Read Atlantis - La ciudad perdida Online
Authors: Greg Donegan
Michelet le dio la espalda al oír la última frase. Freed se había acercado con sigilo y miraba también el mapa.
—Esperemos que el Lady Gayle nos dé datos precisos —dijo—. Esa región tiene más de cuarenta mil kilómetros cuadrados. Eso es una extensa selva para explorar.
—Con las imágenes obtenidas por el Lady Gayle —repuso Michelet sonriendo—, los intérpretes podrán determinar con precisión los posibles yacimientos en un radio de medio kilómetro.
—¿Tan bueno es? —preguntó Beasley impresionado.
—Sí.
—Me preguntó si podríamos encontrar Angkor Kol Ker a partir de esos datos —comentó Beasley excitado. Examinó con los ojos entrecerrados las fotografías tomadas por la lanzadera espacial—. Caramba, apuesto a que nadie ha examinado estas fotografías en busca de ruinas.
—Las ruinas no dan dinero —replicó Michelet.
—A Schliemann no le fue tan mal después de descubrir las ruinas de Troya —repuso Beasley—. Y no olvide que la gente creía que Troya era una leyenda, como Angkor Kol Ker.
—¿Qué hay sobre la maldición? —preguntó Freed—. ¿No le preocupa?
—No he dicho que yo crea en las leyendas —respondió Beasley—. Sencillamente, creo que merece la pena investigar. Algunas son leyendas basadas en leyendas, incluida la de que los que se establecieron en esa región hace más de diez mil años eran refugiados de la Atlántida. Del mismo modo que hay quienes creen que los antiguos egipcios, los constructores de la esfinge y la Gran Pirámide, eran también refugiados de un reino más grande.
Michelet estaba concentrado en el gran mapa electrónico del CII, donde el pequeño punto que representaba el Lady Gayle había cruzado la frontera de Camboya y se acercaba al objetivo, delimitado con una luz azul.
—¿Cree que existe Angkor Kol Ker? —preguntó Freed, mirando directamente a Beasley.
—Personalmente, creo que en las leyendas hay mucha más verdad que lo que la mayoría de los científicos admiten —respondió Beasley, abriendo sus gruesas manos—. Pero para convencerles de ello tendría que tener en la mano una piedra de la ciudad en ruinas y arrojársela a la frente. Tal vez entonces lo creyeran. Hasta que eso no ocurra, para ellos sólo es un mito y, por lo tanto, también para mí.
—Las piedras que estamos buscando son mucho más valiosas que cualquiera de las que podrían encontrarse en una vieja ciudad —afirmó Michelet.
—Yo no estaría tan seguro —repuso Beasley, cogiendo la fotografía y estudiándola con detenimiento.
A quince mil pies, el Lady Gayle volaba a seiscientos kilómetros por hora y empezaba a virar hacia el norte, en dirección al objetivo. Ariana tenía su posición fijada en un radio de diez metros y actualizada cada milésima de segundo mediante el receptor de posicionamiento global, GPR, instalado en la antena de radar giratoria. El GPR funcionaba a partir de los satélites del sistema de posicionamiento global, los GPS, con los que Estados Unidos había cubierto el mundo; recibía una señal transmitida por los tres más próximos y, a continuación, el ordenador del GPR determinaba la posición mediante triangulación. Se acercaban al objetivo, y el interior del 707 bullía de actividad mientras los controladores preparaban su equipo.
—Ajustad la velocidad a la de las imágenes —ordenó Ariana, y los pilotos redujeron la velocidad hasta que el 707 voló sólo treinta y siete kilómetros por hora por encima del mínimo posible.
Ariana se sabía de memoria los pasos, pero consultó la lista sujeta con celo en su consola.
—Abrid puertas.
A lo largo de lo que había sido la bodega de equipaje del avión, unos brazos hidráulicos abrieron unas puertas a la derecha. En el interior estaban montados los ojos del Lady Gavie. Eran cámaras y videocámaras normales con distintos tipos de teleobjetivos, sensores térmicos y aparatos para captar imágenes a través de todo el espectro de infrarrojos a ultravioletas. Aunque desde el espacio cerrado del avión no se veía el mundo exterior, los analistas contemplaban el mundo que se abría a sus pies a través de la magia de sus aparatos.
Ariana recibió a través de los auriculares informes verbales que confirmaban los datos de su consola: estaban listos.
—Mark —dijo a Ingram—, deja que Argus te releve y danos el circuito previsto sobre la zona.
Ingram habló con los pilotos y el avión pasó a ser pilotado por el ordenador central a lo largo de una ruta preestablecida. Se ladeó a la derecha, alineando todos los sensores con el suelo, y empezó un largo y lento giro.
—Estamos sufriendo interferencias en FM —informó Mitch Hudson por los auriculares.
—Cambiad de frecuencia —ordenó Ariana.
—Tenemos problemas de navegación. —Ingram observaba la señal del repetidor que le llegaba de la cabina de mando.
—Especifica —ordenó Ariana, echándose hacia adelante mientras sus dedos volaban por el teclado del ordenador más próximo, escribiendo la información relacionada con la navegación.
—Nuestras brújulas se han vuelto locas.
—¿Sigue funcionando el GPR?
Las manos de Ingram volaban sobre su tablero de mandos.
—Roger. Seguimos contando con el GPR y las comunicaciones por satélite, pero hemos dejado de recibir en FM y UHF. —¿Y la radio de alta frecuencia?
—Todavía funciona.
—Ariana, ¿qué está pasando? —La voz de su padre crujió en el auricular—. Aquí abajo, en el CII, se están volviendo locos.
—Estamos sufriendo algunas interferencias, papá —respondió Ariana. Echó un vistazo a los datos de Ingram y le preguntó por encima del intercomunicador—: ¿Podemos hacer el pase, Mark?
—Las imágenes que estamos captando son buenas. He pasado de la transmisión de datos normal a la de vía satélite, y hasta ahora todo va bien. Pero si perdemos el satélite y las señales de alta frecuencia, no tendremos refuerzos. Lo que suele hacerse en estos casos es abandonar.
—Es nuestra única oportunidad —dijo Ariana—. Si no lo hacemos ahora, Syn-Tech vendrá, si no lo ha hecho ya, y nos tomará la delantera.
—Me limito a recordarte las normas, Ariana. —La voz de Ingram era imperturbable.
—Papá, creo que debemos abandonar —dijo Ariana, tras reflexionar un instante, apretando un botón de la radio.
—¿Cómo dices? —La voz de su padre se oía de pronto lejana y entrecortada—. Oigo... dices. Repite...
—Estamos sobre el objetivo —interrumpió Ingram por el intercomunicador—. Todo va bien, pero la transmisión vía satélite se está dispersando.
—De acuerdo —dijo Ariana, dando una palmada en el brazo de su silla—. Vamos a... —Se interrumpió cuando el avión se inclinó bruscamente hacia la derecha y se dispararon las alarmas.
—¡Tengo los mandos! —La voz del piloto era serena y controlada—. El piloto automático se ha estropeado. El sistema de ayuda a la navegación y el GPR han dejado de funcionar, y Argus se ha desconectado.
—¿Puedes manejarlo? —preguntó Ariana. Sintió que el estómago se le encogía y amenazaba con vomitar el desayuno.
—Lo estamos intentando —respondió el piloto.
—Abandonad —ordenó Ariana—. Volvemos a Bangkok. —Y se vio obligada a tragar un poco de vómito ácido que le había subido por la garganta.
—¡Oh, mierda! —exclamó el piloto por el intercomunicador—. Estamos perdiendo el control. Fuera hay una niebla extraña.
—Las alas y la cola están controladas por la radio —llegó la voz de Ingram desde la zona de las consolas—. Nosotros estamos perdiendo todos los espectros, y los pilotos no consiguen controlar el avión manualmente.
—¡Carpenter! —gritó Ariana, llamando a la mujer responsable del ordenador central—. ¿Qué pasa con Argus?
—No lo sé —respondió Carpenter por el intercomunicador—. ¡Se ha vuelto loco, arrojando basura!
—¡Desconéctalo de todos los sistemas! —ordenó Ariana—. Activa el equipo de refuerzo.
Sintió una sacudida en el estómago cuando el avión se volcó por el morro, y cayeron tazones y papeles al suelo. No pudo evitar inclinarse hacia la izquierda y vomitar. Se irguió de nuevo y tecleó rápidamente el código correspondiente para ver a través de la cámara de vídeo delantera lo mismo que los pilotos. Todo lo que vio fue una niebla amarillenta con vetas negras. La visibilidad era inferior a quince metros. Si los pilotos habían perdido el control... Se estremeció.
—Estamos pilotando manualmente —dijo el piloto, como si le hubiera leído el pensamiento—. Intentamos mantenernos nivelados y estables, pero todos nuestros instrumentos son una porquería.
Ariana sabía que eso significaba que intentaban pilotar el gran avión a pulso, cogiendo la palanca de mandos con las dos manos, sus músculos ondulándose mientras trataban de imponer sus órdenes a través del sistema hidráulico de refuerzo.
—¡Estoy recibiendo una débil transmisión FM de tierra! —exclamó Hudson por el intercomunicador.
—Grábala y envíala al CII —ordenó Ariana.
—Roger —respondió Hudson.
El avión giró a la izquierda. En la parte trasera, uno de los controladores que no había fijado su asiento, rodó por los rieles hasta la cola.
—¡No podemos mantenerlo en el aire! —gritó el piloto—. No tenemos un altímetro, de modo que no sé a qué altura estamos. No tengo ni instrumentos ni visión. Los mandos no responden. ¡Prepárense para un aterrizaje forzoso!
—Tu padre te está llamando —gritó Hudson a Ariana.
Por la radio llegó una voz débil.
—Ariana... yendo...
Ariana no tuvo tiempo de responder a su padre. Se quitó los auriculares y gritó en dirección al pasillo para que todos pudieran oírla.
—¡Fijad los asientos! ¡Preparaos para un aterrizaje forzoso!
Miró hacia las pantallas de vídeo, que mostraban lo que veían los pilotos. Nada salvo la extraña niebla. A la derecha de la pantalla apareció un destello de luz dorada.
—¡Qué demonios! —exclamó el piloto.
Otro destello dorado, esta vez a la izquierda, y la pantalla se apagó.
—No puedo creerlo. —La voz del piloto era casi un susurro al oído de Ariana—. ¡Dios mío, sálvanos!
—¿Qué está pasando? —preguntó Ariana. Sintió la presión del cinturón de seguridad cuando fue arrojada hacia adelante. Conocía la sensación: gravedad cero. Eso significaba un descenso en picado irreversible.
—Hemos perdido nuestros dos... —empezó a decir el piloto, pero el intercomunicador calló de repente.
Luego todo se volvió negro, mientras el avión parecía detenerse de forma brusca, y Ariana se vio arrojada con fuerza contra las correas que le sujetaban los hombros, y se golpeó la cabeza contra el reposacabezas.
En Glendale, Paul Michelet salió por la puerta de la sala de conferencias y subió de dos en dos los escalones que llevaban al CII, seguido de Freed.
—¿Qué está pasando? —preguntó irrumpiendo en la sala de control.
—Estamos perdiendo el contacto con el Lady Gayle —respondió el técnico más veterano.
—Eso es imposible —balbuceó Michelet.
—¿Qué hay del repetidor del avión? —preguntó Freed.
—Recibimos el repetidor de alta frecuencia de forma intermitente —repuso el técnico. Luego señaló el tablero—. Tenemos la posición, pero está perdiendo altitud rápidamente. —Comprobó la pantalla de su ordenador—. Ocho mil y sigue descendiendo. —Se quedó mirándola fijamente—. Es extraño.
—¿Qué? —preguntó Michelet.
—Está descendiendo en picado, sin velocidad hacia adelante. Como si se hubiera parado en el aire. Eso no es posible. Y el descenso... —El hombre hizo una pausa, sin poder dar crédito a lo que indicaban sus instrumentos.
—¡Sigue! —ordenó Michelet.
—Ya no es irreversible. Es como si estuviera siendo controlado, pero eso es físicamente imposible a la velocidad que va el avión.
—Conecta el Lady Gayle al altavoz —dijo Michelet.
Se oyó un estallido de parásitos y a continuación la voz del piloto.
—Lady Gayle... altitud.... dos... cuatro.... poder... Llamada de socorro... hay... Dios... extraño... ¡Dios! -De pronto los parásitos dejaron de oírse.
—Ha caído —dijo el técnico.
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El satélite espía KH-12, situado a doscientos ochenta kilómetros de altura sobre el sudoeste del Pacífico, empezó a recibir órdenes de la Dirección Nacional de Seguridad (NSA) de Fort Meade, Maryland. Todo lo que sabía Patricia Conners, la operadora de imágenes que transmitía las órdenes, era que la persona que acababa de pedir la nueva misión tenía suficiente autorización de la CÍA y se hacía llamar por el nombre en clave de Foreman. Lo que le extrañó de la petición fue que Foreman sólo quisiera una toma a gran escala de una sección del centro norte de Camboya.
Le parecía que una petición de esta naturaleza desaprovechaba el equipo avanzado. El KH-12 que ella operaba era uno de los seis satélites en órbita. Estaban equipados con la tecnología más avanzada y llevaban a bordo una colección de sensores. Para mantener los satélites en órbita y preparados para tareas como ésa, cada uno era repostable, operación que las tripulaciones de las lanzaderas espaciales llevaban a cabo en secreto cada equis misiones.
Encima de una estantería de libros en una pared de su oficina había un modelo del KH-12. Se parecía al telescopio espacial Hubble, con un gran motor incorporado para proporcionarle maniobrabilidad. El cuerpo del satélite medía casi cinco metros de diámetro y quince de largo, y encajaba en el interior de la lanzadora espacial. Una vez puesto en órbita el satélite, y a fin de obtener energía, se extendían dos paneles solares, cada uno de más de catorce metros de largo y diez de ancho.
Desde su oficina situada dos pisos bajo tierra, debajo del edificio principal de la NSA en Fort Meade, Conner no sólo podía rectificar la órbita del KH-12, sino también obtener del satélite imágenes en tiempo real y enviarlas a cualquier lugar del planeta. Lo hacía a través del ordenador de gran pantalla que tenía en el centro de su escritorio.
A la izquierda del ordenador había una gran foto enmarcada de sus nietos —una instantánea de la última reunión familiar—, seis en total, dos de su hija y cuatro de sus dos hijos. A la derecha del ordenador, un modelo de peltre del Enterprise de la serie televisiva original. A un lado del monitor había pegadas varias pegatinas para parachoques de los congresos de ciencia ficción a los que asistía religiosamente cada año, desde una que certificaba que su poseedor había estudiado en la academia Star Fleet hasta otra que advertía que el conductor sólo frenaba por aterrizajes de extraterrestres.