeó en el cielo a diez kilómetros de distancia de la zona de lanzamiento. La rampa seguía bajada, y uno de los miembros de la tripulación desenrollaba despacio una serie de correas de nailon sujetas a la plataforma a la que estaba atada la bomba «cortadora de margaritas». La plataforma tenía ruedas, y el hombre fue soltando el nailon hasta que ésta se detuvo en el borde de la rampa. A continuación tiró de un gran gancho que había en la parte superior del paracaídas sujeto a la bomba, y lo enganchó a la línea estática.

Escuchaba por unos auriculares al piloto, y cuando éste le dio luz verde, cortó las correas con una navaja y dejó caer la plataforma por la rampa.

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