Atlantis - La ciudad perdida (21 page)

BOOK: Atlantis - La ciudad perdida
7.82Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Cuándo?

—Hace diez mil años. Nagoya cree que la leyenda de la Atlántida, tal como la relata Platón en Timeo y Critias, dos de sus diálogos, cuenta una historia real sobre lo que ocurrió cuando todos esos Vértices Perversos se convirtieron en puertas y trataron de conectarse. Cree que una civilización humana muy desarrollada fue destruida, hasta el extremo de quedar reducida a una mera leyenda. Que uno de los Vértices Perversos, conocido ahora como la puerta del Triángulo de las Bermudas o el Triángulo de las Bermudas, se abrió debajo de la Atlántida y la arrasó.

—Tonterías —estalló Simmons.

—El doctor Nagoya si tiene varios doctorados, profesor Simmons; de hecho, es uno de los científicos más reputados de Japón. Señor presidente, creo que nos estamos enfrentando a una grave amenaza, y no sólo afecta a esas zonas concretas, sino a toda la humanidad. No fueron tonterías ni bobadas lo que destruyó el Bright Eye, hizo desaparecer el Scorpion hace tantos años o ha derribado el avión de Michelet.

»Creo que nos están invadiendo a través de esas puertas, señor, y no podemos justificar nuestro nivel actual de conocimientos científicos insistiendo en que no es posible, cuando de hecho ya está ocurriendo. No podemos silenciar intelectualmente esta amenaza. Está ocurriendo algo, señor, y no creo que tengamos ni el tiempo ni la libertad suficientes para esconder la cabeza y hacernos los locos. —Foreman advirtió que varias personas en la sala de control lo miraban, y se dio cuenta de que había gritado al pronunciar la última frase—. Señor, la historia cuenta con una larga lista de gobernantes, que son responsables de no haber reaccionado ante las amenazas hasta que era demasiado tarde. Recuerde a Chamberlain en 1939 con Hitler. Entonces tenían hechos que prefirieron pasar por alto o incorporar a sus fantásticas fantasías.

—Está pisando terreno peligroso. —La voz del presidente era gélida.

—Señor, si cree que me preocupa mi carrera, mi pensión, mi cargo o cualquier otra cosa que no sea esta amenaza, se equivoca. Esta invasión es real, y esta vez no habrá ningún lugar al que huir, y no dejarán tranquilo nuestro país.

Hubo un largo silencio.

—¿Y ahora qué? —preguntó por fin el presidente—. ¿Qué hacemos ahora?

—Señor, tan pronto como averigüe lo que hay al otro lado de la puerta de Angkor, formularé un plan de acción.

—¿Y cómo demonios va a hacerlo? Nadie ha regresado allí.

—Como antes le dije, hay un hombre que lo consiguió. En estos momentos está con el señor Michelet. Cuando entró allí, algo o alguien se puso en contacto con él. Antes de que el avión de Michelet fuera derribado, hubo también una transmisión de radio dirigida a él, al parecer de uno de sus viejos compañeros que se encuentra dentro de la puerta de Angkor. No sé cómo pudo conseguirlo, pero es la mejor pista que tenemos. Ese hombre entró y salió de allí, y confío en que vuelva a hacerlo, pero esta vez con más información. Entretanto, tengo una lista de medidas que deberíamos adoptar para estar preparados para responder, una vez que averigüemos lo que está ocurriendo.

—¿Y si no lo averiguamos? —preguntó el presidente.

—Que Dios nos asista, señor presidente —respondió Foreman.

CAPÍTULO 8

Aunque eran las tres de la mañana, una ráfaga de aire caliente envolvió a Dane en cuanto salió a la corta escalera acoplada a la puerta del avión. Pero más que el calor, fue el olor lo que trajo a su memoria una maraña de recuerdos. Un olor a comida exótica, sudor humano y un débil rastro de enfermedad y polvo le hicieron creer por un instante que estaba de nuevo en Saigón treinta años atrás.

Contempló las luces que señalaban la pista de aterrizaje: el aeropuerto Don Muang no había cambiado mucho respecto al que había encontrado tres décadas atrás, cuando llegó de permiso para descansar y recuperarse. Sintió que le invadía la misma oleada de malos presentimientos que había tenido entonces. Era un lugar horripilante. Sólo había pasado un día en Bangkok, encerrado en una habitación de motel, antes de coger el primer vuelo de vuelta a Vietnam y, para él, la paz y seguridad del campamento base del MACV-SOG. En Bangkok había demasiada miseria humana, demasiada desesperación, y no podía quitársela de la cabeza.

—Aquí está nuestro hombre —dijo Freed, dándole un codazo y haciéndole volver al presente.

Dane vio la limusina blanca que los esperaba. Con Chelsea a su lado, siguió a Michelet, Freed y Beasley hasta el coche. Chelsea subió y se enroscó en el espacioso interior, entre dos amplios asientos de cuero colocados uno frente al otro.

Dentro los esperaba un hombre de edad.

—Me alegro de verte, Lucien —lo saludó Michelet, estrechándole la mano y sentándose a su lado.

Dane calculó que Lucien tenía por lo menos setenta años, si no más. Supuso que era uno de los primeros expatriados franceses expulsados de Vietnam cuando los comunistas se hicieron con el poder y que estaba trasladando sus negocios dos países más al oeste. Michelet hizo las presentaciones.

—Ya conoce al señor Freed. Y éstos son el profesor Beasley y el señor Dane.

Lucien clavó sus ojos azules en cada hombre y saludó inclinando su cabeza calva con manchas de la vejez, antes de volverse hacia Michelet.

—He informado al señor Freed acerca de lo que... —Se interrumpió cuando Michelet levantó ligeramente un dedo.

—¿Está preparado el equipo que le pedimos? —preguntó.

—El avión y el helicóptero esperan en el aeródromo, con combustible y preparados. Las tripulaciones los esperan en el avión. Es lo mejor que he podido conseguir en tan poco tiempo, de modo que es posible que no sean tan buenos como usted quisiera. —Lucien parecía a punto de añadir algo, pero cambió de opinión—. La bomba que pidió ya está a bordo del avión. En cuanto al equipo especializado, he quedado con un hombre que podrá facilitárselo.

—No tengo tiempo para regatear —respondió Michelet. Su cara se ensombreció a la tenue luz del vehículo—. Te dije que lo hicieras por mí. ¡El equipo ya debería estar aquí!

—Nunca tocaré armas o drogas —replicó Lucien, sosteniéndole la mirada—. Así es como he conseguido sobrevivir en esta parte del mundo. Es posible que no me queden muchos más años de vida, pero quiero que acabe de forma natural. No supondrá un gran retraso. Es un hombre muy eficiente. Sólo tenemos que hacer un pequeño desvío para recoger el equipo.

Lucien dio unos golpecitos con un bastón en el grueso cristal que los separaba del conductor, y la limusina se puso en marcha.

Dane se agachó y enroscó los dedos en el pelo de Chelsea, masajeándole despacio sus músculos. Ella volvió la cabeza y le dedicó un débil gemido.

El anciano francés ocultaba algo, Dane estaba seguro de ello. Lo que había estado a punto de decir era importante, pero Michelet no quería que él lo supiera. Volvió a mirar por la ventana y se fijó en que los seguía una camioneta con tres hombres en la caja y una metralleta de grueso calibre montada en el techo de la cabina. Lucien tenía muchas ganas de conservar la salud.

Se abrieron paso por calles bordeadas de palmeras y atestadas de gente incluso a esa hora tan temprana. No había más coches, ni rastro de soldados norteamericanos por las calles, pero a Dane le recordó mucho a Saigón. El Sudeste asiático era un lugar donde el tiempo transcurría muy despacio. Dejaron atrás a granjeros que tiraban de carros cargados con productos de la tierra, camino de los mercados que pronto se abrirían.

La limusina dobló una esquina y se adentró en un callejón estrecho. Dane se puso tenso cuando lo invadió una sensación que hacía tiempo que no experimentaba.

—Es una emboscada —susurró a Freed.

El hombre de seguridad lo miró, y a continuación miró por las ventanas de cristal oscuro los edificios que se alzaban a cada lado. Deslizó una mano dentro de su cazadora, pero aparte de eso no hizo nada. Dane pensó brevemente en la reacción que habría producido tal afirmación en los miembros del ER Kansas, y se obligó a relajarse. Si eran víctimas de una emboscada, tendría que confiar en que los hombres de Lucien los protegerían; a menos, por supuesto, que fuera Lucien quien les tendía la trampa. Pero lo dudaba, estando con ellos en el coche.

Al final del callejón se abrieron de par en par las puertas de un almacén, y las cruzaron. Dane estaba tenso, listo para salir rodando por la puerta, pero, curiosamente, la sensación de amenaza disminuyó levemente en cuanto las puertas se cerraron detrás de ellos. Lucien bajó del coche, seguido de Michelet.

—¿A qué ha venido eso? —susurró Freed a Dane antes de salir.

Dane se limitó a sacudir la cabeza y pasó por delante de él.

—Espera —ordenó a Chelsea, que no pareció demasiado entusiasmada con la orden, pero obedeció, ocultando el morro entre las patas delanteras en la gruesa alfombra del interior del vehículo y frunciendo las cejas.

La camioneta con la pesada metralleta encima había entrado detrás de ellos, pero dio inmediatamente la vuelta en el reducido espacio que había detrás de la limusina, lista para salir la primera. El interior del almacén estaba iluminado por bombillas que colgaban bajas del techo, a seis metros de distancia una de otra. La pared del fondo estaba a unos quince metros de distancia y el interior estaba lleno de cajas.

Había cinco camboyanos esperando de pie detrás de una mesa larga, encima de la cual había dos grandes armarios para guardar el equipo. Lucien se acercó a la mesa y agitó el bastón por encima de los armarios.

—Su equipo —se limitó a decir.

—Compruébelo, Freed —ordenó Michelet.

—Primero el dinero —dijo el camboyano del centro, levantando una mano.

—Freed, compruebe el material —repitió Michelet al tiempo que deslizaba sobre la mesa el maletín metálico.

El camboyano cogió el maletín e intentó abrirlo mientras Freed abría el primer armario. Dane se acercó a Freed. Dentro había seis M-16A2, todavía en su envoltorio original. En las esquinas se amontonaban los cargadores de treinta cartuchos junto con varias cajas de munición de 5,56 milímetros. También había una docena de bolsas de lona verde que, según Dane reconoció al instante, eran minas Claymore.

—¡La llave! —rugió el camboyano enfadado, sosteniendo el maletín en alto.

Michelet se metió una mano en el bolsillo y sacó una pequeña llave metálica.

—Tiene el dinero en las manos. Le daremos la llave en cuanto terminemos de comprobar el equipo que le hemos comprado. Si intenta abrir el maletín sin la llave, le advierto que dentro hay una carga especial que incinerará el dinero.

—El dinero está dentro del maletín, Sihouk —terció Lucien, mirando a los hombres situados a cada lado de la mesa.

Sihouk siseó algo en camboyano, y los otros cuatro hombres se desplegaron con las manos cerca de las cinturas, de las que asomaban de forma destacada las empuñaduras de sus pistolas de grueso calibre.

—El dinero está dentro del maletín y os darán la llave —repitió Lucien—. Dejad que se aseguren de que tienen lo que necesitan.

Sihouk dijo algo más y sus hombres se detuvieron, preparados.

Freed abrió el segundo armario. Dentro había varios paquetes abultados junto con varias fundas de plástico. Dane introdujo una mano y sacó uno de los M-16. Cogió un cargador de treinta cartuchos, se aseguró de que estaba lleno y lo deslizó en el arma, encajándolo con un clic audible que aumentó la tensión en el almacén.

—¿Qué demonios está haciendo? —preguntó Michelet.

—Jugando a lo mismo que usted —respondió Dane. No le preocupaban mucho Sihouk y sus hombres. Tenían su dinero, y sabía que Michelet les daría la llave. Lo que le inquietaba era el mal presentimiento que había tenido al entrar en el almacén—. No voy a quedarme aquí con las manos vacías mientras ustedes juegan a ver quién es más macho.

Dane sostuvo el M-16 con naturalidad a su costado, con la boca hacia el suelo. Sonrió a Sihouk. Éste le sostuvo la mirada, y luego sonrió despacio, enseñando dos dientes de oro. Dane advirtió la traición que se reflejaba en su mirada, pero sabía que nadie más podía hacerlo.

—Está todo —dijo Freed.

Michelet arrojó la llave a Sihouk, que la cogió al vuelo. Mientras Freed y Dane llevaban el equipo al maletero de la limusina, Sihouk abrió el maletín. Sonrió una vez más, siseó una orden y los cinco camboyanos desapareciendo en la oscuridad.

—Larguémonos de aquí —dijo Lucien—. Ni siquiera me gusta transportar esta clase de material.

Dane había sacado un segundo M-16 junto con varios cargadores al meter las armas en el maletero. Arrojó el arma a Freed cuando volvieron a subir a la limusina.

—Para que no diga que nunca le di nada —dijo, mientras le lanzaba cuatro cargadores—. Creo que va a ser más difícil salir de aquí que entrar.

Freed cargó el rifle mientras la limusina daba la vuelta. Las puertas se abrieron y la camioneta salió al callejón, seguida de cerca por la limusina.

Dane sintió la sensación de amenaza con mayor intensidad.

—¡Pare! —gritó justo cuando la parte delantera de la limusina se disponía a cruzar las puertas. El conductor reaccionó automáticamente, pisando los frenos.

Una granada propulsada por un cohete alcanzó la camioneta, que estalló en llamas. De los tejados adyacentes dispararon varias balas trazadoras, que acribillaron la calle y la furgoneta. Una segunda granada cayó al suelo justo delante de la limusina. Dane abrió la puerta de una patada con el rifle preparado, mientras Michelet, Beasley y Lucien se acuclillaban en el interior, protegidos por el blindaje y el cristal a pruebas de balas del coche, y Freed bajaba por el otro lado.

Dane utilizó el lateral del coche para cubrirse y disparó todo un cargador en rápidas ráfagas de tres cartuchos hacia el lugar de donde procedían las balas trazadoras. Freed estaba al otro lado del coche, disparando al otro lado de su área de fuego, cubriéndolo.

Dane reconoció el tableteo de los AK-47, un ruido que había oído muchas veces. Encajó otro cargador. En el tejado, un hombre con un lanzacohetes al hombro se levantó y apuntó hacia abajo. Dane disparó una rápida ráfaga y lo derribó.

Hizo una pausa al reconocer el ruido de un arma automática ligeramente distinta de las armas de los tejados. Allí arriba había alguien con un arma que no era un AK. Llevaba el M-l6 al hombro, cuando de pronto cayó del tejado un cuerpo que aterrizó entre la parte delantera de la limusina y la furgoneta en llamas. Lo siguió otra ráfaga de la misma arma. Y dos más.

Other books

Everything Under the Sky by Matilde Asensi
Horseshoe by Bonnie Bryant
The Sweet By and By by Sara Evans
I Hear Them Cry by Kishimoto, Shiho
Aristotle by Politics
With Cruel Intent by Larsen, Dennis
A Dark and Lonely Place by Edna Buchanan