Atlantis - La ciudad perdida (24 page)

BOOK: Atlantis - La ciudad perdida
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—¿Algo más que yo no sepa? —preguntó Dane.

—Ahora lo sabe todo —lo tranquilizó Freed.

—Eso suponiendo que ustedes lo sepan todo —Dane hizo una mueca—, y no creo que sea ése el caso.

Freed no hizo ningún comentario.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Dane.

—Saltaremos con ellos —respondió Freed señalando por encima del hombro a los canadienses.

—¿Quiénes? —preguntó Dane.

—Usted, yo y el profesor Beasley.

—¿Saltaremos? —preguntó Beasley, frunciendo el entrecejo en un gesto de preocupación.

—Ha aceptado el trato —replicó Freed—. Todo lo que tiene que hacer es saltar de la rampa. El paracaídas hará el resto.

—¿Saltar de la rampa? —repitió Beasley.

—¿Y usted? —preguntó Dane, volviéndose hacia Michelet.

—El señor Michelet —Freed respondió por su jefe— volará con nosotros, se asegurará de que bajamos sin problemas y despejará una zona de aterrizaje, luego volverá aquí, llevará el helicóptero de vuelta a la zona de aterrizaje y esperará a que nos pongamos en contacto con él para que nos recoja o a que lleguemos a la zona de aterrizaje.

—¿Dónde está la zona de aterrizaje? —preguntó Dane.

—La cima de la colina situada a cinco kilómetros de la torre de vigilancia de la que vamos a saltar —respondió Freed sacando su mapa.

Dane se puso rígido. Bajó la vista hacia Chelsea, que había vuelto la cabeza y miraba hacia un lado del hangar.

—Viene alguien —murmuró.

Freed levantó el cañón de su M-116.

—No, no hay peligro. —Dane ladeó la cabeza. Con los años había percibido las auras de mucha gente, pero quien se acercaba en esos momentos era diferente, muy diferente. Sintió un extraño escalofrío en la espalda. Chelsea también había percibido algo, porque tenía la cola levantada y la meneaba rápidamente, golpeándole la pierna.

—Tranquila —susurró. Pero sabía que la perra no lo prevenía de ningún peligro.

Por la esquina del hangar apareció una mujer. Alta y de rasgos orientales, tenía un rostro asombrosamente hermoso. Dane no supo adivinar de qué parte de Oriente procedía; advirtió que llevaba la sangre de varias razas, y tal vez de varios antepasados europeos también. Vestía pantalones negros, un cuello de cisne gris y una fina chaqueta entallada negra, y llevaba al hombro un bolso de nailon. Fue derecha hacia Dane y se detuvo a un palmo de él, mirándolo fijamente.

—¿Quién es usted? —preguntó Freed.

—Se llama Sin Fen —respondió Dane, con los ojos todavía clavados en ella. Esbozó una sonrisa—. ¿Tengo razón?

La mujer inclinó la cabeza hacia la izquierda, indicando que sí.

—¿La conoce? —Freed estaba confundido.

—Acabamos de conocernos —dijo Dane—. Pero sabe algo que necesitamos saber, ¿verdad?

De nuevo la ligera inclinación y el amago de una sonrisa en los labios de la joven. Ésta alargó la mano derecha, los esbeltos dedos de uñas puntiagudas y pintadas de rojo brillante extendidos.

Chelsea se adelantó y agachó la cabeza. La mujer se dobló por la cintura, como un árbol alto en un viento recio, y deslizó los dedos en su pelo.

—Una buena perra —dijo, hablando por primera vez. Dane no supo precisar su acento, pero advirtió que se había educado en Europa.

—Sí, una perra muy buena —respondió Dane. Echó un vistazo a Freed y a Michelet. Detrás de ellos, Beasley observaba. Dane escuchó maravillado las voces dentro de su cabeza, luego dijo en voz alta—: Fue Syn-Tech quien contrató a los hombres que nos han atacado en el almacén. Y están organizando un grupo para impedir que lleguemos al Lady Gavie.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Michelet.

—Me lo ha dicho ella. —Dane señaló a Sin Fen.

—Pero si ella no ha dicho nada —protestó Freed.

—El grupo de Syn-Tech ya ha hecho escala en Camboya, al norte de Angkor Wat —dijo Sin Fen, volviéndose hacia los demás—. Tienen un helicóptero y se dirigirá al norte en cuanto amanezca.

—No serán capaces de... —empezó a decir Michelet, pero Sin Fen levantó su mano libre.

—Puede que sepan dónde está exactamente el Lady Gayle. Entre la tripulación hay un espía.

—¿Un espía? —estalló Michelet.

—No queda mucho tiempo —dijo Sin Fen volviéndose de nuevo hacia Dane. Se llevó la mano izquierda al bolsillo de la chaqueta negra, sin dejar de acariciar con la otra el cuello de Chelsea, y sacó un trozo de papel satinado—. Una imagen obtenida por satélite. Su avión.

Michelet cogió el papel, con Freed a su lado y Beasley mirando por encima de su hombro.

—¡Dios mío! —exclamó. Levantó la vista hacia Sin Fen—. ¿Qué le ha ocurrido?

—No lo sé.

—Pero... —Michelet meneaba la cabeza—. No puede ser cierto. El fuselaje se habría partido si... —Se interrumpió confundido—. Jamás habría podido aterrizar así.

—Pero es cierto —replicó Sin Fen—. Y al pie están las coordenadas. No muy lejos de donde creo que tienen ustedes previsto saltar.

—¿Cómo sabe dónde vamos a saltar? —preguntó Freed.

—Sabe muchas cosas —dijo Dane.

—¿Cómo la ha conseguido? —preguntó Freed, refiriéndose a la fotografía que tenía en la mano.

—Un amigo común —respondió Sin Fen.

—Estabas en el tejado del almacén —dijo Dane. Era una afirmación.

—¿Fue ella quien acabó con la emboscada? —El tono de Freed dejó traslucir su incredulidad.

Michelet no escuchaba, concentrado en localizar las coordenadas en su mapa.

—Está cerca de donde pensábamos que había caído. ¡Todos a bordo! —ordenó a gritos, entregando la fotografía a Freed y dirigiéndose al avión.

Dane no se movió. Cogió la fotografía de las manos de Freed, que siguió a su jefe. Pero él se quedó esperando. Observó cómo Sin Fen recorría con los dedos el pelo de Chelsea. Luego Sin Fen se irguió. La perra pareció sobresaltarse, retrocedió hasta Dane y se frotó el costado contra su pierna.

—¿Quién eres? —preguntó en voz baja.

—Soy Sin Fen.

—Eso ya lo sé. ¿De dónde eres?

—De un lugar que no queda lejos de adonde vas ahora —respondió ella. Levantó una mano y añadió—: No. Dentro no, pero cerca. Yo también he presentido lo mismo que tú. Y he oído las mismas voces, no tan claras como tú, creo, pero lo suficiente para saber que son reales.

Los motores del C-123 tosieron al ponerse en marcha. Los demás ya habían embarcado, esperando.

—El avión —dijo Dane. Sostuvo en alto la fotografía—. ¿Cómo ocurrió? Es imposible físicamente.

—Ocurren muchas cosas imposibles en la puerta de Angkor —repuso ella, encogiéndose de hombros.

—¿La puerta de Angkor?

—Es como llamamos a ese lugar en Camboya.

—¿Por qué hablas en plural?

—Ya lo sabrás —respondió Sin Fen.

—Necesito más información —dijo Dane en voz alta. Luego se concentró en un pensamiento: Necesito saber cómo es posible que hablemos sin hablar.

Un amago de sonrisa apareció en los labios rojos de Sin Fen.

Teorías. Nada está demostrado.

Las palabras llegaron en una extraña mezcla de imágenes, pero Dane logró dar sentido a lo que ella intentaba transmitirle. Le hizo pensar en cuando iba en coche y una melodía se le metía en la cabeza, y entonces encendía la radio y tocaban esa canción. Las palabras de Sin Fen eran como la primera parte de eso, una melodía de palabras que llegaban de forma espontánea, pero que, si se concentraba, podía darles sentido.

—Me conformo con las teorías —respondió Dane en voz alta.

—Creo que deberíamos marcharnos —dijo Sin Fen—. Te diré lo que sé por el camino.

Foreman bajó la vista hacia la pantallita luminosa. No reconoció el nombre, pero sí la identificación: Dirección Nacional de Seguridad, Obtención de Imágenes por Satélite. Apretó un interruptor y conectó la llamada al altavoz de su cubículo insonorizado y a prueba de balas.

—Aquí Foreman.

—Soy Patricia Conners. —La voz de una mujer llenó el cubículo—. Trabajo para...

—Lo sé —interrumpió Foreman—. Estoy muy ocupado, señora Conners. ¿Qué quiere?

—Un poco de educación sería lo adecuado.

Foreman suspiró y esperó.

—He revisado los datos que le hemos enviado —continuó Conners.

—Se supone que no debe hacerlo —advirtió Foreman.

—¿Quiere que juguemos o quiere averiguar lo que está pasando?

—¿Por qué no me dice lo que está pasando? —preguntó Foreman.

—Tiene imágenes electromagnéticas de todo el mundo. —Conners no esperó a que respondiera—. También tiene el patrón radiactivo que se superpone a ellas. Y sabe que proviene de la región de Camboya que me pidió que reconociera con el Bright Eye.

—Por favor, no me diga lo que ya sé. —Foreman alargó una mano hacia el interruptor para cortar la comunicación.

—¿Sabe cómo se están propagando las ondas electromagnéticas y la radiactividad?

—¿Por qué no me lo dice usted? —Foreman detuvo la mano.

—Una extraña señal energética está siendo transmitida a un satélite MILSTARS y a continuación difundida por toda la red de MILSTARS —explicó Conners—, utilizando los satélites situados a lo largo de unas líneas que discurren entre lo que parecen ser puntos críticos.

—Continúe. —Foreman retiró la mano.

—Se lo he consultado a un colega del Pentágono y hemos perdido todas las comunicaciones con la red de MILSTARS. No saben por qué, pero es así, ¿verdad, señor Foreman?

—¿Está segura de que la energía se transmite a través de los MILSTARS? —preguntó Foreman—. ¿Cómo sabe que los MILSTARS no la están recibiendo de lecturas de tierra?

—He comprobado la propagación, y sigue los satélites MILSTARS desde Camboya hacia fuera —respondió Conners—. Empezó allí, pero ahora parece haber conexiones más débiles en las Bermudas, al oeste del Pacífico y en otros lugares.

—Pero ¿cómo se puede hacer eso? —preguntó Foreman, recostándose en su silla y dándose unos golpecitos en el labio con un lápiz.

—Aún no lo sé, pero tengo a un colega trabajando en ello. —Después de una breve pausa, Conners añadió—: Si nos dijera lo que sabe, podría ayudarnos.

—No hay mucho que explicar.

—¿Sabe qué destruyó el Bright Eye? —preguntó Conners.

—No.

—¿Sabe qué hay en Camboya, capaz de distorsionar nuestras imágenes?

—No.

—Bueno, aquí parece que sólo hablo yo. Déjeme terminar entonces. Mi colega ha hecho ciertos cálculos a partir de los datos que le hemos enviado. Supone que si las alteraciones electromagnéticas y radiactivas de estos dieciséis lugares siguen aumentando e intensificándose al ritmo que lo están haciendo ahora, en menos de veinticuatro horas se producirán las primeras muertes en los nodos críticos donde está concentrada casi toda la energía.

»Se trata de una progresión geométrica, de modo que la energía se multiplica —continuó Conners—. Mi colega intuye que estos dieciséis lugares están situados de tal modo que acabarán conectándose unos con otros hasta cubrir el mundo.

—¿Cuándo calcula que ocurrirá eso? —preguntó Foreman.

—En dos días la cobertura será total.

Foreman reflexionó. En dos días el fin del mundo.

—¿Tiene su compañero alguna idea de cómo se puede impedir su propagación?

—Aún no hemos llegado tan lejos —respondió Conners.

—Estoy tratando de localizar la fuente de energía —dijo Foreman—, pero si fracaso, sería muy útil que se les ocurriera un modo de impedir que se propague.

—Si no puede sellar la fuente, tendrá que interrumpir el conducto de propagación.

—¿Está segura de que están utilizando los satélites MILSTARS?

—Sí. —La voz de Conners era firme.

Foreman casi sonrió. Era reconfortante que alguien estuviera seguro de algo.

—¿Qué podemos hacer al respecto?

—Desconectar los satélites afectados.

—¿Y si eso no funciona?

—Destruirlos.

—¿Cómo?

—Con un MHV disparado desde el Thunder Dart.

Foreman estaba impresionado. Esta mujer sabía de qué hablaba.

—Al Pentágono no le entusiasmará la idea de destruir sus propios satélites.

—Según las instrucciones que usted me ha enviado —dijo Conners—, tiene suficiente autorización para poner un SR-75 y el Thunder Dart en el aire.

—Pero tengo entendido que los MHV se controlan desde tierra. Lo que significa que tendré que obtener la aprobación del Pentágono.

—Yo puedo controlarlos —dijo Conners—. Hemos trabajado con el Pentágono en el sistema y he hecho muchas veces el simulacro.

Foreman volvió a sentirse impresionado.

—Consultaré la opción. Le agradezco la información y la ayuda que me ofrece. ¿Puede mantener vigilada la zona de Camboya?

—No podemos verla —replicó Conners.

—Lo sé, pero por si acaso. Además, es útil hasta saber cuánto no se puede ver.

—Con su autorización puedo poner justo encima un KH-12 y dejarlo allí.

—Hágalo. La llamaré.

Foreman cortó la comunicación, luego se recostó en su asiento y miró fijamente las imágenes sujetas con celo en el cristal de su cabina. Empezaba a intuir parte de lo que estaba pasando, y aunque no comprendía casi nada, un nudo en la boca del estómago le advirtió que tal vez ya era demasiado tarde para impedir que ocurriera, fuera lo que fuese. Sabía que los demás tardarían mucho en aceptar la situación, y para entonces sería demasiado tarde. Pero no había duda de lo que indicaba la información: las puertas aumentaban de tamaño y estaban a punto de conectarse. Estaban invadiendo la Tierra.

Miró la pantalla situada en la parte delantera del centro de operaciones. Mostraba la posición del C-123, que en esos momentos se acercaba a la frontera de Camboya. Apretó otro interruptor.

—¿Alguna noticia de Sin Fen?

—No, señor.

—Deja abierta la línea.

Luego procedió a comprobar las fuerzas militares que Bancroft había movilizado. Todos los submarinos, barcos y aviones estaban convergiendo en las puertas. No sabía lo que podrían hacer una vez que llegaran allí, pero tenía la impresión de que era mejor estar preparados.

Miró el mapa del mundo. Si lo que había en las puertas utilizaba los MILSTARS para propagarse, entonces sólo podía jugar una carta para frenarlo, la carta que Patricia de la NSA le había arrojado sobre la mesa. Sabía que al Pentágono le daría un ataque cuando se enterara, pero no quedaba tiempo.

Ariana hubiera jurado que sentía en la piel la textura del aire fuera del avión, y hasta cómo entraba en sus pulmones. Le hizo pensar en las extrañas mezclas que había utilizado en bombonas al practicar el submarinismo en las profundidades del mar, pero esa sensación era ligeramente nauseabunda.

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