Read Atlantis - La ciudad perdida Online
Authors: Greg Donegan
A casi doscientos kilómetros de altura, la combinación de dos satélites surcaba a toda velocidad el espacio de norte a sur por encima del globo, con China deslizándose rápidamente a su paso. El reactor funcionaba correctamente, un gran cilindro que carecía de la protección de sus primos de abajo, sobre la superficie del planeta. A su lado, el satélite circular que transportaba el Bright Eye también funcionaba perfectamente. La puerta redonda de seis metros que cubría la hilera de láser se abrió con suavidad, revelando los extremos de los emisores. Un gran panel plano, el receptor de láser, estaba extendido en un brazo mecánico a la derecha de la hilera, desplegándose hasta alcanzar los cien metros de largo y cincuenta de ancho, con las células preparadas para captar un láser.
Del reactor a los láser fluía energía, que se acumulaba en condensadores cuando la cuenta atrás estaba por debajo de los veinte segundos. Cuando el Bright Eye pasó por encima del centro norte de Camboya, el ordenador de a bordo se puso en hiperdrive. Los láser se activaron de golpe, y dispararon una y otra vez mientras el ordenador alteraba tanto la frecuencia del láser como la dirección en que apuntaba el extremo del emisor, haciendo pequeños ajustes en la base de cada uno. Estos pequeños ajustes, cuando se multiplicaba por los doscientos kilómetros a los que viajaba cada láser, permitía al Bright Eye obtener una imagen exacta de una extensa zona.
Viajando a la velocidad de la luz, los primeros rayos descendieron y alcanzaron el objetivo.
—Estamos recibiendo algo —dijo Conners leyendo en la pantalla de su ordenador los datos transmitidos en tiempo real por el Bright Eye, que mostraban lo que recibía el panel receptor—. Creo que tenemos un... —Se interrumpió cuando apareció un gran resplandor en el centro de la pantalla—. ¡Qué demonios es eso!
Una acumulación de energía, en forma de una gran esfera dorada de más de cincuenta metros de diámetro, salió de la niebla perforándola, cubrió el triángulo y se elevó a gran velocidad a través de los láser disparados hacia tierra, desviándolos en todas direcciones.
A medida que ganaba altitud, el diámetro de la esfera disminuyó poco a poco de tamaño, pero cubría rápidamente la distancia que la separaba del Bright Eye.
—¡Desconéctalo! —gritó Konrad.
Ambos veían la gran esfera dorada en la pantalla que mostraba el campo de visión del Bright Eye. La imagen láser se había desintegrado.
Los dedos de Conners volaban sobre el teclado, desconectando los láser, pero la esfera seguía ganando altura hacia el Bright Eye, hasta que llenó toda la pantalla con un destello de luz dorada. La pantalla donde habían aparecido los datos se apagó.
—¿Estás conectada? —preguntó Konrad.
A Conners se le encogió el estómago al asimilar lo que había visto.
—No. ¡El Bright Eye ha desaparecido!
—¡Mierda! Tengo que llamar al director —dijo Konrad, saliendo de la oficina a todo correr.
—¡Dios mío! —susurró Conners.
—¿Monstruos? ¿A qué se refiere exactamente?
Dane había esperado esa pregunta, y tal como había supuesto, fue Freed quien la formuló. No había habido tiempo para que se la hicieran antes. Desde que Dane aceptó la misión, habían estado ocupados, preparándose para partir y dirigiéndose al aeródromo.
Estaban a bordo del avión privado de Michelet, el mismo 707 modificado que había llevado a Dane y a Chelsea del lugar del desastre a Los Ángeles. En esos momentos sobrevolaban el Pacífico oriental y se dirigían al oeste a la máxima velocidad. Paul Michelet y Roland Beasley estaban sentados en mullidos asientos de cuero al otro lado de una pequeña mesa. Freed estaba junto a la ventana a la derecha de Dane, y, tumbada en el pasillo, al otro lado de éste, dormía Chelsea.
—Si la CÍA les ha hablado de mí —dijo Dane—, seguramente habrán leído el informe de esa misión. Les dije la verdad.
—Nunca hemos visto ninguna copia de ese informe —replicó Michelet haciendo un gesto de negación—. Pero si dijo a la CÍA que la misión había fracasado a causa de unos monstruos, eso explica muchas cosas.
—¿Como que me dieran de baja del ejército basándose en un test psicológico? —preguntó Dane.
—Sí —dijo Freed, sosteniéndole la mirada—. Sabíamos lo de su baja, pero todo lo que pudimos averiguar es que fue debida al estrés provocado por el combate.
—Estaba en mi segundo período de servicio y llevaba seis meses realizando misiones de reconocimiento en la frontera. —Dane rió con amargura—. Había sufrido más estrés de combate del que me correspondía, pero cuando di el parte de mi misión en Laos al representante de la CÍA, éste no respaldó una palabra de lo que dije y se limitó a pasarme a su contacto en el ejército, que pensó que estaba loco.
A Dane no le había preocupado abandonar su carrera militar. No, después de lo que había visto. Curiosamente, Foreman lo había escuchado con atención, haciéndole muchas preguntas, sin expresar ninguna opinión en un sentido u otro. Pero el ejército había reaccionado de forma negativa, y sin el respaldo de Foreman se habían deshecho rápidamente de él.
—¿Qué clase de monstruos? —preguntó Freed, siempre profesional, intentando evaluar al contrincante por extraño que fuera.
Dane se preguntó por qué le creían. Claro que tal vez no lo hacían y sólo le seguían la corriente, se dijo a sí mismo.
—Si vamos a entrar allí —dijo, señalando el mapa siempre extendido en la mesa que tenía ante él—, es preciso que sepan lo que ocurrió en esa misión.
Contó la historia desde que abandonaron el campamento del CCN en Vietnam y atravesaron la base de la CÍA en Laos, el vuelo de ida, la zona de aterrizaje y cómo se habían desplazado y cruzado el río. No le interrumpieron ni una sola vez, ni siquiera cuando hizo todo lo posible por describir lo que se habían encontrado al otro lado del río. Cuando terminó de describir cómo Flaherty había sido arrastrado hacia la niebla por un rayo de luz azul, tuvo que hacer una pausa. Nunca había contando a nadie toda la historia desde que dio el parte a Foreman hacía treinta años.
Se había preguntado muchas veces si no había sido todo una pesadilla, pero la realidad de su recuerdo siempre se reflejaba en la cicatriz de su antebrazo.
—¿Cómo escapó? —preguntó Freed.
—Huí.
Esperaron a que diera más detalles, pero Dane no añadió ninguno.
—¿Cómo salió de la zona inmediata y escapó de los monst..., lo que acabó con la vida de sus compañeros?
Dane no podía saber lo que Freed pensaba por el tono de su voz.
—Tuve suerte. —La voz que oía en su cabeza era mejor guardarla para sí, decidió. En los años que llevaba trabajando con Chelsea, había aprendido a callar acerca de las voces y las cosas que oía y veía, y los demás no. Desde que era muy niño había sabido que él era diferente. Había aprendido pronto lo que la gente temía y desconfiaba.
—¿Suerte? —repitió Michelet.
—Me persiguieron hasta el río —respondió Dane, encogiéndose de hombros—. Una vez que llegué a la otra orilla y salí de la niebla, no tuve ningún problema.
—¿No había monstruos? —preguntó Freed con voz inexpresiva.
—No había monstruos.
—¿Ni rayos de luz?
—No.
—¿Cómo salió de Camboya? —insistió Freed—. Ha dicho que no sabía dónde estaba la zona donde debía recogerlos la CÍA.
—Me orienté por el río. Sabía que fluía en dirección este hasta desembocar en el Mekong. Luego seguí el Mekong hasta Vietnam del Sur, donde me recogieron fuerzas aliadas y me llevaron inmediatamente a Laos para que informara.
—Hace que suene sencillo, pero hay más de quinientos kilómetros desde donde estaba hasta Vietnam del Sur —dijo Freed, dando unos golpecitos en el mapa—. A través de un territorio totalmente copado por el Vietcong y el ejército de Vietnam del Norte.
Dane se encogió de hombros, pero no dio más detalles. No sentía necesidad de compartir ese viaje infernal con esos hombres cómodamente sentados en el jet de la compañía Michelet. Las noches que pasó abriéndose camino en la selva; los días que permaneció escondido, cubierto de hojas, sintiendo cómo los insectos corrían por su cuerpo; los gusanos que había comido para alimentarse; la sensación de estar completamente solo, sintiendo que no había nadie en muchos kilómetros a la redonda, escuchando los ruidos de la selva, sumiéndose en un sueño agitado, despertándose sobresaltado por las pesadillas, oyendo los gritos desgarrados de sus compañeros de equipo.
—¿Qué cree que les quemó a usted y a Flaherty? —preguntó Freed, volviendo a las posibles amenazas—. ¿El haz de luz?
A Dane le pareció interesante que, de todo lo que había descrito, fuera esa amenaza lo que había interesado a Freed. Notó la cicatriz en su antebrazo.
—No tengo ni idea. Sólo vi un haz de luz.
—¿Un láser? —preguntó Michelet.
—No lo sé.
—Ha dicho que la luz era de dos colores. ¿Dorada y azul? —preguntó Michelet.
—Sí.
—Tal vez las otras criaturas..., los monstruos que vio, fueran hologramas —sugirió Michelet—. Una de mis sucursales ha estado trabajando en ello para la industria cinematográfica. Muy realista. De hecho, esa extraña niebla de la que ha hablado constituiría una notable ayuda para el rodaje.
A Dane no le sorprendió esa respuesta.
—No fue ningún holograma lo que mató a los miembros de mi equipo. La criatura a la que Flaherty disparó murió. No creo que puedan hacerlo con unos hologramas. Las balas los habrían atravesado. Además, eso fue hace casi treinta años. No creo que nadie tuviera la tecnología necesaria para producir esas criaturas entonces e incluso ahora.
—¿Se le ha ocurrido alguna vez pensar que podría haber imaginado todo el episodio? —preguntó Freed en voz baja.
—Sí —respondió Dane, mirándolo fijamente—. Se me ha ocurrido.
—La CÍA ha trabajado bastante con alucinógenos —insistió Freed—. Tal vez usted formara parte de un experimento. Tengo entendido que en algunas de esas misiones fronterizas utilizaron agentes de guerra química, algunos en la vanguardia de la tecnología.
—Si cree que todo lo que les he contado es una alucinación, comete un grave error trayéndome aquí —respondió Dane encogiéndose de hombros—. A menos, claro está, que también usted haya sufrido una alucinación sobre la caída de su avión.
—Lo dudo —replicó Freed—. Sólo estoy haciendo mi trabajo.
—Lo sé, pero recuerde que fue usted quien vino a buscarme.
—Tengo entendido que el MACV y el SOG repartían drogas a sus hombres —insistió Freed, ignorando su respuesta.
—A veces tomábamos anfetaminas en las misiones, cuando llevábamos varios días fuera, pero no había tomado ninguna en esa misión. No habíamos estado el tiempo suficiente.
—¿Llevaban con ustedes algún agente químico para utilizarlo contra el enemigo? —preguntó Freed. —No.
—Pero... —empezó Freed.
—Escuche —lo interrumpió Dane, señalando el magnetofón de la mesa—. Fue usted quien me dijo que ese mensaje de mi viejo compañero era auténtico y que sólo tenía dos días. Y que llegó de aquella zona. —Golpeó el mapa con el puño—. Por lo tanto, a menos que me esté mintiendo, tiene que creer que lo que les he dicho es la verdad.
—Un momento... —Beasley atrajo la atención de todos—. ¿Podría describir un poco mejor la criatura a la que el jefe de su equipo disparó?
Dane pasó por alto la mirada irritada de Freed y dio tantos detalles como le fue posible.
Cuando terminó, Beasley sacó de su maletín una carpeta y pasó hojas hasta detenerse en una.
—¿Se parecía a esto?
Dane estudió la fotografía de una figura tallada en piedra y levantó la vista hacia el profesor.
—Era exactamente igual.
—Hummm... —fue el único comentario de Beasly.
—¿Dónde se tomó esa fotografía? —preguntó Freed.
—En Angkor Wat —replicó Beasley—. De la pared de un templo.
—¿Qué es? —preguntó Freed, cogiendo la carpeta y examinando la fotografía con más detenimiento.
—Una criatura de un mito camboyano —explicó Beasley—. Parece ser que la leyenda está resucitando.
Dane hojeó la carpeta, y estudió los otros relieves fotografiados. No había representaciones de los objetos cilíndricos que habían alcanzado a Castle. Se detuvo en una página.
—¿Qué es esto?
—Un naga —respondió Beasley bajando la vista.
—En cada esquina de la torre de vigilancia que encontramos había una escultura igual —dijo Dane.
—Es bastante frecuente —dijo Beasley, asintiendo—. Naga significa «serpiente» en sánscrito. En esa parte del mundo el naga es una serpiente sagrada. Juega un papel importante en la mitología del Sudeste asiático y el hinduismo. De hecho, probablemente sea el símbolo más importante en esa parte del mundo. En la mitología hindú, el naga está enrollado debajo de Vishnu y lo soporta en el plano cósmico. La serpiente también traga las aguas de la vida, que son liberadas cuando Indra la alcanza con un rayo, rasgándole la piel.
»Lo interesante —continuó Beasley— es que la palabra se utiliza también en otros lugares donde no se habla el sánscrito. En Egipto, e incluso en Centroamérica y Sudamérica, se usa la palabra naga, pero para referirse al que es sabio. En China, la palabra naga significa dragón y está asociada al emperador o el "hijo del cielo".
»Hay varios grupos marginales que creen que naga es una de las pocas palabras de un lenguaje anterior y universal que han sobrevivido en el lenguaje "moderno". El lenguaje de la Atlántida. —Pasó por alto las expresiones que produjo tal afirmación—. Por supuesto, el mito de la serpiente es más amplio que el simple término sánscrito naga. Hasta en el mito más viejo de la Cristiandad aparece una serpiente.
—¿Dice que ésta es la criatura a la que disparó? —Freed miraba fijamente la primera fotografía.
—Sí.
—Quiero un informe completo sobre Angkor Wat antes de que aterricemos —ordenó Michelet—. Quiero saber todo lo que se sepa sobre él.
—Lo tendrá en diez minutos, porque no se sabe gran cosa —respondió Beasley, encogiéndose de hombros.
—Limítese a prepararlo —dijo Freed con un tono cortante antes de volverse de nuevo hacia Dane.
Lo interrogaron con más minuciosidad, pero a pesar de las pesadillas que había tenido a lo largo de los años, no fue capaz de aportar muchos más detalles. Le pareció que Freed pensaba que se guardaba algo, pero les dijo todo lo que necesitaban saber. Lo que se refería a él, creyó que podía callárselo.