Read Atlantis - La ciudad perdida Online
Authors: Greg Donegan
—Espera —ordenó a Chelsea. La perra se sentó obediente mientras él retrocedía hasta la base del hueco.
—¡Necesito un martillo perforador! —gritó.
—En seguida.
Diez minutos después descolgaron una cuerda con la herramienta. Dane la arrastró por el pasillo, asegurándose de que la manguera de aire no se enredaba con los escombros. Volvió adonde Chelsea esperaba.
Colocó el extremo del martillo contra el muro de hormigón ligero y se puso manos a la obra. Los trozos de hormigón volaron por el aire, pero sus gafas de montura metálica le protegieron los ojos. Sacó con cuidado ocho bloques, de uno en uno, asegurándose de dejar intactos los que rodeaban el boquete, una técnica que había aprendido de un experto en rescates en Houston durante un trabajo.
Al retirar el último bloque, Chelsea corrió hacia adelante y se apretó contra él con el morro en el agujero, ladrando furiosa y golpeándole la pierna al menear la cola.
—Sí, sí, sí —dijo Dane, acariciándole la cabeza—. Así me gusta.
Dejó a un lado el martillo perforador y se deslizó a través del boquete que había abierto. El haz de luz de su casco atrapó el polvo suspendido y recorrió el borde de un escritorio sobre el que se había desplomado el techo. Dane vio un espacio diminuto donde la parte delantera metálica del escritorio no tocaba el suelo de baldosas. Deslizó una mano por él, buscando a tientas.
Toda su atención estaba concentrada en la punta de sus dedos mientras palpaba las baldosas, el polvo, el contorno del espacio debajo del escritorio, la pata astillada de una silla. De pronto sintió algo tibio y blando: piel. Piel viva, lo supo en cuanto la tocó.
Encendió por primera vez la pequeña radio FM.
—Tengo a uno vivo —susurró por el micrófono.
—¡Ahora mismo bajamos! —fue la respuesta inmediata de los bomberos que esperaban arriba.
Dane no apartó los dedos de la piel. Sabía que, fuera quien fuese, estaba inconsciente, pero también sabía lo importante que era el contacto humano aun para una mente inconsciente.
El pequeño espacio al otro lado del muro de hormigón ligero se llenó de hombres y maquinaria. Dane se quedó donde estaba mientras abrían más el boquete con cuidado y lo atravesaban. A continuación apuntalaron el techo desplomado para poder retirar el escritorio sin que se les cayera todo encima.
Por último, se dedicaron a desmontar el escritorio con unas tenazas gigantescas, sacando con cuidado las piezas hasta que dejaron a la vista a la persona que estaba al otro lado. Un bombero enfocó la linterna en esa dirección y alumbró a una joven con la cara cubierta de polvo y sangre. La sacaron con cuidado y Dane la soltó. Rodó por el suelo y se quedó tendido de espaldas mientras ataban a la mujer a una camilla y la llevaban rápidamente por el pasillo para subirla a la superficie.
—¿Quieres subir? —preguntó el jefe del equipo de rescate.
Dane negó con la cabeza. Quería quedarse donde estaba y que todos se fueran y lo dejaran tranquilo.
—Faltan tres o cuatro. Tal vez lo haya conseguido alguien más. —Pero sabía que no había más supervivientes, ni siquiera inconscientes. En ese edificio no quedaba vida. Lo sabía, pero tenía que cumplir con las formalidades.
Se puso de pie y se encorvó bajo el techo hundido.
—Vamos, Chelsea. Sólo un poco más.
La perra gimió con desaprobación, pero lo siguió. Sabía lo que él pretendía hacer, pero al menos podían localizar los demás cuerpos. Recorrieron despacio lo que quedaba del pasadizo y antes de llegar al final, había colocado tres banderas más donde Chelsea había señalado con la pata.
Por fin Dane dio media vuelta y la sacó de allí, pasándosela a los rescatadores, que los ayudaron a salir del hoyo.
—La mujer se recuperará —dijo uno de ellos, dándole unas palmaditas en la espalda—. Un par de huesos rotos y un golpe en la cabeza, pero se pondrá bien.
Dane hizo un gesto de asentimiento. Había un ambiente más animado. Quince cadáveres y un superviviente, pero por ese uno habían trabajado. La realidad de los muertos la asimilarían todos más tarde, cuando, acostados en sus camas, volvieran a visualizar los cuerpos aplastados y mutilados.
Dane estrechó varias manos y salió de las ruinas. Aceptó agradecido una taza de café de un colaborador de la Cruz Roja, pero sólo después de conseguir un bol de agua para Chelsea y observar cómo la bebía con ruidosos lametazos.
—Señor Dane.
—Señor Freed —respondió Dane, sin volver la cabeza.
—No estoy seguro de que me haya escuchado antes de entrar en el edificio.
—Quiere que trabaje para usted en un rescate —dijo Dane.
—No parece muy preocupado —añadió Dane, mirándolo por fin—. Ni con mucha prisa.
—El tiempo es esencial —replicó Freed, algo sorprendido por los comentarios de Dane.
—¿No lo es siempre? —Chelsea apretó la cabeza contra la pierna de Dane, que empezó a rascarle detrás de las orejas—. Trabajo a través de la FEMA —añadió, refiriéndose a la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias—. Ellos se ponen en contacto conmigo, me llevan en avión al lugar de la tragedia y nos ponemos a trabajar.
—Esto no está dentro de la jurisdicción de la FEMA —repuso Freed.
—Todo lo que ocurre en Estados Unidos lo está... —Dane hizo una pausa—. Está bien, ¿por qué no me describe la situación y por qué necesita mis servicios?
—Se ha estrellado un avión y necesitamos su ayuda para encontrar a los supervivientes.
—No he oído mencionar ningún accidente aéreo en las noticias. —Dane frunció el entrecejo—. Además, Chelsea es un perro de rescate, no un perro rastreador.
—El avión cayó en el Sudeste asiático —añadió Freed— y no es a Chelsea a quien queremos, sino a usted.
Dane se apoyó despacio en una rodilla y recorrió la espalda de Chelsea con una mano, del cuello a la cola. Le reconfortaba tanto como a ella, y en esos momentos lo necesitaba.
—El avión se estrelló ayer —continuó Freed—. No tenemos mucho tiempo.
—Estoy seguro de que tienen a gente más cerca —dijo Dane.
—Tengo una limusina esperando y un avión privado en el aeropuerto —insistió Freed, ignorando el comentario—. Todo lo que le pido es que me acompañe a California y escuche una oferta. Si la rechaza, le llevaré de vuelta a donde usted quiera. Además, recibirá diez mil dólares sólo por ir a California.
—No lo entiendo. ¿Por qué me necesitan a mí? —inquirió Dane tras una pequeña pausa.
—Creo que sí lo entiende, señor Dane. Porque es la única persona que ha salido de allí con vida, que nosotros sepamos.
—¿Dónde...? —empezó a decir Dane, pero Freed respondió a la pregunta antes de que la formulara.
—En Camboya. El centro norte de Camboya.
El avión a reacción Lear hacía dos horas que había salido de Washington. En el compartimiento de pasajeros sólo había un hombre, repantigado en una silla de cuero. Salvo por una sola luz que brillaba sobre su cabeza, estaba a oscuras. Su pelo largo y ondulado se había vuelto completamente blanco; su rostro bronceado estaba surcado de profundas arrugas, como talladas en piedra. Sin embargo, todavía se reconocía en él al joven artillero de la marina que había visto desaparecer la Escuadrilla 19 hacía cincuenta y cuatro años, que había oído cómo desaparecían el Scorpion y el SR-71 y que había enviado a Camboya un comando de reconocimiento de las Fuerzas Especiales hacía treinta años.
Al lado de Foreman había un aparato de fax conectado a la antena parabólica del avión. La luz verde de la parte superior empezó a parpadear y a continuación salió con suavidad una hoja de papel. Foreman la cogió y la estudió mientras salía otra hoja, seguida de una tercera.
A diferencia de Patricia Conners, no se sorprendió al ver el triángulo borroso en el centro de la toma, ni sospechó que había un problema en el equipo.
Introdujo una mano en un maletín y sacó varias imágenes similares. Colocó la nueva sobre una anterior y acercó las dos a la luz.
En su envejecida frente apareció una arruga. Bajó la mano y descolgó el auricular del teléfono por satélite que tenía en el brazo de la silla. Apretó el botón de marcado automático. Al segundo timbrazo respondió una voz femenina.
—¿Sí? —El acento de la mujer era extraño, difícil de ubicar.
—Sin Fen, soy yo. Aterrizaré dentro de doce horas.
—Estaré esperándolo.
—¿Alguna actividad?
—Todo está como usted dijo. Sigo vigilando.
—¿Camboya?
—Aún no.
—Sin Fen, está cambiando —dijo Foreman, echando otro vistazo a la imagen impresa.
—¿Más pequeño o más grande?
—Esta vez más grande, y las fluctuaciones son importantes. Nunca había visto nada igual.
No hubo respuesta, aunque él tampoco la esperaba.
—Sin Fen, voy a probar el láser orbital. También voy a comprobar las demás puertas.
—Ya lo hemos discutido —dijo Sin Fen. Era toda la aprobación que iba a obtener de ella.
—¿Percibes... —Foreman hizo una pausa, y luego añadió—: ... algo?
—No.
Foreman echó un vistazo a otra hoja impresa. Un informe.
—Michelet se ha puesto en contacto con Dane.
—Eso también lo hemos discutido —repuso Sin Fen.
—Te veré pronto.
La comunicación se cortó. Foreman abrió el maletín y sacó un delgado ordenador portátil. Conectó a él el cable del teléfono por satélite, y a continuación accedió a la NSA y tecleó unos códigos.
Cuando terminó, marcó el número de su superior en Washington. Siempre era partidario de actuar primero y obtener autorización después, sobre todo cuando se trataba con mentes estrechas. Contestaron a la llamada al segundo timbre.
—Consejo de Seguridad Nacional.
—Aquí Foreman. Necesito hablar con el señor Bancroft.
—Un momento.
Foreman oyó el ruido de los parásitos. Odiaba tener que hablar con alguien más sobre su proyecto. En la Sociedad del Presupuesto Negro de Washington se le consideraba un anacronismo, un hombre poderoso que se enfrentaba a una entidad desconocida. Como tal, suscitaba una fuerte hostilidad. Con más de sesenta billones de dólares anuales invertidos en ella, la Sociedad del Presupuesto Negro contaba con muchas pequeñas células extrañas explorando en distintas áreas, desde los sistemas de defensa de la guerra de las galaxias hasta el organismo secreto de control de ovnis de las Fuerzas Aéreas, pasando por el programa de las puertas de Foreman.
—Adelante —dijo una voz distinta.
—Señor Bancroft, le habla Foreman. Voy a utilizar el Bright Eye para investigar Camboya.
—¿Es necesario? —inquirió el asesor del presidente en asuntos de seguridad nacional, sin poder disimular su irritación.
—Las fluctuaciones son graves. Por encima del cuarenta por ciento. Otro veinte por ciento más y la puerta de Angkor alcanzará varias zonas habitadas.
—¿Y? Es Camboya, por el amor de Dios. A nadie le importa un rábano.
—Recuerde que está relacionado con lo que hay en nuestra costa —replicó Foreman.
—La única relación con lo que cree usted que hay en nuestra costa está en su cabeza —intervino Bancroft—. Intentó relacionarlo hace mucho tiempo, y murieron muchos hombres y se hundieron un montón de carreras tratando de echar tierra encima.
—Esos hombres demostraron que existía una conexión.
—Una transmisión de radio de alta frecuencia —dijo Bancroft—. No es lo que se dice concluyente.
—Algo está ocurriendo —insistió Foreman.
—Sí, algo está ocurriendo. —La voz de Bancroft era áspera—. Paul Michelet ha perdido su avión y a su hija al sobrevolar ese maldito lugar. ¿Ha olvidado ponerme al corriente de ese pequeño detalle?
—La decisión fue suya —replicó Foreman, sin sorprenderse de que Bancroft ya estuviera informado de la caída de Lady Gavie.
—Pero no contaba con toda la información cuando tomó tal decisión —dijo Bancroft—. No querrás que alguien como Michelet se enfade con usted. Tiene mucho poder. El presidente no se va a sentir satisfecho.
A Foreman le importaba tanto Paul Michelet como a Bancroft los aldeanos camboyanos que vivían cerca de la puerta de Angkor.
—El Bright Eye podría permitirnos ayudar a Michelet. Si logramos localizar el avión, podremos darle esa información.
—¿Y? —Bancroft resopló—. ¿Qué puede hacer con la información? ¿Entrar allí y sacarlos? Por lo que dice usted, nadie puede hacerlo.
—Michelet se ha puesto en contacto con alguien que podría hacerlo. Además, con la fase de cambio, tal vez podrían entrar y salir cuando el avión no esté cubierto. —Si lo está alguna vez, pensó Foreman—. Pero antes tenemos que averiguar la posición exacta.
—Por Dios, Foreman. ¿Tan importante es?
—Señor, creo que es de vital importancia —respondió Foreman, conteniendo la primera respuesta que acudió a sus labios.
—Yo no lo veo así —replicó Bancroft—. En todos estos años no nos ha dado ninguna prueba consistente. ¿No conoce el cuento del niño que gritaba que viene el lobo?
—Lo conozco, señor, y deberíamos recordar que al final el niño tenía razón. Había lobos —respondió Foreman, fijando su mirada en la borrosa imagen triangular.
—¿Lobos en Camboya? —dijo Bancroft—. ¿A quién demonios le importa?
—Creo que va más allá de Camboya. —Foreman controló la voz.
—Cree, cree. Habla como esos malditos tipos de los ovnis del Área 51 a los que tengo que escuchar todo el tiempo, que están preocupados porque unos hombrecillos grises aparezcan y hagan estallar la Tierra. ¿Sabe cuánto nos cuesta esa gente? ¿Y sabe cuántos hombrecillos grises hemos encontrado? Hay problemas reales aquí y ahora de los que el presidente y yo tenemos que preocuparnos.
Foreman guardó silencio.
—Adelante, utilice el Bright Eye —dijo Bancroft por fin—. Pero le hago a usted responsable.
La comunicación se cortó. Siempre era él el responsable, pensó Foreman mientras colgaba el auricular de la horquilla.
Ariana Michelet nunca había sido tan consciente del simple acto de respirar. Fue lo primero que sintió: el aire deslizándose en su garganta, llenándole los pulmones. La textura del aire era extraña, casi aceitosa y espesa; no podía comprender que el aire fuera espeso, pero lo era. Todavía sentía en la boca y en la parte posterior de la garganta el sabor a vómito.
Al ser consciente de que estaba respirando, de pronto recordó. El avión cayendo, estrellándose. Abrió los ojos, pero no vio nada. Oscuridad total. ¿Estaba ciega? ¿Muerta? Esa inquietante segunda pregunta aplastó la primera.