Atlantis - La ciudad perdida (6 page)

BOOK: Atlantis - La ciudad perdida
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Unos bloques gigantescos de piedra formaban una construcción de tres pisos, con aberturas a lo largo de la parte superior para los centinelas. De diez metros de altura y más de doce por lado, la torre dominaba el valle. La selva había invadido la piedra y las plantas trepadoras cubrían los lados, pero seguía siendo una construcción imponente.

—Echemos un vistazo —dijo Castle. —¿Forma parte de la misión? —preguntó Flaherty, mirándolo—. ¿Explorar ruinas?

—Ofrece una buena vista del valle —respondió Castle. Se levantó y se acercó a las piedras, que se hallaban a unos veinte metros de distancia.

Flaherty indicó por señas a Thomas y Tormey que se quedaran donde estaban y, llevándose consigo a Dane, siguió a Castle. Cuanto más se acercaban a la construcción, más impresionante era. Cada uno de los bloques de piedra medía casi dos metros de alto y de ancho. La piedra estaba limpiamente cortada, y los bloques estaban tan perfectamente encajados que Flaherty dudaba de que pudiera deslizar el filo de un cuchillo entre ellos. Pensó en lo mucho que debía de pesar cada uno y el esfuerzo que tuvieron que realizar para llevarlos hasta ese lugar.

En un lado había una entrada, y Castle desapareció por ella. Flaherty lo siguió. Dane se detuvo un momento antes de entrar. El interior era pequeño, con unas escaleras de piedra que rodeaban la pared exterior y conducían a lo que había sido un tejado de madera, pero que ahora estaba abierto. Los tres hombres subieron por las escaleras hasta el rellano superior, donde había un pequeño antepecho de piedra de metro veinte de ancho, que servía de parapeto para los centinelas. Ofrecía una perspectiva de muchos kilómetros en todas direcciones.

No había más que selva y montañas hasta donde alcanzaba la vista. La niebla de primera hora de la mañana descendía por el valle, cubriendo el río y sus orillas. Castle había vaciado su mochila y miraba dentro.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Flaherty.

—Organizar mi mochila.

Flaherty imaginó que el hombre de la CÍA llevaba en ella una especie de repetidor que le decía dónde estaba el SR-71. No comprendía por qué no lo comprobaba abiertamente.

Dane contempló el valle y el terreno que se extendía más allá, oculto en la neblina de la mañana. Luego retrocedió un paso y miró las ruinas en las que se encontraban.

—Esto es viejo —dijo a Flaherty apoyando una mano en el parapeto—. Viejísimo.

—¿Qué crees que es? ¿Un puesto de avanzada o de vigilancia? —preguntó Flaherty. Nunca había visto nada parecido en Vietnam o Laos. Había oído decir que había enormes ruinas en Camboya, y si ese edificio solitario era algún indicio, el rumor era cierto.

—Un puesto de guardia —dijo Dane, haciendo un gesto de asentimiento—. Pero la pregunta es, ¿de qué se protegían? —Señaló un gran montón de piedras en la esquina sudoeste del piso superior—. Parece que las hubieran utilizado para hacer señales de fuego. Tal vez fuera un puesto de avanzada para detectar la llegada de invasores. —Bajó la voz para que Castle no lo oyera—. No debemos bajar allí, Ed.

—¿El Vietcong? —preguntó Flaherty—. ¿El ejército de Vietnam del Norte? —No había descubierto ningún indicio que delatara la presencia de un ser viviente, pero tal vez Dane sí lo había hecho.

—No, ninguno de los dos —respondió Dane—. Sólo algo malo, muy malo.

Señaló los muros de las ruinas, en los que había dibujos muy viejos y descoloridos de guerreros. Las figuras tenían lanzas y arcos en las manos, y varias iban a lomos de elefantes. En el cielo, a su alrededor, aparecían círculos alargados, que representaban tal vez el sol o la luna, según supuso Flaherty. Sólo que había más de uno. A través de cada dibujo habían trazado líneas y algunas se cruzaban con los guerreros. Alrededor de los dibujos había también toda clase de símbolos; escritura, supuso Flaherty, aunque nunca había visto nada parecido. En cada esquina de la muralla se alzaba una escultura de piedra de una serpiente con siete cabezas, una figura que Flaherty había visto en otras partes del Sudeste asiático. Sabía que tenía algo que ver con la religión de la región. Las esculturas le preocuparon y, sacudiendo sin querer los hombros, retrocedió un paso.

—Cosas raras —murmuró Flaherty.

—Murieron todos —dijo Dane.

—¿Quiénes?

—Los guerreros que defendían este puesto y aquellos a quienes protegían. Todos. Fueron importantes en otro tiempo. Los más grandes de su tiempo.

—¡Eh, Dane! —Flaherty le dio una palmada en la espalda—. Vuelve, tío.

Dane se estremeció. Luego intentó sonreír.

—Estoy aquí, Ed. No quiero, pero estoy aquí.

Entre Castle y su misteriosa mochila, la brújula y la radio que no funcionaban, y las advertencias de Dane, Flaherty estaba impaciente por ponerse de nuevo en camino hacia el lugar de recogida.

—Salgamos de aquí, ¿de acuerdo? —dijo Flaherty a Dane. Pero vio que sus palabras habían caído en saco roto.

Castle, que había terminado de hacer lo que estuviera haciendo, seguía mirando hacia la selva.

—Vamos —dijo Flaherty.

El hombre de la CÍA cerró su mochila y se la cargó a la espalda.

—¿No podemos seguir avanzando por terreno elevado? —preguntó Flaherty—. Desde aquí arriba vemos todo.

—Tenemos que bajar al río —respondió Castle—. El avión estrellado está al otro lado.

Ya era de día, pero la niebla seguía cubriendo el terreno de abajo. Parecía estar disipándose a ese lado del río, pero seguía igual de espesa al otro lado.

—Qué raro —comentó Flaherty. No le gustaba el aspecto de esa niebla. Era gris amarillenta con vetas más oscuras. Nunca había visto nada parecido en todos sus años de servicio. Se volvió hacia Castle—. Mi hombre —dijo, señalando a Dane— cree que van a hacernos saltar por los aires si bajamos allí. Hasta ahora nunca se ha equivocado al anunciar emboscadas. Sugiero que le haga caso.

—No hay ningún Vietcong ahí abajo —insistió Castle.

—No sé lo que hay ahí abajo, pero si Dane dice que hay algo malo, es que lo hay.

A Castle se le ensombreció el rostro. Como si estuviera resignado, pensó Flaherty sorprendido.

—Tenemos que bajar —se limitó a decir Castle—. Cuanto antes lleguemos allí, mejor. No es negociable. Es demasiado tarde para todos. Nos hemos alistado y hemos de hacer aquello por lo que nos pagan. No tenemos elección.

Los tres permanecieron de pie en la antigua rampa de piedra, absortos en sus propios pensamientos, asimilando la verdad que encerraban esas palabras. Habían llegado hasta allí por distintos caminos, pero en esos momentos estaban juntos, piezas de un mecanismo al que no le preocupaba demasiado la calidad o duración de sus vidas.

—Vamos entonces —dijo Flaherty, aceptando que las palabras de poco servían allí.

Se reunieron con los otros dos hombres y empezaron a bajar, con Dane a la cabeza. Dejaron atrás las rocas escarpadas y volvieron a encontrarse bajo el manto de vegetación. Estaba oscuro a pesar del sol. Flaherty ya estaba acostumbrado a ello. La luz no penetraba del todo a través de las copas de los árboles. A mitad del descenso en dirección al río, unos zarcillos de niebla empezaron a abrirse paso furtivamente entre los árboles, hasta que no vieron más allá de doce metros.

Siguieron adelante. Era como si caminaran sin avanzar, los árboles y el paisaje, los animales, todo era igual, el terreno en pendiente, la niebla arremolinándose a su alrededor. Luego oyeron el ruido de agua corriendo, cada vez más cerca, hasta que Dane, a la cabeza del grupo, vio el terreno que descendía ante él.

Se detuvo y miró hacia el río. Era poco profundo y corría deprisa. La niebla se abría de vez en cuando mostrándoles la otra orilla, una línea verde oscura de selva a cuarenta metros de distancia. Pero no podía ver más allá. La niebla era mucho más espesa al otro lado, ya que una mancha grisácea se extendía por encima de la vegetación verde. Pero hasta los árboles tenían un aspecto extraño, casi enfermizo. Hacía frío, y el sudor de los hombres se unió al aire húmedo, poniéndoles la carne de gallina y haciéndolos tiritar.

Castle pasó junto a Dane y se metió en el agua hasta que le cubrió las rodillas. Sacó de la mochila una jarra y la llenó de agua, luego volvió a taparla y la guardó.

—Tenemos que cruzar —dijo, mirando a los cuatro hombres que permanecían arrodillados en la orilla, con las bocas de sus armas apuntando en la dirección en que Castle había avanzado.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Flaherty. La muestra de agua le inquietó.

—No estoy autorizado para decírselo.

—Entiendo, sólo está autorizado para conseguir que nos maten —murmuró Flaherty. Hizo un ademán—. Thomas y Tormey, cruzaréis con Castle. Dane y yo os cubriremos y luego vosotros nos cubriréis.

Thomas bajó sin decir una palabra o mirar atrás. Tormey miró a Flaherty al otro lado del río varias veces antes de seguirlo. Flaherty pensó que nunca había sentido tan intensamente la responsabilidad del mando como en el instante en que la cara de Tormey reflejó su profunda resignación.

Dane sacó los pies de la M-6O y se tendió en la orilla detrás de un tronco. Levantó la culata y colocó el hombro debajo. Flaherty se reunió con él. Los otros tres hombres avanzaban en un triángulo. Castle a la cabeza, Thomas a la izquierda y Tormey a la derecha, separados treinta metros entre sí.

—Diles que vuelvan —dijo Dane de pronto, cuando los hombres estaban a medio camino.

—¿Cómo?

—Diles que vuelvan. ¡Es una emboscada! —Dane habló en voz baja pero insistente.

Flaherty silbó y Thomas se detuvo, a nueve metros de la orilla. Miró hacia atrás y vio que Flaherty le indicaba por señas que regresara. Silbó para llamar la atención de Tormey, que también se detuvo. Castle miró por encima del hombro, irritado, y siguió andando hasta la otra orilla.

Thomas retrocedía, balanceando su M-203 y apuntando por encima de la cabeza de Castle. Tormey estaba paralizado, sin saber qué hacer. Flaherty apretó los dientes, esperando ver la explosión de fuego bajo los árboles de la otra orilla y los cuerpos acribillados a balazos. Castle salió del agua y desapareció, pero no pasó nada. Parecía haberse desvanecido, engullido por la niebla y la selva.

Flaherty parpadeó, pero Castle había desaparecido. Si se trataba de una emboscada, se habría producido mientras los hombres estaban en la parte del río donde pudieran matarlos.

—No hay ninguna emboscada —dijo Flaherty.

—Allí hay algo —insistió Dane.

Castle apareció de pronto en la otra orilla cuando la niebla se abrió brevemente, y les hizo señas furioso para que lo siguieran.

—Tenemos que cubrir a Castle —dijo Flaherty, poniéndose de pie e indicando a Thomas que esperara. —Puso una mano en el brazo de Dane—. Además, es el único que sabe dónde está el lugar de recogida.

Dane se levantó de mala gana y bajó hasta la orilla detrás de su jefe. Cruzaron el río rápidamente, reuniéndose con Thomas y Tormey.

—¡Escucha! —insistió Dane, sujetando a Flaherty del brazo cuando salían del agua.

—No oigo nada —respondió Flaherty deteniéndose y aguzando el oído, mientras Thomas y Tormey llegaban a lo alto de la orilla..

—La voz.

—¿Qué voz? —Flaherty ladeó la cabeza, pero no oyó nada.

—Una advertencia —susurró Dane, como si no quisiera que los demás lo oyeran—. Hace tiempo que la oigo, pero ahora es clara. Oigo las palabras. Tenemos que largarnos de aquí.

Flaherty miró al frente. Castle no estaba y no se oía nada. El silencio en medio de la selva era tan desconcertante como Dane diciendo que oía una voz.

—Alcancemos a Castle —ordenó, sin querer que el hombre de la CÍA permaneciera más tiempo oculto.

Subieron. Al llegar arriba, los cuatro se detuvieron.

Dane dio un traspié y, cayendo de rodillas, vomitó el parco desayuno que había tomado. Sentía como si le hubieran vuelto el estómago al revés. Le palpitaban las sienes y púas de dolor las recorrían en todas direcciones. Y la voz seguía allí, en su cabeza, diciéndole que diera media vuelta, que retrocediera.

Flaherty se estremeció. La niebla era diferente, más fría, y en el aire flotaba un olor que nunca había percibido antes. El aire parecía arrastrarse por su piel y tenía dificultades para respirar.

—¿Estás bien? —preguntó a Dane, que respondió con un gesto de negación.

—¿Lo sientes?

—Sí, —Flaherty asintió despacio—. ¿Qué es?

—No lo sé, pero nunca he sentido nada igual. Este lugar es distinto de todo lo que he visto. Y hay una voz, Ed. La oigo. Me está advirtiendo que no siga adelante.

Flaherty miró alrededor. Hasta la selva era extraña. Los árboles y la flora no tenían un aspecto normal, aunque no habría sabido decir cuál era el elemento extraño. Dane trató de levantarse.

—¿Puedes moverte? —preguntó Flaherty—. Alcancemos a Castle y larguémonos de aquí.

Dane respondió con un gesto de asentimiento.

Se internaron unos cincuenta metros en la selva, nerviosos por el escalofriante silencio. Flaherty temblaba, no tanto de frío como por la sensación de la niebla en la piel. Era pegajosa, y habría podido jurar que sentía las moléculas de la humedad ondulándose como aceite contra su piel.

De pronto se oyó un ruido, un sonido que perforó a cada hombre como una piqueta. Un largo y escalofriante grito de agonía delante de ellos. Los cuatro hombres se detuvieron, apuntando sus armas en dirección al lugar de donde había procedido el grito. Algo se abría paso con estrépito hacia ellos, oculto por la vegetación y la niebla. Los dedos se doblaron alrededor de los gatillos. De pronto Castle se acercó a ellos tambaleante, aferrándose con la mano izquierda el hombro derecho y la sangre brotando entre sus dedos. Cayó de rodillas a tres metros de distancia y alargó una mano sangrienta hacia los miembros del equipo. Su brazo derecho había desaparecido diez centímetros por debajo del hombro, y de la arteria brotaba la sangre con cada latido del corazón.

De pronto, de la niebla a su espalda salió algo que paralizó a los cuatro miembros del ER Kansas. Era un objeto verde elíptico, de unos tres metros de largo por sesenta centímetros de diámetro. Se movía medio metro por encima del suelo, sin apoyarse aparentemente en nada. Dos extrañas bandas oscuras entrecruzaban su superficie en diagonal, de atrás hacia adelante. Parecían palpitar, pero los hombres no comprendieron lo que eran hasta que las bandas alcanzaron a Castle. El extremo delantero, donde las bandas se cruzaban, avanzó despacio hacia el hombre de la CÍA, que se apartó a gatas. El extremo le tocó el brazo izquierdo, y cuando él lo levantó para protegerse la cara, estalló en una explosión de músculos, sangre y huesos. A falta de una mejor comprensión, los hombres vieron que las bandas eran como hileras de dientes negros y afilados moviéndose a gran velocidad sobre una cinta transportadora. De la parte más ancha de la esfera alargada se extendió de pronto una fina lámina verde semejante a una vela, que se deslizó hacia adelante recogiendo los restos del brazo izquierdo de Castle. Luego el objeto verde retrocedió, llevándose consigo la carne y la sangre.

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