Atlantis - La ciudad perdida (18 page)

BOOK: Atlantis - La ciudad perdida
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»El templo se considera una de las principales maravillas arquitectónicas del mundo. De haberse construido fuera de las selvas de Camboya, sería tan famoso como las grandes pirámides de Egipto.

»De hecho, se calcula que en la construcción de Angkor Wat se utilizó la misma cantidad de piedra que en la Gran Pirámide de Gizeh. El templo cubre un kilómetro cuadrado, y la torre central oprang se eleva sesenta y cinco metros por encima de los fosos. Es el templo más grande del mundo, y a su lado las grandes catedrales de Europa parecen pequeñas.

»Sin embargo, a diferencia de las pirámides, las superficies del templo no son de piedra lisa. Los Khmer adornaban toda superficie aprovechable con hermosos bajorrelieves y esculturas.

Dane advirtió que hasta Michelet y Freed se habían sentido cautivados por la voz de Beasley y lo escuchaban con atención.

—Se supone que Angkor Wat se construyó con una idea muy concreta: ser una interpretación esquemática del universo hindú. El prang del centro representa el mítico monte Meru, mientras que los fosos de alrededor se supone que representan el océano.

—¿Por qué dice se supone? —preguntó Dane.

—No debemos olvidar que el hinduismo y el budismo llegaron a Camboya después de que se construyeran estos templos, de modo que estas explicaciones de la arquitectura y el trazado, que son comúnmente aceptadas, podrían no haber sido el factor que motivó el diseño o la construcción del edificio, sino haberse sumado al hecho, algo que muchos de mis colegas rechazan. Lo que ellos interpretan como consecuencia de un mito, en realidad podría ser el origen de ese mito.

»Es esta motivación, caballeros —concluyó Beasley—, lo que creo que es esencial para resolver este misterio.

—No tenemos que resolver ningún misterio —replicó Michelet—. Sólo tenemos que sacar de allí a mi hija y a los demás.

—Creo que se equivoca, señor Michelet —repuso Beasley haciendo un gesto de negación—. Creo que este misterio es lo que ha atrapado a su hija... y a los miembros de su equipo —añadió, dirigiéndose a Dane—. Y no podremos alcanzar nuestros objetivos hasta que tengamos una idea más clara de a qué nos enfrentamos.

Bangkok era conocida en Oriente como la Ciudad del Pecado. Desde sus orígenes, abasteciendo de comida a las divisiones de soldados norteamericanos que llegaban de permiso de Vietnam, hasta los actuales batallones de hombres de negocios japoneses que disfrutaban de viajes sexuales pagados, Bangkok se había convertido en un semillero del crimen, la prostitución y la corrupción que, la verdad sea dicha, satisfacía a los hombres poderosos de Tailandia. El vicio había sido una importante fuente de divisas, y como no era probable que Disney montara un parque temático en las fangosas orillas del río Cho Prang que cruzaba la ciudad, había que resignarse con la industria sexual. En Tailandia el cuerpo humano no valía gran cosa, y a pesar de tener tal vez el índice más alto del mundo de infectados por el sida, el gobierno no estaba demasiado interesado en detener el tráfico de carne pese a los ocasionales ataques de la prensa.

En las más oscuras profundidades del barrio de la prostitución junto a la calle Patpong, la «calle de los mil placeres», entre bares, prostíbulos y salones de masajes, había un hotel de dos pisos renovado cuya última capa de pintura ya estaba desconchada y sucia. Por la entrada lateral de la planta baja entraban hombres, que eran recibidos por chicas y chicos que los llevaban por oscuros pasillos para satisfacer sus deseos.

El piso de arriba era diferente. Sólo había una forma de acceder a él, una escalera en la parte trasera del edificio. En las sombras de la escalera esperaban varios hombres vestidos de negro, con sus armas automáticas en bandolera. Se aseguraban de que sólo subieran por la escalera quienes habían sido invitados y ahuyentaban a los borrachos tambaleantes.

La escalera daba a una antesala de paredes de acero y una gran puerta acorazada al fondo. Al cruzar la pesada puerta, el visitante se encontraba con un escenario que podría haber sido fácilmente montado debajo del Pentágono, al otro lado del mundo.

A lo largo de una pared había una hilera de radioteléfonos vía satélite último modelo, cuyas antenas parabólicas estaban escondidas entre los palomares y las barracas de madera contrachapada del tejado. En otra pared había un mapa electrónico del Sudeste asiático de dos metros y medio de ancho y metro ochenta de alto. Frente al mapa, tres hileras de ordenadores manejados por diligentes jóvenes. En el fondo de la habitación, al otro lado de la puerta, había una pequeña estancia con una tarima alta y rodeada de cristal oscuro, a prueba de balas e insonorizada. Dentro había una sola silla, de cara a la pantalla de un ordenador.

En esos momentos ocupaba la silla un anciano que partía despacio un cacahuete entre sus dedos arrugados, dejando caer la cáscara al suelo. Sujetas con celo al cristal había tres imágenes que habían llegado por fax durante su vuelo a Tailandia.

Se volvió cuando se encendió una luz roja en el auricular de uno de los teléfonos de su cabina. Lo descolgó.

—Foreman... —La voz al otro lado del hilo era brusca, con cólera contenida—. Foreman, soy Bancroft. Debo comunicarle que hemos perdido el Bright Eye.

—¿Perdido? —Una ceja blanca se arqueó en el rostro de Foreman.

—Ha desaparecido, Foreman —repuso Bancroft con tono cortante—. Destruido. Se disponía a adquirir las imágenes que usted había pedido cuando algo lo alcanzó y lo destruyó. Una especie de arma energética. ¿Qué demonios está ocurriendo allí? —Elevó la voz en la última frase.

—No lo sé —respondió Foreman—. Por eso utilicé el Bright Eye. ¿Obtuvo algún dato?

—Aún no tengo la información —respondió Bancroft—. Haré que la NSA se la envíe en cuanto la tenga. Pero la cuestión ahora es que tengo encima a una serie de gente muy poderosa, porque hemos hecho estallar un reactor nuclear de tamaño considerable puesto en órbita a doscientos kilómetros de altura. ¿Sabe lo que eso significa? ¿Tiene alguna idea de lo que eso significa?

—Significa que hay algo en la puerta de Angkor que no soporta las fotografías —replicó Foreman—. También significa que por primera vez ha salido algo de una de las puertas. —Y añadió—; Que nosotros sepamos.

—¡Al demonio sus puertas! —gritó Bancroft—. No deberíamos haber tenido ese reactor en órbita. Se supone que no hemos de tener ningún reactor nuclear en órbita. Eso viola cualquier tratado que este país haya firmado sobre la explotación del espacio. Por no hablar del hecho de que el reactor haya estado conectado a un láser. Ese pequeño detalle viola todos los acuerdos sobre armamento espacial que hemos firmado.

—No he sido yo quien ha hecho estallar su satélite —respondió Foreman con ecuanimidad—. Pero voy a averiguar quién lo ha hecho.

—Maldita sea, más le vale.

Foreman se recostó en su silla y trató de controlarse.

—Señor Bancroft, le sugiero que olvide lo que la prensa pueda decir si se entera y que piense en que no tenemos ninguna arma capaz de disparar a un satélite en órbita a doscientos kilómetros de altura y destruirlo. Sin embargo, dentro de la puerta de Angkor hay alguien, o algo, que sí la tiene. Creo que eso es lo que debe preocuparnos en estos momentos.

—Está bien, Foreman —respondió Bancroft tras un breve silencio—. Le volveré a llamar. Tengo que dar parte al viejo y no se va a poner muy contento.

La comunicación se cortó. Foreman hubiera sonreído si no fuera por la gravedad de la situación; llevaba veinticinco minutos tratando de hablar con el presidente, pero se lo habían impedido Bancroft y otros burócratas tan atolondrados como él, que no se habían tomado en serio la amenaza. Bien, pues ahí estaba.

Se volvió hacia la figura que había aparecido sin hacer ruido a su derecha. Apenas susurró al dirigirse a la mujer que se había detenido ante él.

—Sin Fen.

Era una mujer despampanante, tanto por su estatura como por su belleza. Medía un metro ochenta y dos, y tenía facciones orientales. El pelo negro azabache enmarcaba unos pómulos altos, y tenía sus ojos almendrados y oscuros clavados en el hombre sentado en la silla.

—Michelet aterrizará en el aeropuerto dentro de dos horas —dijo.

—¿Y Dane? —preguntó el hombre.

—Subió al avión en Estados Unidos. Es lógico que siga a bordo.

—¿Puedes sentirlo ya? —preguntó Foreman.

—Viene hacia aquí —respondió Sin Fen—. Lo siento cada vez mejor.

—¿Y a los demás?

—¿Los de aquí o los que han ido allí? —preguntó la mujer enigmáticamente. Pero Foreman entendió la pregunta.

—Los de aquí.

—Están vigilados. Creo que intentarán detener a Michelet antes incluso de que empiece.

—¿Y los que han ido a Camboya?

—Tal como usted supuso. Ésa es la razón por la que el anciano Michelet ha recurrido a Dane.

—¿Tienes algún dato sobre su desaparición?

—Un equipo de rescate coordinado por un hombre llamado Lucían, que representa los intereses de Michelet en esa ciudad, cruzó la frontera de Tailandia con Camboya tres horas después de que cayera el Lady Gayle —dijo Sin Fen—. La expedición iba a bordo de un helicóptero CH-53. —Miró, por encima de Foreman, los papeles sujetos con celo en el cristal—. En cuanto el helicóptero cruzó la frontera, se perdió el contacto con él. Desde entonces no se ha sabido nada de ellos.

Foreman puso rápidamente al corriente a Sin Fen de lo ocurrido al Bright Eye, Su cara no reveló ninguna emoción al recibir la noticia. Cuando él terminó, del fax salieron varias hojas de papel.

Foreman cogió la primera y la estudió. Al parecer, el Bright Eye había funcionado, pero sólo durante un breve período. Examinó la hoja con los ojos entornados, intentando encontrarle sentido. Luego se la dio a Sin Fen.

—Al menos tenemos la posición del Lady Gayle.

—Lo ocurrido a ese avión es muy extraño —respondió Sin Fen, levantando la vista de la hoja.

—Eso es quedarse corto.

—Debe de haber una explicación —dijo ella, sosteniendo la imagen en alto.

—Eso es exactamente lo que me temo.

—¿Se la doy a Michelet?

—En el momento adecuado —respondió Foreman. Cogió la segunda hoja y cerró brevemente los ojos antes de pasársela a ella.

—¿De dónde es esto? —preguntó Sin Fen.

—De la puerta del Triángulo de las Bermudas. En el Triángulo de las Bermudas.

—Se está activando otra vez —dijo ella. Era una afirmación, no una pregunta.

Foreman hizo un gesto de asentimiento. Del fax salieron otras hojas y las miró; luego se volvió hacia ella.

—Hay alteraciones en las ocho puertas. Aún no se ha abierto ninguna, pero a este paso no tardarán en hacerlo. Hay dos cerca de Estados Unidos. Algunas están cerca de zonas pobladas.

—¿Cómo puede ser? —preguntó ella.

—No lo sé, pero tenemos que averiguarlo.

—Tal vez deba informar de ello al señor Bancroft.

—Lo haré. Creo que hemos logrado que nos preste atención. O tal vez debería decir que la puerta de Angkor ha captado su atención.

—¿Qué va hacer respecto a los otros lugares?

—Mi principal preocupación es la puerta del Triángulo de las Bermudas, cerca de Miami. Colocaré a varias unidades cerca de la zona, pero como no sabemos realmente a qué nos enfrentamos, es difícil saber cómo responder. Espero obtener algunas en la puerta de Angkor.

—¿Qué hay de la del mar del Diablo? —preguntó Sin Fen—. ¿Cómo están reaccionando los japoneses?

—Los informes del servicio de inteligencia indican que los japoneses están enviando submarinos y barcos a la zona con órdenes de estar preparados. He estado en contacto con el profesor Nagoya, y hemos acordado intercambiar cualquier información que obtengamos.

—¿Y los rusos?

—Están vigilando sus dos puertas. En Chernobyl, naturalmente, sólo pueden trabajar a distancia. Y en el lago Baikal están desplegando su equipo de reconocimiento in situ. También estoy en contacto con ellos, pero creo que serán menos comunicativos que Nagoya si descubren algo. —Foreman hizo una mueca—. Las antiguas costumbres son difíciles de desterrar. Hay demasiada desconfianza, y para cuando empecemos a trabajar juntos, podría ser demasiado tarde.

La mujer dio media vuelta para marcharse, pero él volvió a llamarla.

—Sin Fen.

Ella se quedó inmóvil y volvió la cabeza lo justo para mirarlo con el rabillo del ojo.

—¿Sí, señor Foreman?

—Mantente cerca de ellos.

—Sí, señor Foreman.

—No queda mucho tiempo. —Foreman recogió los papeles.

—No, señor Foreman. No queda mucho tiempo.

—Sin Fen —dijo él una vez más—. Creo que éste es el comienzo de la peor pesadilla de la humanidad, y somos los únicos que tenemos conciencia de ello.

—Sí, pero recuerde también lo poco que sabemos.

—Eso es lo que realmente me preocupa —reconoció Foreman.

CAPÍTULO 7

—¿Alguna idea sobre quién puede ser el espía? —preguntó Ariana en voz baja.

Ingram llevaba más de una hora descifrando datos.

—No —respondió—. Una vez que la señal llega al satélite GPS, se dispersa. Cualquiera que tenga un receptor GPR puede recibirla en cualquier parte del mundo.

—¿Qué hay del mensaje? ¿No haría eso que nuestros datos fueran accesibles a todo el mundo?

—Como he dicho, alguien tiene que estar al tanto para recibirlo. Además, los datos están codificados. Serían un galimatías para quien no conozca la clave o los datos originales para cotejarlos con la clave. Es la única forma que se me ocurre. Realmente hábil.

—¿Alguna idea?

—Lo más probable es que sea Syn-Tech —respondió Ingram—. Tienen la tecnología y el dinero necesarios para acceder al transmisor GPS.

—Estupendo —murmuró Ariana—. Justo lo que necesitamos. ¿No podría ser Syn-Tech quien ha saboteado el vuelo?

—No sería muy inteligente por su parte, con un espía a bordo —repuso Ingram, haciendo un gesto de negación—. Supongo que querrían recuperar a su espía. Además, no ganarían nada con este sabotaje. Desean obtener los datos tanto como nosotros. No olvides que nos estrellamos antes de que estuviéramos sobre el objetivo. —Le dio un disquete—. Obtuvimos cerca de un veinticinco por ciento de lo que queríamos.

Ariana cogió el disquete y lo guardó en el bolsillo de la camisa.

—Tal vez el espía metió la pata. Syn-Tech quiere los datos, pero no quiere que nosotros los consigamos. Tal vez el espía apuró demasiado.

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