Read Atlantis - La ciudad perdida Online
Authors: Greg Donegan
Ambos miraron a los demás miembros de la tripulación que estaban en sus puestos, iluminados por el débil resplandor rojo de las luces de emergencia, el destello de las pantallas de sus ordenadores y el brillo dorado que salía da» alrededor del marco principal de Argus.
—El espía puede haber muerto —advirtió Ingram.
—Tal vez esté muerto, pero no lo sabemos —replicó Ariana—. ¿Alguna idea sobre quién sabría enviar y codificar este tipo de mensajes a este lado?
—Cualquiera con el entrenamiento adecuado. Y cualquiera que tenga acceso al ordenador central.
—Maldita sea —murmuró Ariana—. Eso nos incluye a todos.
—Deben de haber untado la mano a alguien de la NSA para que sus mensajes sean enviados aprovechando la señal del GPS —dijo Ingram.
—Pueden permitírselo —dijo Ariana—. Nosotros pagamos cuarenta millones por este equipo y otros tantos en sobornos para llegar aquí. Ellos podrían pagar una buena suma para robarnos los datos y ahorrarse todo el trabajo.
—¿No crees que tenemos problemas más urgentes en este momento —dijo Ingram con delicadeza, mirando hacia atrás, donde Carpenter observaba cómo el rayo dorado penetraba cada vez más en el soporte físico de Argus— que formular hipótesis sobre quién es el espía?
Ariana no respondió, lo que era su forma de darle la razón. Se ocuparía del espía una vez que hubieran salido de allí.
—¿Tienes alguna idea de qué puede ser eso? —preguntó a Ingram, señalando a Argus.
—Basándome en lo que veo —respondió él con un suspiro—, parece energía pura en forma de láser atómico.
—¿Láser atómico? —preguntó Ariana.
—El láser óptico opera emitiendo fotones, que no tienen masa y se mueven a la velocidad de la luz —se apresuró a explicar Ingram—. El láser atómico emite átomos, que no sólo tienen masa, sino una naturaleza semejante a una onda. Me consta que algunos han realizado experimentos con ellos como parte de un superordenador, pero que yo sepa no han pasado de la fase teórica.
—Lo de ahí atrás no es una teoría —replicó Ariana.
—El problema de desarrollar un láser atómico —continuó Ingram, frotándose la frente— siempre ha sido que tienes que enfriar los átomos para que actúen de forma coherente al entrar en un estado cuántico colectivo.
—¿Cómo puede alguien enfriar átomos aquí, en mitad de Camboya? —preguntó Ariana.
—No lo sé. Sólo dos laboratorios en Estados Unidos cuentan con el equipo necesario para hacerlo. Y no es lo que se dice portátil.
—¿Qué ventajas tiene el láser atómico sobre el óptico?
—No lo sé exactamente. —Ingram se encogió de hombros—. Las posibilidades son ilimitadas, desde un superordenador a vete a saber qué.
—¿Crees que se ha conectado a Argus con algún propósito?
—Estoy seguro de ello —respondió Ingram—. La forma en que ese rayo se está extendiendo por el hardware del ordenador no es fortuita.
—¿Por qué?
—Ése es el quid de la cuestión, junto con quién —respondió Ingram.
—¿Por qué alguien con un láser atómico iba a perder el tiempo con Argus? —preguntó Ariana en voz alta—. ¿Por nuestros datos? Pero tú mismo has dicho que apenas pudimos reunir algunos antes de estrellarnos.
—El mismo problema tiene nuestro espía —repuso Ingram, mesándose su pelo ralo—. No estoy muy seguro de que se trate del reconocimiento que queríamos hacer. Creo que es algo completamente distinto.
—¿Como qué...?
—Yo...
—No lo sabes —terminó Ariana por él—. Repasa lo que ya tenemos y trata de darme ideas.
—De acuerdo.
Ariana se dirigió al área de comunicaciones, donde estaba Hudson.
—¿Tienes algo?
Hudson parecía cansado. Entre el estrés y las heridas, empezaba a flaquear.
—¿Recuerdas que recibimos una transmisión justo antes de estrellarnos?
Ariana hizo un gesto de asentimiento.
—Aquí la tienes —dijo Hudson, apretando un interruptor.
Se oyeron parásitos y a continuación una voz entrecortada.
«Este... Romeo... verificad... no... Kansas... más... Pradera... Repito... Fuego.»
—Lo recibimos en el espectro inferior de la banda FM —dijo Hudson—. Suele estar reservada al ejército.
—¿Alguna idea de lo que significa?
—No... Está demasiado entrecortada para que se entienda.
—¿Algo más? —preguntó Ariana.
—Mi ordenador está escaneando la banda de frecuencia FM. Creo que la radio funciona, pero no recibimos nada. Creo que si hubiera equipos de rescate en el aire, se concentrarían en la última posición de la que informamos y estarían transmitiendo. Ya llevamos aquí más de veinte horas.
Hudson había tocado un tema que preocupaba a Ariana. Un helicóptero de Phnom Penh habría llegado a su posición en un par de horas. Estaba segura de que su padre sabía que el avión se había estrellado. Que no hubiera ni rastro de un equipo de rescate podía significar varias cosas, y ninguna buena.
—Está bien. Sigue a la escucha —dijo Ariana, y regresó a la sala de consolas con los demás—. ¿Alguna idea de lo que nos hizo caer? —preguntó a Ingram al entrar en ella.
—Por lo que veo en estos datos —le tendió unos papeles que tenía en la mano—, nuestros sistemas sufrieron varios fallos en cadena justo antes de que cayéramos. Puedo darte el orden exacto en que se produjeron, pero básicamente todos los aparatos que operaban en el espectro electromagnético fallaron uno tras otro. No tengo ni idea de por qué, salvo que debió de haber una especie de interferencia masiva. —Se acercó a una mesa donde había un mapa extendido—. Tengo nuestra última posición antes de que se estropeara el GPR.
Ariana se acercó, junto con los demás, y examinó el mapa sujeto a la mesa. Ingram señaló con el dedo.
—Éste es el último punto trazado. El ordenador central se desconectó cinco segundos después. Calculo que, aproximadamente, caímos unos treinta minutos después de su desconexión. El ordenador auxiliar me ha dado nuestro último rumbo. —Cogió un lápiz y trazó una breve línea—. Creo que es aquí donde estamos. En alguna parte de este sector.
—Dios mío —exclamó Mansor—. ¡Fijaos en el terreno! Es imposible que el avión esté intacto después de estrellarse en esas colinas en medio de la selva.
—Tal vez los pilotos encontraron una pista de aterrizaje —sugirió Daley.
—¿Dónde? —preguntó Mansor. Abarcó el mapa con una mano—. No hay ninguna ciudad en un radio de cien kilómetros, y no digamos una pista de aterrizaje. Deberíamos estar esparcidos en pequeños trocitos por el campo.
—Pero el hecho es que nos encontramos relativamente intactos —dijo Ariana—. ¿Cómo?
—Tendría que salir y echar un vistazo —respondió Mansor.
—¡De ninguna manera! —exclamó Herrín, con la mirada extraviada—. Ahí fuera hay algo. ¿No lo sentís? Ahí fuera hay algo esperándonos. Algo que ahora está dentro de Argus, obteniendo información sobre nosotros. ¡Si salís os cogerá, como cogió a Craight!
—Aquí dentro no vemos nada —repuso Mansor—. Quiero saber qué demonios está pasando fuera.
—Creo que ha llegado la hora de... —empezó a decir Ariana, pero de pronto se oyó la voz de Hudson por el intercomunicador.
—¡Estamos recibiendo algo en FM!
Los otros seis supervivientes se precipitaron hacia el puesto de Hudson, que se había puesto unos auriculares mientras manejaba los mandos de su radio.
—Es en morse —susurró, tratando de escuchar y garabateando con la mano izquierda guiones y puntos, mientras los otros se apiñaban en el pequeño espacio.
Con la mano izquierda revolvió en un cajón de un armario situado debajo de su consola y sacó un aparato extraño que se sujetó al muslo, encima de la herida. Puso encima la mano izquierda y empezó a teclear una respuesta.
Esperaron casi un minuto antes de que Hudson se quitara los auriculares y la llave de la rodilla.
—Se ha interrumpido.
—¿Qué decían? —preguntó Ariana—. ¿Quiénes eran?
—Aún no lo sé. Tengo que descifrar el morse. Hace mucho que no lo hago.
—¿Qué has respondido, si no sabes qué mensaje enviaban ni quién lo enviaba? —preguntó Ariana.
—Un SOS internacional. Pero no creo que lo hayan reconocido. El mensaje que yo he recibido no ha parado de repetirse y luego se ha interrumpido.
—Mierda —exclamó Ariana. Señaló el bloc—. ¿Qué pone?
Hudson había estado escribiendo con grandes letras mayúsculas. Comprobó el mensaje una vez, luego sostuvo en alto el bloc de notas:
M-A-R-C-H-A-0-S-O-M-O-R-I-D D-O-C-E-H-O-R-A-S M-A-R-C-H-A-O-S-O-M-O-R-l-D D-O-C-E-H-O-R-A-S
—Ése es el mensaje. No paraba de repetir lo mismo —dijo Hudson.
—Marchaos o morid, doce horas —leyó Ariana, consultando sin querer su reloj, que no funcionaba.
—No suena muy amistoso —observó Ingram.
—¿Quién lo envía? —preguntó Ariana.
—Vete tú a saber.
—¿Podría ser el mismo tipo que nos transmitió algo justo antes de que nos estrelláramos?
—Tal vez —repuso Hudson—. Podría estar transmitiendo ahora en morse porque tiene mayor alcance que la voz y consume menos energía.
—El quid de la cuestión es: ¿iba dirigido a nosotros? —preguntó Ariana, tras leerlo una vez más.
—Diría que sí —repuso Hudson—. No hay nadie más en esta zona.
—Tenemos que averiguar qué está pasando aquí y hacer algo —dijo Ariana examinando el revestimiento del avión—. Ha pasado demasiado tiempo desde que nos estrellamos. No podemos quedarnos aquí, esperando a que alguien nos encuentre.
No añadió su temor de que quien hubiera enviado el mensaje, sabía algo que ellos ignoraban, y que el avión les daba una falsa sensación de seguridad. Lo que había arrancado la cabina de mando podía hacer lo mismo, con la misma facilidad, en el lateral del avión. Y luego estaba el haz de luz que perforaba Argus. No tenía ni idea de qué era, o por qué hacía lo que hacía, pero tenía el presentimiento de que no era nada bueno. Su mente analítica había almacenado demasiados datos que no comprendía, y estaba dispuesta a seguir su intuición.
—Está bien —dijo. Los miró uno por uno, sosteniendo su mirada unos segundos antes de pasar al siguiente—. Lo que vamos a hacer...
De pronto se oyó un ruido susurrante a la derecha del avión. Todos se volvieron para mirar. De repente, a la altura de sus rodillas, apareció un pequeño agujero de unos cinco centímetros de diámetro, y un haz de luz dorada cruzó la sala de las consolas, alcanzó el borde de un escritorio en el que había un ordenador y lo partió en dos, para a continuación dirigirse hacia el otro extremo del avión, donde siseó un segundo antes de perforarlo y salir. El haz permaneció en el aire como una barra, atravesando el compartimiento.
—¡Dios! —Herrín se deslizó detrás de su consola, interponiéndola entre él y el haz—. ¡Vienen por nosotros!
—¡Calma! —gritó Ariana. Había visto los láser más avanzados, pero, al igual que el otro rayo dorado, éste era diferente. Cada pocos segundos creía detectar un cambio en el flujo de la luz, pero era difícil estar seguro.
—¿Otro láser atómico? —preguntó a Ingram cuando éste llegó a su lado.
—Seguramente, pero no supe decirte lo que era el otro, así que no estoy seguro —respondió Ingram—. ¿Alguien tiene alguna idea de lo que puede ser esto?
Carpenter cogió un trozo de papel y lo deslizó debajo del rayo. El papel se cortó pulcramente y desapareció.
—No lo sé, pero, sea lo que sea, no me gustaría tropezarme con él.
—Tal vez sea de un equipo de rescate que intenta entrar—sugirió Daley.
—Sería mucho más fácil abrir la escotilla —replicó Mansor con un bufido. Señaló la puerta de emergencia situada justo encima del ala y añadió—: O derribar esa puerta.
—Creo... —empezó a decir Ariana cuando el ruido de algo deslizándose que habían oído poco antes, cuando Craight había sido arrastrado, llenó de pronto la cabina, como si algo de un tamaño descomunal reptara por el techo del avión.
Mientras Ariana observaba, el haz dorado se apagó un par de segundos, y de pronto un ruido le perforó el cráneo. Era un chillido agudo pero a un volumen tremendo, como si el mismo aire estuviera siendo desgarrado en varias frecuencias distintas.
El ruido dejó de oírse tres segundos después, y lo siguió otro siseante.
—¡Cuidado! —gritó Ariana, pero era demasiado tarde.
Un haz dorado perforó la esquina superior izquierda de la sala de las consolas y alcanzó a Daley en la mitad superior izquierda de su pecho. La carne no frenó la velocidad del haz cuando le salió por la parte inferior derecha de la espalda, para a continuación perforar de nuevo el revestimiento del avión en el lado derecho de la parte delantera de la sala.
Daley abrió mucho los ojos a causa del shock, y gritó al perder el equilibrio y caer. El haz le había cortado la carne como si se tratara de papel. Estaba muerto, y el grito cesó antes de que cayera al suelo partido en dos.
—¡Quedaos quietos! —ordenó Ariana.
El interior del avión estaba silencioso. Todos se volvieron hacia el lateral izquierdo del avión, esperando ver otro agujero. Al cabo de un minuto, Ariana se acercó despacio al cuerpo de Daley y lo cubrió con una tela, esquivando el haz dorado.
Hubo un prolongado silencio durante el cual todos observaron cómo la sangre de Daley empapaba la tela.
—¿Funcionará la radio del SATCOM si volvemos a conectar el cable a la parabólica? —preguntó Ariana a Hudson, situado al otro lado del haz.
—Debería hacerlo.
—Yo lo conectaré —se ofreció Peter Mansor.
—¡Estáis locos! —gritó Herrín—. ¿No habéis oído a esa criatura que ha atravesado el avión? ¿No creéis que os pillará el haz si salís?
—¿Por dónde pasa el cable? —preguntó Mansor, sin hacer caso.
—Acompáñame y te lo enseñaré.
Si se movían hacia la izquierda y se agachaban, podrían pasar por debajo del haz a la parte delantera.
—La cosa no es tan grave como parece —dijo Hudson, metiendo una mano en el cajón y sacando una tarjeta—. Es posible que el cable se haya estropeado antes de llegar a la antena de radar. Eso significa que se ha cortado a lo largo del pasillo de acceso situado en la parte superior del avión, y en tal caso no tendrás que salir.
—La suerte no parece abundar aquí —repuso Mansor.
—Eh, estamos vivos —replicó Ariana, consciente de que los demás escuchaban—. Deberíamos haber muerto al estrellarnos, pero por alguna razón seguimos con vida. De modo que mantengamos el optimismo. Haremos funcionar el SATCOM y nos pondremos en contacto con mi padre, y él nos sacará de aquí, tarde lo que tarde.