Read Atlantis - La ciudad perdida Online
Authors: Greg Donegan
Conners se concentró en la pantalla del ordenador. La observó mientras, con el estallido de un booster, el KH-12 que ella había dirigido cambió su recorrido orbital y se desplazó hacia el noroeste. Los satélites estaban colocados de forma que pudiera verse cualquier lugar de la Tierra a los veinte minutos de recibir instrucciones. Calculó que en doce minutos estarían sobre el objetivo.
Se emocionaba cada vez que lo hacía, sabiendo que era una de las pocas personas del planeta que realmente pilotaba una nave espacial, aunque fuera desde la seguridad de su oficina. De hecho tenía unas alas de piloto de nave espacial que le había hecho su difunto marido. Las llevaba prendidas en la gorra de béisbol que él se ponía cuando iba pescar. La gorra estaba en esos momentos sobre el monitor de su ordenador.
Durante los minutos de espera verificó dos veces todos los sistemas. Mientras el KH-12 descendía en picado a través de Camboya, unas cámaras de infrarrojos obtuvieron varias imágenes con otros aparatos, registrando sus propios datos espectrales. El telescopio del satélite tenía una resolución electro-óptica inferior a siete centímetros, pero no iba a necesitarlo en esa toma.
Tecleó rápidamente unos nuevos códigos y cambió de pantalla. Miró el mapa de la región que abarcaba el objetivo. Sabía que con la cámara de espectro normal, la alta resolución no serviría de mucho en la selva impenetrable. Los mejores resultados se obtendrían con las imágenes térmicas y de infrarrojos. Por supuesto, ignoraba el objetivo de la búsqueda.
En su opinión, saber qué buscaba incrementaría notablemente su eficiencia. Era una experta en KH-12 y en los demás sistemas de satélite de la NSA controlados, y le constaba que ella era la más cualificada para juzgar cómo utilizarlos. Pero no solía tener «necesidad de saber» y, por lo tanto, no lo hacía. Uno de sus pasatiempos preferidos era revisar las imágenes que le pedían e intentar adivinar qué buscaba quien se las pedía.
Recogió los datos transmitidos por el KH-12, hizo una copia para el banco computerizado de la NSA —todos los datos transmitidos por un satélite estaban en alguna parte del sistema de la NSA— y envió otra a la dirección de MILSTARS indicada por Foreman en sus instrucciones.
Intrigada, Conners recopiló los datos transmitidos y los imprimió. No debía hacerlo, ya que no tenía «necesidad de saber», pero creía que ésa era una norma estúpida. Después de todo, era un ser humano, no un engranaje de una máquina carente de curiosidad. Además, cuanto más supiera, mejor haría su trabajo, se dijo a sí misma.
Se preparó una taza de té mientras la impresora zumbaba débilmente, expulsando tres páginas. Bebió un sorbo y examinó la primera. Lo primero que pensó fue que la impresora se había estropeado. Era una imagen térmica, y en el centro como una especie de neblina blanca difusa en forma de triángulo.
—¡Diantre! —exclamó al hojear las imágenes infrarrojas y ópticas. Todas mostraban el mismo triángulo en el centro norte de Camboya—. Esto es imposible —dijo en voz alta. Ninguna condición climática podía bloquear los tres tipos de imágenes.
Se sentó ante su escritorio y comprobó la impresora, que en esos momentos imprimía un texto. Funcionaba bien. Se mordió el labio inferior. El problema podía estar en el ordenador instalado a bordo del KH-12. Lo comprobó. El satélite se dirigía al sur, hacia Malasia. Tecleó unos códigos para que los aparatos hicieran varias tomas. Cuando los datos aparecieron en la pantalla, no vio ningún borrón triangular en ellos. Los envió a la impresora y las imágenes quedaron impresas claramente sobre el papel.
Se recostó en su asiento y estudió las tres imágenes que Foreman le había pedido. Ninguna clase de interferencia provocada por el hombre era capaz de hacer eso, que ella supiera. Examinó las tres imágenes una vez más. Pero algo lo había provocado.
El perro labrador de color dorado observó cómo el frisbee pasaba por encima de su cabeza, lo siguió con la mirada y esperó a que aterrizara antes de ir de mala gana a buscarlo, muy despacio.
—Perezosa —dijo Dane riendo—. Me acuerdo de cuando saltabas para atraparlo.
La perra lo miró, diciéndole con sus ojos dorados y su morro blanco que era demasiado vieja para maniobras tan juveniles, pero meneando la cola para darle a entender que le gustaba el juego.
Estaban los dos solos en una explanada de césped estropeada por las huellas del equipo pesado. A la derecha seguía elevándose humo de la fábrica en ruinas. Alrededor de los escombros se apiñaban coches de bomberos, bulldozers, máquinas excavadoras y grúas. Reinaba un ambiente de desolación, y el ruido de los martillos perforadores interrumpía el zumbido continuo del resto de la maquinaria pesada que desgarraba el acero retorcido y el cemento resquebrajado. Era por la mañana, y Dane se alegró de ver el sol después de haber trabajado casi toda la noche a la luz de los grandes reflectores colocados alrededor de la zona.
Se arrodilló y sostuvo la cabeza de la perra entre sus manos callosas, rascándole detrás de las orejas.
—Así me gusta, Chelsea. Así me gusta. —Se sentó cansinamente a su lado y contemplaron juntos la fábrica destruida con tristeza. Chelsea apoyó la cabeza en su hombro.
—¿Cómo es capaz? —gritó una voz aguda a su izquierda. Una mujer de unos cincuenta años, con los ojos escocidos de llorar, apareció ante ellos. Se había vestido con prisas y tenía el pelo enredado—. ¡Mi marido atrapado ahí dentro y usted jugando aquí con su perro! ¡No tiene vergüenza!
Dane se levantó lentamente y habló despacio, como si ya lo hubiera dicho pero lo repitiera en consideración al dolor y la cólera de la mujer.
—Señora, Chelsea se ha pasado toda la noche trabajando —dijo acariciando la cabeza de la perra dorada—. No lo creerá, pero se deprime mucho cuando trabaja. Tengo que levantarle la moral para que pueda continuar. En estos momentos los bomberos están despejando otra sección para que podamos entrar. Siento mucho lo de su marido, y espero que lo encontremos vivo, pero no hay nada que yo pueda hacer en estos momentos, aparte de preparar a Chelsea para que pueda continuar.
La mujer no había dejado de mirarlo fijamente, oyendo las palabras pero sin escucharlas. Dane lo había visto otras veces. En la ciudad de Oklahoma, después de que colocaran una bomba en el Federal Building, un consternado agente del FBI de la oficina local lo había amenazado con un arma y obligado a entrar en el edificio en busca de sus colegas después de sorprenderlo jugando con Chelsea cerca del edificio. Ésa había sido la peor experiencia de su vida, con tan pocos supervivientes y tantísimos muertos. Dane no había respondido a ninguna otra llamada en los seis meses siguientes.
—Señora, tiene que esperar detrás de la barrera —dijo un agente de policía, cogiendo a la mujer del brazo—. Están haciendo todo lo posible.
Se llevó a la mujer y Dane volvió a sentarse. Percibía la tristeza de Chelsea. En Oklahoma, todos los rescatadores no sólo habían tenido que jugar con los perros para animarlos, sino que algunos habían representado simulacros de rescates. Entraban en una sección despejada y «encontraban» a un rescatador que fingía ser una víctima. Dane se contentaba con arrojar el frisbee a Chelsea; era demasiado lista para tragarse la técnica del simulacro de rescate.
Dane no podía con su alma. Hacía diez horas que buscaban entre los escombros, con sólo un descanso de treinta minutos para tomar un café. No había comido nada; nunca lo hacía durante los rescates.
—¿El señor Eric Dane? —preguntó una voz débil a su espalda.
Volvió la cabeza sin levantarse y vio acercarse a ellos a un negro esbelto, vestido con un traje caro.
El hombre se detuvo y examinó el mono cubierto de sudor y polvo que llevaba Dane, en busca de una chapa de identidad, pero no llevaba ninguna.
—¿Es usted Eric Dane?
—Sí.
—Me llamo Lawrence Freed. Trabajo para Michelet Techonologies.
Freed miró por encima de él, hacia las ruinas. Hasta la noche anterior éstas habían sido una fábrica de pintura; en esos momentos eran un cementerio. Algo había ido mal con un lote de sustancias químicas y se había producido una explosión masiva. La estructura de tres pisos, mal construida en los años treinta y mal mantenida desde entonces, se había venido abajo hasta quedar reducida a una montaña de escombros de tres metros de altura. Como parte de su trabajo, Dane había estudiado la construcción de los edificios, y sabía que unas fuerzas inesperadas aplicadas en una dirección no prevista podrían haber tenido consecuencias devastadoras sobre cualquier construcción.
—Nunca he oído hablar ni de esa compañía ni de usted —respondió Dane. Había vuelto a concentrarse en las ruinas. Una grúa levantaba un enorme bloque de cemento reforzado con acero. Reinaba un ambiente de excitación.
—Me gustaría hablar con usted para contratar sus servicios.
—Mis servicios, ¿para qué? —preguntó Dane.
Una pareja de bomberos con largos abrigos amarillos y cascos se acercaba a ellos.
—Un rescate.
—Como puede ver, no me falta trabajo —replicó Dane.
—Es otra clase de... —Freed hizo una pausa cuando llegaron los dos bomberos y Dane se levantó.
—Dane, vamos al lado sudeste —dijo el primero de los bomberos.
Dane hizo un gesto de asentimiento. Se alejó sin volver la vista atrás y se perdió entre las ruinas. Freed se dispuso a seguirlo, pero los bomberos lo detuvieron.
—Es peligroso estar aquí. Sólo se admite personal autorizado.
Todo podría moverse y tendríamos que desenterrarle a usted también —dijo uno de ellos.
Dane subió a lo que había sido la pared exterior de la fábrica, abriéndose paso con cuidado entre el ladrillo hecho añicos. Por lo menos no había mucho cristal en el edificio. Siempre le preocupaba que Chelsea pudiera cortarse las patas. La perra lo seguía con destreza, sorprendentemente ágil para su peso.
Dane dejó atrás zonas que ya había registrado y se adentró aún más en el edificio. Se encontraba a cielo abierto y seguía el sendero que habían abierto los operarios de la maquinaria pesada, partidarios unos de entrar sin perder tiempo en el edificio y temerosos otros de mover algún escombro y matar a alguien que hubiera quedado atrapado en un espacio vacío.
El enfrentamiento con la mujer fuera del edificio había demostrado las paradojas del trabajo de Dane y Chelsea, aunque todos los presentes trabajaban bajo dobles presiones en conflicto. Hizo una pausa y se llevó las manos a la cabeza. Sentía un dolor intenso en el ojo izquierdo y el párpado le temblaba de forma incontrolable. Siempre le ocurría lo mismo. En su segunda operación de rescate había tomado analgésicos, pero había descubierto que disminuían su capacidad de trabajo. Desde entonces había aceptado el dolor como el precio que debía pagar.
Un grupo de bomberos se reunía alrededor de una cavidad oscura. Se volvieron cuando Dane apareció con Chelsea. El jefe sostenía en la mano un cable de acero y señaló la cavidad.
—He bajado. Llegas al primer piso y a continuación te desplazas horizontalmente, durante unos nueve metros. Hay espacios vacíos a lo largo, que eran pasillos. Una pared interior sigue en pie y parece sólida. Pero no se ve muy bien.
Por su larga experiencia Dane sabía que los rescatadores rezaban por encontrar los espacios vacíos. Zonas abiertas en medio de escombros donde podía haber algún superviviente. A lo largo de los años había visto muchas construcciones derruidas, y en todas había habido varios espacios vacíos.
—¿Qué hay en los planos? —preguntó Dane, arrodillándose y alumbrando hacia el interior del hoyo con una linterna que le había pasado uno de los bomberos.
—Ahí abajo está la primera planta, la sección administrativa. —Un bombero dejó un juego de planos sobre un trozo de cemento—. Es el último lugar en el que nos queda entrar, pero también es donde estaban la mayoría de los empleados en el momento de la explosión. Todo lo que hemos averiguado es que allí había siete u ocho personas.
Dane cerró los ojos cuando se agudizó el dolor. Siete u ocho. En el resto de la fábrica habían encontrado ocho cadáveres esparcidos entre la maquinaria. Esto iba a ser diferente. Siete u ocho juntos. Había visto algo parecido, o peor, antes.
—¿Han bajado un micrófono?
—Sí y no se oye nada —respondió el bombero—. Hemos gritado, pero no hemos obtenido respuesta. También hemos dejado caer fibra óptica,
Dane echó un vistazo a Chelsea, que se había acomodado entre los polvorientos restos de un conducto de la calefacción, con la cabeza entre las patas. Parecía reacia a entrar. A Dane tampoco le entusiasmaba la idea, pero siempre cabía la posibilidad de que hubiera alguien inconsciente allí abajo.
—Vamos —dijo, levantándose. Encendió la linterna del casco y se ajustó la correa de la barbilla.
El bombero enganchó el cable de acero al arnés de Dane y a continuación al de Chelsea, y el rescatador enganchó ambos con una correa para mayor seguridad. Luego miró una vez más el hoyo. Cerró los ojos un segundo y se concentró antes de deslizar las piernas dentro. Chelsea ya estaba en pie y le pegó el morro a la cara mientras bajaba.
—Así me gusta —dijo Dane.
Buscó donde apoyar los pies y extendió los brazos. Los bomberos le pasaron a la perra y él gruñó bajo su peso.
—Gorda —susurró con cariño—. Voy a tener que ponerte a régimen.
Chelsea gruñó y pegó la cabeza a su axila. Con torpeza y gran dificultad, Dane bajó hasta la planta baja y dejó a Chelsea en el suelo. Alumbró a su alrededor con la linterna. A su derecha había un muro de carga hecho de bloques de hormigón ligero, la razón de que existiera ese espacio vacío. El túnel se extendía unos nueve metros y empezaba a estrecharse hasta convertirse en un pasadizo de medio metro.
Apagó la linterna y la luz de su casco. Esperó a respirar con normalidad y no hizo caso del dolor en su ojo izquierdo. Se quedó completamente inmóvil un minuto, luego volvió a encender las luces y miró a Chelsea.
—Busca —le susurró al oído.
La perra se precipitó hacia adelante, yendo de un lado a otro con la cabeza gacha, y la cola recta y levantada. Dane la observó con expresión resignada. Al cabo de dos metros, la perra se detuvo, volvió la cabeza a la izquierda y levantó una pata. Dane sacó de su mochila una pequeña bandera roja y señaló el lugar. Había otro cadáver enterrado bajo los escombros.
Siguieron por el pasillo y pusieron otras tres banderas rojas. Al colocar la última, Dane levantó de pronto la cabeza y miró a su derecha. El muro de hormigón ligero era sólido por ese lado. Apretó la mayor parte del cuerpo contra él y empujó, mientras Chelsea lo observaba con curiosidad. Al cabo de treinta segundos se apartó con brusquedad.