Atlantis - La ciudad perdida (7 page)

BOOK: Atlantis - La ciudad perdida
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El ER Kansas reaccionó por fin. La ametralladora M-60 de Dane escupió una ráfaga por encima del cuerpo de Castle hacia la esfera, que volvió a fundirse en la niebla. Dane levantó el arma y se abrió paso entre la maleza hacia lo que se ocultaba a lo lejos. Tormey vació toda la recámara de su AK-47. Thomas disparó un cargador, se apresuró a cambiarlo y a continuación disparó tres proyectiles explosivos de alta potencia de 40 milímetros en tres direcciones ligeramente diferentes hacia el frente tan deprisa como pudo recargar el arma. Flaherty los apoyó con los treinta cartuchos de 5,56 milímetros de su CAR-15. En cuanto cesó el fuego, se produjo el silencio. El olor a cordita flotaba en el aire, y el humo de las armas se mezcló con la niebla.

Castle seguía vivo, milagrosamente, y avanzaba a gatas hacia ellos empujándose con las piernas, dejando a su paso un espeso reguero de sangre.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Thomas, recorriendo rápidamente la selva con la mirada.

—Ayudémoslo —ordenó Flaherty. Él y Dane corrieron hacia el hombre de la CÍA y, cogiéndolo por las correas de su mochila, lo arrastraron hasta donde los esperaban Thomas y Tormey.

Flaherty abrió el botiquín rasgándolo. Castle estaba en estado de shock. Flaherty había visto a muchos hombres heridos en sus años de servicio y conocía los síntomas. Castle estaba pálido por la pérdida de sangre; no le quedaba mucho tiempo. Aun cuando hubieran dispuesto de un helicóptero para evacuarlo, no habría modo de que lo lograra.

—¿Qué era eso? —preguntó Flaherty, inclinándose y acercando su cara a la de Castle.

—Angkor Kol Ker—susurró Castle, sacudiendo la cabeza de forma casi imperceptible, con la mirada extraviada y la vida apagándose en ella—. La puerta de Angkor.

—¿Cómo? —Flaherty levantó la vista hacia Dane—. ¿Qué demonios ha dicho? —Cuando se volvió de nuevo hacia Castle, ya estaba muerto.

—Angkor Kol Ker —repitió Dane—. Eso es lo que ha dicho. —Y miró fijamente al hombre muerto, sorprendido.

—Sigamos... —empezó a decir Flaherty, pero se interrumpió al oír un ruido.

Algo se movía en la selva.

—¿Qué es eso? —susurró Thomas, a medida que el ruido se hacía más fuerte.

Cada vez estaba más cerca, y fuera lo que fuese, era grande, más que lo que había alcanzado a Castle. A juzgar por el estrépito, avanzaba derribando los árboles que se interponían en su camino; el ruido de madera astillándose iba acompañado del de los árboles al estrellarse contra el suelo.

Y ahora oían más ruidos, muchos objetos se movían invisibles en medio de la niebla. El ruido los rodeaba por todas partes, pero no era el ruido natural de la selva, sino sonidos extraños, algunos casi mecánicos. Mientras, en alguna parte a su izquierda, avanzaba hacia ellos algo de un tamaño descomunal.

—Vamos a ser presas fáciles —dijo Flaherty mirando por encima del hombro.

—Si nos quedamos aquí moriremos —replicó Dane—. Tenemos que salir de esta niebla ahora mismo. Sólo estaremos a salvo de esas cosas al otro lado del río. Lo sé.

Tormey gritó y los otros tres hombres se volvieron hacia la derecha. El cuerpo del recién incorporado al equipo había abandonado el suelo y se elevaba rápidamente hacia las copas de los árboles rodeado de un aura dorada que emanaba de un rayo de unos treinta centímetros de ancho que perforaba la niebla.

Mientras apuntaban sus armas, Tormey se vio arrastrado hasta la niebla y desapareció.

—¡Mierda! —exclamó Thomas. Luego retrocedió tambaleante, con una expresión de sorpresa dibujada en su cara, cuando una fuerza invisible lo alcanzó. Dejó caer el arma y se llevó las manos al pecho, y entre ellas brotó sangre. Un nítido agujero redondo del tamaño de una moneda de diez centavos le había perforado el uniforme, alcanzándole en el pecho.

—¿Qué pasa? —preguntó Flaherty, acercándose al radiotelegrafista.

Pero se quedó inmóvil cuando de la niebla salieron media docena de cuerdas increíblemente largas, que rodearon a Thomas y lo arrastraron hacia su fuente invisible.

Dane disparó su M-60 apoyándola en la cadera, y las balas trazadoras desaparecieron en la misma dirección que lo que controlaba las cuerdas. Los disparos sacaron a Flaherty de su estado de shock, y dio un paso hacia a Thomas, cuando un movimiento a su izquierda atrajo su atención. Algo avanzaba a cuatro patas hacia él. La imagen se le quedó grabada en la mente: la cabeza de una gran serpiente con la boca completamente abierta y tres hileras de dientes brillantes, sobre un cuerpo de león con largas patas provistas de garras, que terminaba en una cola con el aguijón de un escorpión.

Flaherty disparó su CAR-15 y los cartuchos se estrellaron contra el pecho de la criatura, deteniéndola y derribándola, mientras de las heridas salía un líquido negro. Vació el cargador aunque la criatura ya había dejado de moverse.

De la selva, a la derecha de donde las cuerdas rojas arrastraban a Thomas, salió un haz de luz dorada que alcanzó a Flaherty en el hombro. Éste sintió un dolor instantáneo y olió su propia piel chamuscada. Rodó por el suelo hacia adelante y hacia la derecha, interponiendo entre él y el rayo un árbol. El tronco quedó bañado en luz dorada un segundo antes de estallar, esparciendo por toda la selva astillas que se clavaron en su costado. Flaherty se volvió sobre el otro costado y miró a su alrededor.

Thomas seguía gritando, agitando los pies en el aire, mientras trataba de cortar con su cuchillo una de las cuerdas que lo sujetaban.

La M-60 de Dane tenía la boca al rojo vivo, cuando de pronto se atascó. La arrojó al suelo, sacó la pistola y disparó hasta vaciar la recámara. Flaherty empezó a acercarse de nuevo hacia Thomas, que había dejado caer el cuchillo, abrazándose a un árbol. Flaherty arrojó su CAR-15 a Dane y echó a correr hacia adelante, mientras desenganchaba el lanzagranadas M-79 de su montura.

Algo de color escarlata cayó de arriba, y cuando Flaherty lo esquivó, serpenteó hacia adelante tratando de alcanzarlo. Pero no lo consiguió. Llegó hasta el árbol y, asomándose detrás del tronco, disparó su M-79 a lo largo de las cuerdas. Los proyectiles flechette escupieron su carga mortal, pero no parecieron producir efecto alguno. Sacó de su bolsa de munición los proyectiles explosivos de alta potencia de cuarenta milímetros.

—No permitas que me coja —suplicó Thomas.

Dane ya estaba allí, disparando sin cesar a las cuerdas con la CAR-15. Flaherty disparó a la niebla los proyectiles explosivos de alta potencia y oyó el ruido sordo de una explosión, amortiguada como si se hubiera producido bajo sacos de arena.

De pronto la niebla cambió, fundiéndose y volviéndose más oscura, y salieron de la nada unas formas. Varias esferas, como la que había alcanzado a Castle, flotaron en la oscuridad, e hileras de dientes negros se arremolinaron a su alrededor. Flaherty y Dane dejaron de ayudar a Thomas para ponerse ellos a salvo, y retrocedieron esquivando los agudos objetos que cambiaban bruscamente de dirección.

Los objetos arrancaron las manos de Thomas del tronco del árbol, dejando una capa de piel y sangre, y luego desapareció en medio de la niebla, con sus gritos resonando en toda la selva. El griterío se interrumpió en mitad de un alarido, como si se hubiera cerrado de golpe la puerta de una mazmorra.

De la niebla salió un destello de luz azul que alcanzó a Flaherty en el pecho. A continuación se extendió por todo su cuerpo, hasta que se encontró dentro de una segunda y brillante piel. Miró a Dane, que por el momento parecía inmune a las formas que les atacaban.

—¡Corre! —gritó Flaherty con voz apagada—. Corre, Dane.

Dane rodó hacia la derecha, pasando por debajo de una de las figuras y se quedó de rodillas. Entonces vació el resto del cargador del CAR-15 a lo largo del rayo de luz, y sacó el cuchillo.

—¡No! —gritó Flaherty mientras se elevaba en el aire—. ¡Sálvate tú! —Y se vio arrastrado hacia la fuente del rayo de luz azul.

Lo último que Dane vio del jefe del equipo fue su rostro, con la boca abierta y torcida gritando a Dane que saliera corriendo, las palabras ya lejanas y débiles. Luego se vio rodeado por un rayo de luz azul brillante y desapareció en la niebla.

Un haz de luz dorada perforó la niebla y alcanzó a Dane en el antebrazo derecho, dejándole la carne chamuscada y haciendo que se le cayera el cuchillo de las manos. Otro haz de luz azul rodeó el cuchillo, lo levantó y lo dejó caer de nuevo al suelo para continuar su búsqueda.

La voz se oía más fuerte ahora, más insistente, gritándole dentro de la cabeza, diciéndole que se largara de allí, que huyera.

Dio media vuelta y empezó a correr hacia el río.

Segunda parte
- El presente -
CAPÍTULO 1

El avión se hallaba a doce kilómetros de Bangkok y volaba en dirección este con sus cuatro turborreactores TF33-P-100A Pratt & Whitney funcionando a plena potencia. El amanecer teñía el cielo por el este, saliendo del mar de la China Meridional y extendiéndose desde Vietnam hacia Camboya y Tailandia.

Era un Boeing 707 modificado, que había sido fabricado ex profeso para el ejército estadounidense hacía más de veinte años. Tras su entrega, habían pintado en él la insignia de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, y todo el fuselaje era de color negro mate menos el nombre del avión, escrito en la parte delantera en letras rojas: Lady Gayle. Por fuera, el cambio más llamativo respecto a un 707 corriente era una gran antena radar a modo de cúpula giratoria de diez metros de diámetro, situada justo detrás de las alas. Tampoco tenía ventanas laterales, ocultando el interior de miradas indiscretas.

Michelet Technologies, después de comprar el avión al gobierno por veinte millones de dólares, había dedicado dos años a readaptarlo. Había invertido 40 millones en adecuar el interior del 707 modificado a sus necesidades. Pero la compañía había recuperado con creces la inversión en los tres primeros años de servicio del avión. Recientemente, su misión en el norte de Canadá había ayudado al equipo especial de reconocimiento de tierra de Michelet a localizar ocho posibles yacimientos de diamantes: dos habían proporcionado diamantes, tres habían dado resultados negativos y en los otros tres seguían trabajando equipos de reconocimiento. Los dos yacimientos activos ya habían producido más de ochenta millones de dólares de ganancias en diamantes, y estaba previsto triplicar la producción en los dos próximos años. Mientras que el equipo de reconocimiento de tierra hubiera tardado años en localizar estos yacimientos y en realizar las exploraciones iniciales, el avión lo había hecho en un solo día tras sobrevolar una vez la zona.

El Lady Gayle, el avión más avanzado en exploración geológica, era capaz de realizar los más variados trabajos, desde localizar yacimientos de diamantes hasta encontrar petróleo profundamente enterrado. Por supuesto, no era el avión en sí lo que había permitido tales descubrimientos, sino los cuarenta millones de equipo de alta tecnología para la observación y toma de imágenes. El avión era la plataforma que sustentaba el sofisticado equipo y a los científicos, y su información era enviada al cuartel general de la compañía Michelet en Glendale, California.

En ambos lugares había un miembro de la familia Michelet, la tercera más rica de Estados Unidos según los medios especializados. Desde Glendale, el miembro de más edad, Paul Michelet, que tenía sesenta y cuatro años pero no aparentaba más de cincuenta, dirigía la multinacional Michelet. El Centro de Interpretación de Imágenes (CII), de cuatro pisos subterráneos bajo el Edificio Michelet de cromo y cristal negro, era su lugar preferido. También tenía un vínculo personal con la tripulación del Lady Gayle, así llamado en memoria de su difunta esposa, una mujer lejanamente emparentada con la monarquía británica. A bordo del 707, y al frente de todo, estaba su única hija, Ariana.

No se trataba de un caso de nepotismo infundado, y todos los que iban a borde del Lady Gayle lo sabían. Ariana Michelet era doctora en geología y había hecho un master en informática. No sólo entendía las máquinas, sino lo que conseguían. Y había pasado los últimos diez años haciendo trabajos de campo para Michelet Technologies antes de ser ascendida el año anterior a jefa de reconocimiento de yacimientos. Además de su competencia técnica, tenía un asombroso don de gentes, algo que a su padre no le había pasado desapercibido.

En ese momento, cada miembro de la tripulación comprobaba el correcto funcionamiento del equipo y del sistema de transmisión de datos al CCI en Glendale. Todo estaba conectado a un ordenador central llamado Argus, instalado a bordo del avión y a otro de similares características en el CII.

De principio a fin, el avión había sido diseñado para una tarea específica. No había hileras de asientos ni ventanas. Justo detrás de la puerta de la cabina de mando estaba el área de comunicaciones, un compartimiento independiente con dos asientos mirando hacia la parte trasera y encima de una plataforma elevada. Estaba lleno de centralitas de radio, y más allá había un pequeño pasillo que llevaba a un único asiento rodeado de pantallas. Era la oficina desde la que Ariana supervisaba todo. Una pared la separaba de la habitación contigua, la sala de las consolas, donde había seis asientos frente a dos hileras de ellas. Alrededor de las consolas había mucho espacio y hasta una mesa de conferencias, donde celebraban reuniones durante el vuelo.

Cada operador ocupaba un asiento diseñado especialmente para casos de emergencia y montado sobre rieles, lo que les permitía desplazarse hasta cualquier consola si era necesario y fijar el asiento al riel en cualquier parte. La luz era tenue, una débil fosforescencia que les permitía concentrarse en las pantallas de los ordenadores.

El espacio que había detrás de la sala de las consolas, por encima de las alas y hacia la parte trasera, estaba ocupado por mesas llenas de ordenadores y otros aparatos de alta tecnología. Detrás de los ordenadores, en la cola del avión, había ocho literas, una pequeña cocina, una ducha y varios aseos. Cuando utilizaban el equipo, la tripulación del Lady Gayle dormía a bordo, porque la seguridad era primordial.

El piloto tenía a sus espaldas más diez mil horas de vuelo en aviones 707, y su copiloto no le iba a la zaga. Los instrumentos eran de lo más avanzado y tan buenos como cualquiera de los que salían en esos momentos de las cadenas de montaje Boeing.

El personal científico estaba integrado por ocho personas especialmente entrenadas. Con la ayuda de Argus, el equipo responsable de la toma de imágenes era capaz de hacer el trabajo de muchos más. De hecho, Argus era tan sofisticado que Ariana prácticamente podía pilotar el avión desde su puesto en la parte trasera, mediante el ordenador central, el piloto automático y el sistema de seguimiento automático. El personal de Michelet del CII de Glendale también podía pilotar el avión desde el otro extremo del mundo, utilizando su propio ordenador central y enviando las órdenes al piloto automático vía satélite.

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