Read Aurora Online

Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

Aurora (37 page)

BOOK: Aurora
5.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

540. Aprender.

Miguel Ángel veía en Rafael el estudio, y en sí mismo la naturaleza; en aquél, el
arte aprendido
; en él, el
don natural
. Pero esto era una pedantería, dicho sea sin faltar al respeto a aquel gran pedante. ¿Qué otra cosa es el talento sino el nombre que damos a un estudio
previo
, a una experiencia, a un ejercicio, a una asimilación, a una apropiación, estudio que se remonta tal vez a nuestros padres o más lejos aún? Además, el que aprende
se crea sus propias dotes
. No es fácil
aprender
, pues no basta con tener buena voluntad; se requiere
poder
aprender. En muchas ocasiones constituye un obstáculo para los artistas la envidia o ese orgullo que se pone a la defensiva frente al sentimiento de lo que nos es extraño, en lugar de adoptar una actitud receptiva. Rafael no tenía ni esta envidia ni este orgullo, al igual que Goethe, por lo que ambos fueron
grandes aprendices
, además de excelentes exploradores de los filones formados por el desplazamiento de los estratos o por la genealogía de los antepasados. Rafael se eclipsa, desaparece de nuestra vista cuando aún estaba aprendiendo y se ocupaba de asimilar lo que su gran rival llamaba su
naturaleza
. Todos los días aquel noble ladrón robaba un pedazo de esa naturaleza; pero antes de haberse incorporado a todo Miguel Ángel, murió, y la última serie de sus obras —
principio
de un nuevo plan de estudios— es menos perfecta y valiosa. La razón de ello es que el gran aprendiz se vio perturbado por la muerte en el momento en que cumplía su tarea más difícil, llevándose a la tumba el último fin justificador que perseguía.

541. Cómo hay que petrificarse.

Hacerse duro lentamente, como una piedra preciosa; y, por último, permanecer así tranquilamente para el disfrute de la eternidad.

542. Filosofía y ancianidad.

Es un error permitir que el atardecer juzgue al día, pues muchas veces el cansancio se erige en justiciero de la fuerza, del éxito y de la buena voluntad. Por la misma razón, habría que adoptar todas las precauciones posibles en lo relativo a la vejez y a sus juicios sobre la vida, dado que a la vez, como al atardecer, le gusta disfrazarse de una moralidad nueva y encantadora, y sabe humillar al día con el color rojizo del poniente, con el crepúsculo y con su apacible calma o su emoción llena de deseos. El respeto y la compasión que sentimos por el anciano, sobre todo cuando se trata de un pensador y de un sabio, nos ciega fácilmente a la hora de considerar el envejecimiento de su espíritu, pese a lo necesario que es poner de manifiesto los
síntomas
de ese envejecimiento y de ese cansancio, es decir, de mostrar el fenómeno fisiológico que se oculta detrás del juicio y del prejuicio moral para que el respeto y la compasión no nos engañen ni afecten negativamente a nuestro conocimiento…

No es raro que la ilusión de una renovación moral y de una regeneración se apodere del anciano. Basándose en este sentimiento, emite juicios sobre su vida y su obra que parecen propios de un individuo clarividente, pero quien inspira esos juicios rígidos y seguros no es la sabiduría sino el cansancio. El signo más peligroso de ese cansancio es la
creencia en el genio
que se apodera de los pensadores grandes y medianos en este límite de la vida; la creencia de que están en una situación excepcional y que tienen unos derechos excepcionales. El pensador que se ve así revestido del genio, se cree autorizado para tomar las cosas a la ligera y dogmatizar en lugar de demostrar; pero es probable que la necesidad de descanso que siente, a causa del cansancio intelectual, constituya la causa principal de dicha creencia, precediéndola cronológicamente, aunque parezca lo contrario.

Además, en este momento de la vida, quieren gozar de los resultados de su pensamiento, como consecuencia de la necesidad de disfrute que tienen todos los individuos cansados y todos los ancianos, en lugar de volver a examinar esos resultados y de sembrarlos nuevamente, o, si es preciso, de darles un nuevo sabor, para hacerlos sabrosos y corregir su sequedad, su frialdad y su insipidez. A ello se debe que el pensador parezca elevarse por encima de la obra de su vida, cuando en realidad la estropea con la exaltación, las dulzuras, las especies, las nieblas poéticas y las luces místicas con las que la sazona. Esto es lo que acabó sucediéndole a Platón y también a Augusto Comte, aquel gran francés tan leal, a quien ni los alemanes ni los ingleses de este siglo han podido oponer una figura similar —pues nadie como él se apoderó de la auténtica ciencia hasta dominarla—. Veamos un tercer síntoma del cansancio: aquella ambición que inflamaba el pecho del gran pensador cuando era joven y que entonces no encontraba medio de satisfacerse, envejece igualmente. Como quien ya no tiene nada que perder, se apodera de los medios de satisfacción más próximos y burdos, es decir, de los que son propios de los caracteres activos, dominantes, violentos y conquistadores. Entonces prefiere fundar instituciones que lleven su nombre a elevar edificios de ideas. ¿Qué son ahora para él las victorias y los honores etéreos en el campo de las demostraciones y de las refutaciones? ¿Qué significa para él una inmortalidad lograda a través de los libros, un júbilo que estremezca el alma del lector? El sabe muy bien que la institución, en cambio, es un templo de piedra, un templo duradero que hace que su Dios siga existiendo con mayor seguridad que los holocaustos de las almas tiernas y escogidas.

En esa época, puede también encontrar por vez primera ese amor que se dirige más bien a un dios que a un hombre, mientras todo su ser se endulza y se ablanda bajo los rayos de semejante sol, como un fruto en otoño. Así, el gran anciano se vuelve más divino y más bello, aunque es la edad y el cansancio lo que le
permiten
madurar de este modo, volverse silencioso y descansar en la luminosa adulación de una mujer. Terminó su antiguo y altivo deseo de tener auténticos discípulos —deseo superior incluso a su propio
yo
—, discípulos que fueran la verdadera prolongación de su pensamiento, es decir, que fueran adversarios. Este deseo tenía su fuente en la fuerza no debilitada, en el orgullo consciente y en el convencimiento de poder llegar a ser él mismo, en un momento dado, el adversario y hasta el enemigo irreconciliable de su propia doctrina. Ahora, por el contrario, necesita partidarios declarados, cantaradas sin escrúpulos, tropas auxiliares, heraldos, un cortejo pomposo. Ya no es capaz de soportar el terrible aislamiento en que vive todo espíritu que vuela por delante de los demás; se rodea entonces de objetos de veneración, de comunión, de ternura y de amor; quiere, en fin, gozar de los mismos privilegios que todos los hombres religiosos y celebrar lo que él venera en
comunidad
; llegará incluso a inventar una religión, para tener su comunión de fieles.

De tal modo vive el sabio anciano, que acabará cayendo insensiblemente en una situación lamentablemente cercana a los excesos clericales y poéticos, y apenas nos atreveremos a recordar la prudencia y la severidad de su juventud, su rígida moral cerebral de entonces y su miedo genuinamente varonil a las ideas extravagantes y a las divagaciones. Cuando antaño se comparaba con otros pensadores más antiguos, era para medir seriamente su debilidad con la fuerza de aquéllos, y para volverse más frío y más libre respecto a sí mismo; ahora no se entrega ya a esa comparación más que para embriagarse con su propia locura. En otro tiempo, pensaba con confianza en los pensadores futuros; se veía a sí mismo desapareciendo, con un extremo gozo, en su luz más resplandeciente; ahora le atormenta la idea de no poder ser él el último pensador; piensa en la forma de imponer a los hombres, mediante la herencia que les lega, una restricción del pensamiento soberano; teme y calumnia el orgullo y la sed de libertad de los espíritus individualistas; no quiere que, después de él, nadie gobierne libremente su intelecto; ansia convertirse en el dique donde se rompan eternamente las olas del pensamiento. Estos son sus deseos, muchas veces secretos, algunas veces declarados.

El hecho brutal que se encuentra tras semejantes deseos es que se ha detenido él mismo ante su propia doctrina, que con ella se ha impuesto una barrera, un «no más allá». Canonizándose, se ha extendido su propio certificado de defunción; desde ese momento, su espíritu deja de tener el derecho a desarrollarse; ha dejado de pasar el tiempo para él; se ha detenido la aguja del reloj. Cuando un gran pensador quiere convertirse en institución, ligando a la humanidad con su futuro, cabe afirmar con certeza que ha superado el límite de sus fuerzas, que está muy cansado y muy cerca de la decadencia.

543. No hacer de la pasión un argumento a favor de la verdad.

¡Fanáticos de buena índole, fanáticos nobles, si queréis, os conozco! ¡Queréis tener razón ante nosotros, pero también, y sobre todo, ante vosotros mismos! Y una conciencia intranquila —sagaz e irritable— os impulsa con frecuencia contra vuestro propio fanatismo. ¡Qué llenos de ingenio os sentís entonces para engañar y para adormecer esa conciencia! ¡Cómo odiáis a los hombres honrados, sencillos y puros! ¡Cómo evitáis sus ojos inocentes! Esa
certeza opuesta
que ellos representan y cuya voz oís en vuestro interior dudando de vuestra creencia, ¡cómo tratáis de hacerla sospechosa, designándola como mala conciencia, como enfermedad de la época, como negligencia en los cuidados de vuestra propia salud! ¡Llegáis incluso a odiar la crítica, la ciencia y la razón! Tenéis que falsear la historia para que os dé la razón, y negar virtudes para que no hagan sombra a las virtudes de vuestros ídolos y de vuestro ideal; ponéis imágenes de colores, fuerza de expresión, niebla plateada y noches ambrosíacas, donde harían falta argumentos racionales. Sabéis iluminar y oscurecer
con luz
. Y si vuestra pasión se enfurece, llega un momento en que os decís: «Ya he
conquistado
para mí la tranquilidad de conciencia; ahora soy magnánimo, esforzado, desinteresado, grandioso; ¡soy honrado!» ¡Qué ansiosos estáis de esos momentos en los que vuestra pasión os confiere un derecho pleno y absoluto ante vosotros mismos!, en que recuperáis, en cierta forma, la inocencia, de esos mohientos de lucha, de embriaguez, de valor, de esperanza, en que estáis fuera de vosotros mismos, por encima de todas las dudas, y en que decretáis: «¡Aquél que no está fuera de sí, como nosotros, no puede saber en modo alguno qué es la verdad, dónde se encuentra la verdad!» ¡Qué ávidos estáis de dar con hombres que tengan vuestras ideas y que se encuentren en ese estado de
depravación de la inteligencia
, y de atizar con vuestro fuego su incendio! (Maldito sea vuestro martirio! ¡Maldita sea vuestra victoria en la falsificación de la mentira! ¿Era preciso que os hicierais tanto daño? ¿
Era preciso
?

544. Cómo se hace hoy la filosofía.

Observo que nuestros jóvenes, nuestros artistas y nuestras mujeres, que quieren filosofar, piden a la filosofía que les dé lo contrario de lo que ésta daba a los griegos. Quien no comprenda el júbilo constante que palpita en cada proposición y en cada respuesta de los diálogos platónicos, el júbilo que produce cada nuevo descubrimiento del pensamiento racional, ¿qué idea tendrá de Platón y de la filosofía antigua? En aquella época, las almas se llenaban de alegría al entregarse al juego sobrio y severo de las ideas, de las generalizaciones, de las refutaciones, con esa alegría que tal vez conocieran también los grandes, severos y sobrios contrapuntistas de la música. En aquellos tiempos de la Grecia clásica, el paladar conservaba aún ese otro gusto más antiguo, antaño omnipotente, y junto a él aparecía el gusto nuevo, dotado de tal encanto, que hacía cantar y balbucear —como si se estuviera ebrio de amor— el
arte divino
de la dialéctica. El gusto antiguo era el pensamiento bajo el imperio de las costumbres. Para ese gusto no existían más que juicios fijos, hechos determinados y ninguna otra razón más que la autoridad. De esta forma, pensar se reducía a
repetir
, y todo el deleite del razonamiento y del diálogo consistía forzosamente en la
forma
. (Siempre que se considera que la esencia es eterna y verdadera, en su generalidad, no hay más que una gran magia: la de la forma que cambia, esto es, la de la moda. Los poetas griegos, desde los tiempos de Homero, y posteriormente los artistas plásticos tampoco gustaban de la originalidad, sino de lo contrario de ésta). Fue Sócrates quien descubrió la magia contraria, la de la causa y el efecto, la de la razón y su consecuencia, y nosotros, los hombres modernos, estamos tan habituados a la necesidad de la lógica, nos han inculcado tanto la idea de esa necesidad, que nos parece el gusto normal y que, en este sentido, debe repugnar a las personas ardientes y presuntuosas, a las que encanta todo lo que se aparta del gusto común. Su sutil ambición se esfuerza en creer que su alma es excepcional, que no son seres dialécticos que discurren, sino
seres intuitivos
, dotados de un
sentido interior
o de una
visión intelectual
. Ante todo, quieren ser
temperamentos artísticos
, con un genio en la cabeza y un demonio en el cuerpo, lo que les confiere unos derechos excepcionales en este mundo y en el otro, y, sobre todo, el privilegio divino de resultar incomprensibles. ¡Y personas
así
se ponen a filosofar! Temo que algún día caigan en el error, porque lo que quieren es una religión.

545. ¡Pero si no os creemos!

Presumís de conocer a los hombres, pero no escaparéis. Sabemos que no sois tan expertos, profundos y perspicaces como pretendéis hacer creer. Lo advertimos como apreciamos que un pintor es presuntuoso tan sólo viéndole manejar el pincel, o como lo vemos en un músico que introduce un tema de forma que parezca superior a lo que es. ¿Habéis vivido la
historia
en el fondo de vosotros mismos, sus conmociones y sacudidas, sus amplias y vastas tristezas, sus destellos de alegría? ¿Os habéis sentido insensatos con los locos grandes y pequeños? ¿Habéis sentido realmente la ilusión y el dolor de los buenos? ¿Habéis sentido también el dolor y la felicidad de los malos? En tal caso, habladme de moral. De lo contrario, no lo hagáis.

546. ¡Esclavo e idealista!

El hombre de Epicteto no agradaría a los idealistas de hoy. ¿Qué significarían para nuestros idealistas, ávidos, ante todo, de
expansión
, la tensión constante de aquél, su incansable mirar a su interior, lo que esa mirada tiene de firme, de prudente y de reservada, cuando se dirige al mundo exterior; sus silencios y su hablar lacónico, signos todos ellos del valor más severo? Pero, con todo, el hombre de Epicteto no es fanático, detesta la ostentación y la jactancia de nuestros idealistas. Por muy grande que sea su orgullo, no quiere molestar a los demás; admite cierto benévolo acercamiento y procura no alterar el buen humor de nadie. Hasta sabe sonreír. Este ideal contiene mucha humanidad antigua, pero lo más bello es que carece totalmente del temor de Dios, que cree estrictamente en la razón, que no predica la penitencia. Epicteto era un esclavo; su hombre ideal carece de casta y aunque se da en todas las capas sociales, donde hay que buscarle es en las más bajas y profundas. En ellas es donde aparece el hombre silencioso que se basta a sí mismo, en medio de la servidumbre general, que está constantemente a la defensiva para guardarse de lo exterior y conservar la mayor fortaleza. Sobre todo, se distingue del
cristiano
en que éste último vive con la esperanza de
inefables felicidades
, en que acepta regalos, en que espera y acepta lo mejor de la gracia y del amor divino; mientras que, por el contrario, Epicteto no espera nada y no acepta dones valiosos, ya que los tiene cogidos valientemente entre sus manos y los defendería contra el mundo entero que quisiera arrebatárselos. El cristianismo estaba hecho para otra clase de esclavos antiguos: para los débiles de voluntad y de razón; es decir, para la gran masa de esclavos.

BOOK: Aurora
5.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

AGThanksgiving_JCSmith by Jessica Coulter Smith
To Wed A Viscount by Adrienne Basso
Wanderlust by Danielle Steel
Surrounded by Woods by Mandy Harbin
Broken Chord by Margaret Moore
Avenging Angel by Rex Burns
First to Kill by Andrew Peterson
Sweeping Up Glass by Carolyn Wall
Change of Heart by Molly Jebber