Atlantis - La ciudad perdida (14 page)

BOOK: Atlantis - La ciudad perdida
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Konrad se puso sus gafas de lectura y la leyó, luego la miró por encima de la montura.

-¿Y?

—¿Quién o qué es Foreman? —preguntó ella.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Porque me está ordenando que me olvide del modo de proceder habitual y destruya la copia de seguridad.

—Hazlo —dijo Konrad, encogiéndose de hombros—. Esta orden tiene la autorización debida. Sabes que ya se ha hecho en otras ocasiones.

—¿Y qué hay de lo que nos pide? —insistió Conners, al no recibir la respuesta que buscaba.

—¿A qué te refieres?

—Nos está pidiendo que consumamos un montón de combustible y energía.

—Ésa no es la verdadera razón por la que te preocupa la petición —repuso Konrad, dedicándole una sonrisa indulgente.

—Está bien —concedió Conners, profiriendo un suspiro—. ¿Y si te digo que no me gusta utilizar el Bright Eye en una misión real? Creía que era un mero banco de pruebas. ¿Y cómo demonios se ha enterado ese tal Foreman de la existencia del Bright Eye?

Konrad cogió el fax y volvió a leerlo.

—Bueno, supongo que está enterado porque tiene la máxima autorización posible; por encima de la tuya y de la mía.

—La cuestión no es la autorización —arguyó Conners—, sino la necesidad de saber. —Señaló el papel—. Hace unas horas este tipo me ha pedido una toma a gran escala del centro norte de Camboya utilizando un KH-12. Ha sido una pérdida de tiempo y de recursos, y quiere que me deshaga de todas las pruebas de su petición. Y ahora pretende que el Bright Eye explore la misma región.

—¿Me ha pedido? —Konrad se recostó en su asiento.

—Está bien, nos ha pedido. —Conners se ruborizó.

—Te lo tomas todo demasiado a pecho —dijo Konrad—. No puedes hacerlo, trabajando para el gobierno.

—No dejas de recordármelo.

—¿Qué había en esas tomas del KH-12 para que quiera utilizar el Bright Eye?

Ésa era la pregunta que Conners había esperado. Sacó de una carpeta las tres imágenes y se las dio a su jefe.

Konrad se recostó en su butaca mientras las examinaba despacio, una por una. Finalmente las dejó en la mesa.

—No deberías tenerlas.

—No me las habrías pedido si no supieras y aceptaras tácitamente que hago una copia de todas las imágenes —repuso Conners.

—¿Y bien? —Konrad señaló las manchas.

—No tengo ni idea de lo que las ha causado —repuso Conners—. He ejecutado diagnósticos en el KH-12 y en mi sistema, y todo está en orden. —No añadió sus sospechas acerca del MILSTARS 16. Vayamos por pasos, pensó. Además, ese satélite es competencia del Pentágono, no de la NSA.

—En fin —dijo Konrad, encogiéndose de hombros—. Viendo estas imágenes, no me extraña que Foreman quiera utilizar el Bright Eye. Si algo puede penetrar en esa mancha, es el Bright Eye.

—Lo que nos lleva de nuevo al problema de utilizar el Bright Eye para una misión —insistió Conners.

—No es ningún problema —replicó Konrad—. No creerás que hemos gastado ochocientos millones de dólares sólo para poner allí arriba un prototipo, hacer unas cuantas pruebas y dejar que flote en el espacio, ¿no? —Le devolvió la hoja—. Ponlo en marcha.

—¿Tienes alguna idea de lo que ha causado esas manchas en esas tomas? —preguntó Conners levantándose y cogiendo la hoja, pero sin moverse.

—No tengo ni idea —respondió Konrad con una sonrisa.

—¿Has visto algo así antes? —preguntó ella, frunciendo el entrecejo.

Konrad miró hacia la puerta abierta. Parecía preocupado.

—Has visto esa clase de interferencia antes, ¿verdad, George? —presionó Conners.

—Sí —murmuró él.

Conners se volvió y cerró la puerta sin que él se lo pidiera. Luego se acercó al escritorio y se inclinó sobre él.

—¿Dónde?

—Vas a creer que estoy loco —dijo Konrad, riendo con nerviosismo.

—¿Dónde?

—Junto a la Costa Este. Al sur de las Bermudas, en una línea que va de Puerto Rico a Key West y que sube hasta las Bermudas.

—¿El Triángulo de las Bermudas? —inquirió Conners, tras procesar mentalmente la información.

—Ya te he dicho... —empezó a decir él, pero ella lo interrumpió.

—Te creo. ¿Cuándo lo has visto?

—Lo captamos de vez en cuando al utilizar los satélites para hacer una predicción meteorológica para la NOAA. Una bruma que tapa toda la imagen y cubre una zona en forma de triángulo. El tamaño varía desde cero hasta el triángulo que he delimitado. Nunca la enviamos. —Señaló el papel que ella tenía entre las manos—. Ordenes de Foreman.

—¿Cuándo? —quiso saber Conners.

—Por Dios, no lo sé. —Konrad se echó a reír—. De vez en cuando. La interferencia no dura mucho, tal vez un par de horas cada equis años. Al final siempre logramos obtener buenas tomas de ambos lados, de modo que nadie se ha dado cuenta en realidad. Lleva ocurriendo desde que estoy aquí.

Conners parpadeó. Konrad llevaba más de veinticinco años en la NS A.

—¿Quieres decir que la orden de Foreman ha permanecido vigente todo ese tiempo?

—Eso es.

—Pero ¿por qué?

—No lo sé, y dado que Foreman quiere utilizar el Bright Eye, diría que él tampoco lo sabe aún y está desesperado por saberlo.

—El Bright Eye lleva ahí arriba un año. ¿Por qué ahora?

—Vete tú a saber —respondió él, encogiéndose de hombros.

—¿Tienes alguna idea de quién es Foreman?

—Por Dios, Pat. —Konrad levantó las manos hacia el techo en un gesto de impotencia—. ¿Sabes cuánto gasta este gobierno cada año en proyectos clasificados? ¿Y sabes lo compartimentados que están todos esos proyectos? Recibimos continuamente instrucciones de distintas organizaciones con un nombre en clave que no nos da ninguna pista sobre sus intenciones. Foreman es uno más. Sólo sé que es de la CÍA.

—Que da la casualidad que está interesada en el Triángulo de las Bermudas. Y en un triángulo parecido en Camboya. —Conners reflexionó un momento—. ¿Algún lugar más? —Esperó—. ¿George?

—Ha pedido otras fotos durante estos años. He visto algo parecido a lo que tienes aquí en unas fotos tomadas en la costa de Japón.

—¿La costa de Japón? —Conners lo consideró—. ¿Dónde más?

—En otras partes. —Konrad señaló la puerta—. Sugiero que empieces a cursar esa petición. Ya te he dicho demasiado.

CAPÍTULO 5

Evaluar la situación sólo había servido para aumentar el miedo y el pesimismo en el interior del Lady Gayle. Ariana había reunido a los seis miembros de la tripulación supervivientes alrededor de la consola de Ingram, después de asegurar la puerta que comunicaba con la cabina de mando con una mesa y varias sillas. Fuera del avión no habían vuelto a escuchar ruidos ni habían percibido actividad alguna, pero el estar ciegos al mundo exterior aumentaba su ansiedad.

Ariana había explicado lo mejor que había podido lo ocurrido al personal de vuelo y a Craight. Para evitar preguntas sobre cosas que no podía explicar, había ordenado hacer un inventario de los suministros que había en el avión.

En la cocina de a bordo quedaba algo de comida, la suficiente tal vez para una semana si comían con moderación. El agua era lo más crucial. Había suficiente para unos cuatro días si la racionaban. Había dos hachas de bomberos, y contaban asimismo con tres botiquines de primeros auxilios, uno de los cuales ya lo habían utilizado para curar las piernas de Hudson. Tenían dos armas, dos Berettas de 9 milímetros. Ariana cogió una y la otra se la dio a Mark Ingram.

Sabía que el factor más crítico era el humano. A algunos los conocía bastante bien, pero otros eran nuevos. Mark Ingram estaba a su lado, y le reconfortaba su sólida presencia. Habían vendado las piernas a Mitch Hudson, que se había quedado sentado ante una consola, con la cara crispada de dolor a pesar de las pastillas que le habían dado. Era hábil con las radios, uno de los mejores, pero fuera de eso, ignoraba por completo sus aptitudes.

Los otros cuatro supervivientes formaban un grupo variopinto: Mike Herrín era el geólogo de más edad. A sus cincuenta y cinco años, llevaba tiempo trabajando para Michelet, pero Ariana temía que fuera el primero en sufrir una crisis nerviosa. Había guardado un silencio impropio de él, pasándose las manos por su pelo canoso que empezaba a clarear. Era bajo y rechoncho, y en opinión de Ariana demasiado blando física y emocionalmente para reaccionar positivamente ante una situación imprevista.

Daniel Daley era el geólogo más joven y recién incorporado al equipo. Tenía unos veinticinco años, y su voluminosa presencia destacaba entre los demás. Tenía el pelo rubio y el aspecto sano de un surfista de Los Ángeles, y lo estaba, ya que había hecho su doctorado en la UCLA. A Ariana le pareció que estaba un poco asustado, pero bastante entero.

Lisa Carpenter también era nueva. Era experta en ordenadores y en la localización de problemas electrónicos. Una mujer de color de treinta y pocos años, tenía una constitución robusta y atlética, y llevaba el pelo cortado casi al rape. Estaba sentada detrás de su consola justo debajo de Ariana, con la mirada levantada, sin permitir que su rostro reflejara sus verdaderos sentimientos, esperando instrucciones.

El último miembro era Peter Mansor, especialista en imágenes. Era uno de los que había vendado las piernas de Hudson, utilizando la experiencia adquirida en dos períodos de servicio en el ejército, donde había sido piloto de helicóptero. Mansor había acompañado a Ariana en varias misiones y ella sabía que era una persona estable, pero carente de imaginación.

—Muy bien —dijo, sintiendo los seis pares de ojos clavados en ella—. ¿Qué tenemos aquí aparte de comida, agua y botiquines de primeros auxilios?

—Un montón de ordenadores y equipos de radio y de toma de imágenes —respondió Ingram secamente.

—Que sólo funcionarán mientras haya electricidad —añadió Lisa Carpenter.

—¿De qué nos sirven? —preguntó Herrín, irritado—. Los ordenadores no van a sacarnos de aquí.

—Los equipos de radio tal vez sí —dijo Hudson.

—¿Cómo está el tema? —preguntó Ariana.

—En estos momentos no tengo nada —repuso Hudson—. He intentado enviar un mensaje, pero en la caída hemos perdido la antena de alta frecuencia. Estaba sobre la cabina de mando. Y no puedo acceder a la antena parabólica del SATCOM que está sobre la antena de radar giratoria. Las pruebas indican que el cable que conecta mi radio a la antena parabólica está cortado.

—¿Cortado? —repitió Ariana.

—Probablemente se cortó al estrellarnos. —Hudson levantó la vista hacia el techo de la cabina—. Por Dios, la antena de radar y la parabólica podrían no estar ahí arriba.

—¿Qué más? —preguntó Ariana, sin querer detenerse en el estado externo del avión.

—La FM de poco nos sirve porque está limitada por el horizonte —dijo Hudson, llevándose una mano a sus piernas heridas y haciendo una mueca de dolor—. Si alguien se acercara, podría funcionar. La antena de FM parece que continúa en su sitio.

—Hay equipos de rescate buscándonos —dijo Ariana—. De modo que ten dispuesta la FM y transmite de vez en cuando.

Hudson hizo un gesto de asentimiento.

—Tal vez deberíamos salir al encuentro de las partidas de rescate —sugirió Daley.

Ariana miró a Mansor, que había sido entrenado para tales situaciones en el ejército.

—No. —El ex piloto sacudió la cabeza con energía—. Nos quedaremos en el avión. Es una norma básica de supervivencia. Siempre hay que permanecer en el avión. Es la mejor forma de que te encuentren, porque es mucho más fácil localizar un avión que a un reducido grupo de personas deambulando por la selva.

—Yo no salgo ahí. —dijo Herrín con una risa histérica y señalando con la cabeza la cabina de mando—. Acabaremos como Craight.

—¿Qué le ha pasado a Craight? —preguntó Hudson.

Ariana dirigió una mirada a Ingram, que en esta ocasión guardó silencio.

—No sabemos más de lo que ya os hemos dicho. —Ariana no quería que la conversación tomara ese rumbo, pero sabía que no podría evitarlo eternamente—. Ahora debemos preguntamos qué pasa aquí dentro. Y de momento parece que estamos fuera de peligro.

No tenía ningunas ganas de volver a abrir la puerta que comunicaba con la cabina de mando. Contaban con la puerta normal, a la izquierda de la parte delantera, y las esclusas de emergencia sobre las dos alas y en el techo, pero no quería abrir ninguna mientras no fuera absolutamente necesario.

—No tiene ni idea, ¿verdad? —preguntó Herring—. No sabe lo que ocurre, ¿no?

—Vayamos por pasos —repuso Ariana.

—¿Por pasos? ¡Nos hemos estrellado, maldita sea! —exclamó Herring—. Craight está muerto, con la mano amputada, y según usted se lo ha llevado una especie de rayo extraño. John ha muerto al estrellamos, se ha roto el cuello. Y el piloto y el copiloto están muertos. No sabemos dónde estamos ni cómo hemos llegado hasta aquí. ¡Ahí fuera hay algo! ¡Algo que va por nosotros!

—Calla, Mike —dijo Peter Mansor en voz baja, pero con un tono que pareció surtir efecto—. Correr por ahí gritando y chillando no va a servirnos de nada.

Herrín se sentó con un gemido y ocultó la cabeza entre las manos.

Ariana sabía que tenía que mantenerlos ocupados, aunque sólo fuera para distraerlos.

—¿Alguien tiene una idea de lo que pudo ocurrir para que nos estrelláramos? —preguntó.

—Los pilotos informaron de que perdían potencia y los mandos no respondían —respondió Ingram.

—¿Por qué? —preguntó Ariana.

—Pudo ser un fallo del ordenador de a bordo —respondió Ingram, encogiéndose de hombros.

—¿Puedes repasar los datos del ordenador central y comprobarlos? —preguntó Ariana mirando a Carpenter.

—El ordenador central dejó de funcionar justo antes de que cayéramos —repuso Carpenter—. Voy a tener que cargarlo de nuevo. No puedo estar segura de que no se haya estropeado el soporte físico y ni de que Argus se vuelva a cargar.

—Inténtalo, Lisa —ordenó Ariana.

Carpenter se volvió hacia el ordenador y se puso a trabajar.

—¿Cuánto suministro eléctrico nos queda en las baterías del avión? —preguntó Ariana.

—Si sólo utilizamos los ordenadores y las luces —respondió Ingram—, puede quedarnos para unas quince horas. Si reducimos las luces a niveles de emergencia, podemos alargarlo hasta cincuenta o sesenta horas.

—Reducelas a nivel de emergencia —ordenó Ariana. —Tendré que revisar los sistemas para asegurarme de que ningún otro aparato consume electricidad —dijo Ingram. —Hazlo.

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