Baila, baila, baila (49 page)

Read Baila, baila, baila Online

Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, #Drama

BOOK: Baila, baila, baila
3.53Mb size Format: txt, pdf, ePub

—De todas formas siento que he hecho cosas horribles.

—¿A Dick?

—Sí.

Yo lancé un suspiro, paré el coche en la cuneta y apagué el motor. Solté el volante y me volví hacia ella.

—Creo que pensar así es una tontería —le dije—. En vez de sentir ahora remordimientos, deberías haberlo tratado bien desde un principio. Al menos tendrías que haberte esforzado en ser justa con él. Pero no lo hiciste, así que no tienes derecho a sentirlos. En absoluto.

Yuki me miró con los ojos entornados.

—Quizá esté siendo demasiado severo. Pero es que no quiero que la gente piense de esa manera tan estúpida, ni tú ni nadie. Mira, ¿sabes qué?, hay ciertas cosas que es mejor no decirlas tan a la ligera, porque no resuelven nada. Tú sientes remordimientos por tu conducta hacia Dick North. Imagino que son auténticos, pero quizá no lo sean. Lo único cierto es que, si yo fuera Dick North, no querría que te remordiese la conciencia. No querría que dijeses a otros: «Oh, qué cruel he sido». Es una cuestión de cortesía. Deberías aprender la lección.

Yuki no contestó. Se presionaba las sienes con la yema de los dedos y tenía los párpados cerrados, como si estuviera dormida. De vez en cuando, sus pestañas se movían de arriba abajo y los labios le temblaban ligeramente. Quizá lloraba por dentro. Lloraba sin hacer ruido ni lagrimear. ¿Estaba pidiéndole demasiado a una niña de trece años? ¿Era yo el más indicado para dar lecciones? Pero así son las cosas: frente a ciertas actitudes, no sé andarme con miramientos. Si algo me parece estúpido, me parece estúpido, y cuando no puedo reprimirme, no me reprimo.

Yuki permaneció en esa posición, inmóvil, durante largos minutos. Yo estiré la mano y toqué su brazo con suavidad.

—Tranquila. Tú no tienes la culpa de nada —le dije—. Quizá sea yo, que soy demasiado estrecho de miras. Para ser justos, debo decir que lo estás llevando todo muy bien. No te preocupes.

Una lágrima corrió por su mejilla hasta caerle en la rodilla. Pero eso fue todo. No derramó ni una lágrima más. Era extraordinario.

—¿Qué puedo hacer? —dijo al cabo de un rato.

—No tienes que hacer nada —le dije—. Sólo guardarte para ti aquello que no se puede expresar con palabras. Por cortesía hacia los muertos. Con el tiempo entenderás muchas cosas. Lo que tenga que permanecer, permanecerá; lo que no, no permanecerá. El tiempo soluciona la mayor parte de las cosas. Lo que no pueda solucionar el tiempo, lo solucionarás tú. ¿Te resulta muy difícil de entender lo que digo?

—Un poco —dijo Yuki, y esbozó una tímida sonrisa.

—Claro que es difícil —reconocí, riéndome—. La mayoría de las personas que conozco no lo comprenden. Porque piensan de distinto modo que yo. Pero estoy convencido de que mi manera de pensar es la correcta. La gente se muere así, sin más, continuamente. La vida es mucho más frágil de lo que crees. Por lo tanto, debemos tratar a los demás de manera que, a su muerte, no nos queden remordimientos. Con justicia y, a ser posible, honradez. A mí no me cae bien la gente que, sin haber hecho nunca el esfuerzo, cuando alguien muere llora y se arrepiente. No, no los soporto.

Yuki, apoyada contra la puerta, me miró.

—Pero a mí eso me parece muy complicado —dijo.

—Sí, es complicado, mucho —respondí—. Pero merece la pena intentarlo. Incluso un niño obeso mariquita que canta mal como Boy George ha conseguido convertirse en una estrella. El esfuerzo lo es todo.

Yuki sonrió.

—Sí, creo que, de alguna manera, te entiendo —dijo.

—Me alegro —repliqué, y arranqué de nuevo.

—Pero ¿por qué le tienes tanta tirria a Boy George?

—¿Por qué será?

—¿No será que, en el fondo, te gusta mucho?

—Consideraré lo que dices con calma —dije.

La casa de Ame estaba en medio de un extenso complejo urbanístico. Se accedía por un portalón enorme, y cerca de la entrada había una piscina y una cafetería. Junto a ésta, vi una especie de mini supermercado en el que se apilaban montones de comida basura. Alguien como Dick North se habría negado a comprar nada en una tienducha como ésa. Yo también. Mi querido Subaru sudó para subir por aquella sucesión de cuestas serpenteantes. La casa de Ame se encontraba en mitad de la colina. Era enorme para tan sólo una madre y una hija. Estacioné delante, cargué con el equipaje de Yuki y subimos unas escaleras laterales de piedra. Desde los cedros que se alzaban en la pendiente se divisaba el mar de Odawara: la atmósfera estaba brumosa y el mar brillaba con los tonos opacos de la primavera.

Ame se paseaba por el amplio y soleado salón con un cigarrillo encendido en la mano. Un gran cenicero de cristal contenía las colillas dobladas y aplastadas de Salem. Había ceniza por toda la mesa, como si alguien hubiera soplado con fuerza en el cenicero. Apagó el cigarrillo en éste, se acercó a Yuki y le acarició la cabeza hasta despeinarla. Ame llevaba puesta una amplia sudadera naranja, llena de manchas de productos químicos para revelado, y unos vaqueros descoloridos. Tenía el pelo alborotado y los ojos enrojecidos. Seguramente no había dormido nada y no había parado de fumar.

—Ha sido horrible —me dijo Ame—. ¿Cómo pueden pasar cosas tan espantosas?

Le di mis condolencias y le pregunté por los detalles del accidente, que había ocurrido la víspera. Dijo que todo había sucedido de manera tan repentina que todavía estaba desconcertada. En todos los sentidos.

—Encima, hoy la asistenta tiene fiebre y no ha podido venir. Justo ahora. ¿Cómo puede ponerse enferma en un momento así? Creo que me voy a volver loca. Ha venido la policía, la mujer de Dick me ha llamado… Ya no sé qué hacer.

—¿Qué le ha dicho la mujer de Dick? —le pregunté.

—No sé —contestó Ame después de suspirar—. Se ha echado a llorar. A veces murmuraba cosas en voz baja. Apenas la entendía. Además, ¿qué podía decirle en un momento así?

Asentí.

—Al final le dije que le enviaría todas las cosas de Dick que estaban en nuestra casa. Pero ella no podía parar de llorar.

Volvió a suspirar y se hundió en el sofá.

—¿Quiere beber algo? —le ofrecí.

Contestó que le apetecía un café caliente.

Primero recogí el cenicero, limpié con un paño las cenizas esparcidas sobre la mesa y retiré una taza con restos de cacao adheridos. Una vez en la cocina, lo lavé todo, puse agua a hervir y preparé café cargado. A pesar de que Dick siempre se había esforzado por mantener impoluta la cocina, no había pasado ni un día desde su fallecimiento y ya se notaba un claro estado de abandono. La vajilla había sido arrojada al fregadero sin ton ni son, el tarro del azúcar estaba abierto. En el hornillo de acero inoxidable había manchas pegajosas de cacao. Habían dejado un cuchillo sin lavar después de haber cortado queso o algo parecido.

Pobre hombre, pensé. Seguro que había puesto su empeño en mantener el orden y, sin embargo, en un solo día todo se había esfumado sin dejar rastro. Las personas van dejando su impronta en los lugares que más se avienen consigo. Para Dick North era la cocina. Y su tenue impronta se había desvanecido en un instante.

Pobre, me repetí. No se me ocurría otra palabra.

Cuando llevé el café al salón, me encontré a Ame y a Yuki sentadas muy juntas en el sofá. Ame, con la mirada vidriosa y perdida, descansaba la cabeza en el hombro de Yuki. Parecía ida, como si se hubiera tomado algún medicamento. A Yuki, inexpresiva, no parecía desagradarle o preocuparle que su madre se apoyase en ella en ese estado de postración. ¡Qué madre y qué hija más raras!, pensé. Cuando se juntaban, se creaba un ambiente extraño, diferente de cuando uno estaba a solas con cualquiera de ellas. Había, además, un punto de inaccesibilidad. ¿Qué narices sería?

Ame se tomó el café sujetando la taza con ambas manos. «Está rico», dijo, agradecida. Cuando lo terminó, parecía un poco más sosegada. La luz volvió a sus ojos.

—¿Quieres tomar algo? —le pregunté a Yuki.

Yuki negó con la cabeza, inexpresiva.

—¿Ya ha terminado todas las diligencias? Asuntos administrativos, legales y ese tipo de trámites… —pregunté a Ame.

—Sí, ya está. No hubo ninguna complicación; al fin y al cabo, fue un accidente de tráfico normal y corriente. Un agente de policía se presentó en casa y me informó de lo ocurrido. Él llamó por mí a la mujer de Dick. Fue ella quien se encargó de todos los trámites. Yo, administrativa y legalmente, no tengo ningún vínculo con Dick. Más tarde su mujer me llamó. Ya sabes, apenas dijo nada; sólo lloraba. Pero tampoco me echó nada en cara.

Yo asentí, mientras pensaba:
Un accidente de tráfico normal y corriente
. Dentro de tres semanas se habrá olvidado por completo de Dick North. Ella era olvidadiza y él fácil de olvidar.

—¿Hay algo que pueda hacer yo? —le pregunté a Ame.

Ella me miró de reojo y luego posó la vista en el suelo. Estaba pensativa, pero no excesivamente seria, y el color de sus ojos se volvió opaco para luego recuperar poco a poco la luminosidad. Era como si se hubiera ido alejando tambaleante y de pronto, tras cambiar de opinión, hubiera regresado.

—Las cosas de Dick —murmuró entonces—. Hace un momento le comenté que le prometí a su esposa que se las devolvería, ¿no?

—Sí.

—Anoche lo preparé todo. Reuní sus manuscritos, la máquina de escribir, sus libros y su ropa y lo metí todo en una maleta. No es mucho. No tenía demasiadas cosas. Cabe todo dentro de una maleta grande. Si me hicieras el favor de llevársela a su casa…

—Claro. La llevaré. ¿Dónde vive?

—En Tokio, en el barrio de
Gōtokuji
—me dijo—. Desconozco la dirección exacta. ¿Podrías encargarte de averiguarlo? Tal vez esté en la maleta.

La había dejado en una habitación situada al fondo de la segunda planta. Efectivamente, la dirección de
Gōtokuji
y el nombre de Dick North aparecían escritos con letra impecable en una etiqueta. Yuki me había conducido hasta ese cuarto. Era estrecho y alargado como una buhardilla, pero resultaba acogedor. Yuki me dijo que años atrás lo había ocupado la asistenta, en la época en que vivía con ellas. Dick North la había arreglado. Encima de un pequeño escritorio había una goma y cinco lápices bellamente afilados, dispuestos como en una naturaleza muerta. El calendario de pared estaba lleno de anotaciones. Yuki observó en silencio la habitación, apoyada en el marco de la puerta. Todo estaba en calma. No se oía nada salvo el trino de los pájaros. Recordé la casa de Makaha. Aquello también era tranquilo. Y sólo se oía el canto de los pájaros.

Agarré la maleta y bajé las escaleras. Debía de estar llena de papeles y libros, porque pesaba más de lo que parecía. El peso de la maleta me hizo pensar en el sino de Dick North.

—Voy a llevársela ahora mismo —informé a Ame—. Estas cosas es mejor hacerlas cuanto antes. ¿Hay algo más en que pueda ayudarle?

Ame, desconcertada, cruzó una mirada con Yuki, y ésta se encogió de hombros.

—La verdad es que no tenemos demasiado para comer —dijo Ame en voz baja—. Precisamente él había salido a hacer la compra cuando pasó lo que pasó…

—Está bien. Ya me encargo de ir a comprar.

A continuación inspeccioné la nevera e hice una lista de lo que creía que necesitaban. Me dirigí a la ciudad e hice la compra en el supermercado delante del cual Dick North había sido atropellado. Tendrían suficiente para cuatro o cinco días. Al regresar, envolví cada alimento en film transparente y lo guardé todo en la nevera.

Ame me dio las gracias. No ha sido nada, le dije. Era verdad. Sólo había despachado lo que la muerte había impedido que Dick North terminara.

Las dos salieron a despedirse desde lo alto de las escaleras de piedra, como habían hecho en Makaha cuando me fui de Hawai. Sólo que esta vez nadie agitó la mano. Eso le correspondía a Dick North. Ellas dos se quedaron quietas, mirándome sin moverse apenas. Parecía una escena mitológica. Metí la maleta de plástico gris en el asiento trasero del Subaru y subí al coche. Ellas permanecieron quietas hasta que tomé la primera curva. El sol estaba a punto de ponerse y al oeste el mar empezó a teñirse de naranja. Pensé en qué harían las dos esa noche.

El esqueleto sin brazo que había visto en aquel extraño y penumbroso cuarto de Honolulu era, ahora lo veía claro, el de Dick North. Quizá era allí donde se reunían los muertos. Seis esqueletos, seis muertos. ¿A quién pertenecerían los otro cinco? Uno al Ratón, tal vez, mi difunto amigo, el Ratón. Y otro quizá a Mei. Faltaban tres. Tres muertos más.

Pero ¿por qué me había guiado Kiki hasta allí? ¿Por qué me había mostrado esas seis muertes?

Bajé hasta Odawara y tomé la autopista
Tōmei
. Luego me apeé en Sangenjaya y, confiando en el mapa, serpenteé por las sinuosas carreteras de Setagaya hasta llegar por fin a la casa de Dick North. Era una vivienda normal y corriente, sin nada que llamara la atención, edificada por una constructora para luego venderla. En aquella pequeña y acogedora casa de dos plantas, todo parecía diminuto: las ventanas, las puertas, el buzón, la luz de la entrada. Junto a la puerta había una caseta alrededor de la cual daba vueltas un perro mestizo atado con una cadena. Había luz en el interior de la casa. Se oían voces. Dentro yacían los restos mortales de Dick North y se celebraba el velatorio. Por lo menos, al morir había encontrado un lugar adonde regresar.

Saqué la maleta del coche y la llevé hasta la entrada. Llamé al timbre y salió un hombre de mediana edad. Le dije que me habían pedido que les entregase la maleta de Dick North. Y puse cara de no saber nada más. El hombre examinó la etiqueta de la maleta y pareció comprender la situación.

—No sabe cuánto se lo agradezco —dijo, muy cortés.

Mientras regresaba a mi piso en Shibuya no pude evitar sentir desazón. Faltaban tres.

¿Significaría algo la muerte de Dick North?, reflexionaba mientras saboreaba un whisky, a solas en mi habitación. Tenía la impresión de que aquel fallecimiento repentino apenas significaba nada. Aquella pieza no encajaba en los espacios todavía en blanco de mi rompecabezas. No entraba aunque diese la vuelta a la pieza o la girara. Quizá perteneciera a otro orden de cosas completamente distinto. Con todo, presentía que su muerte provocaría un cambio, pero en una dirección poco favorable. No sabía por qué, pero me lo decía la intuición. Dick North era un buen hombre. Y su presencia aglutinaba lo que le rodeaba. Ahora había desaparecido. Algo iba a cambiar, estaba seguro. Quizá las cosas se complicaran.

Other books

Spent (Wrecked #2) by Charity Parkerson
Blackness Takes Over & Blackness Awaits by Karlsson, Norma Jeanne
Night Diver: A Novel by Elizabeth Lowell
The Forgotten City by Nina D'Aleo
Disgrace by J M Coetzee
Trial Run by Thomas Locke
Blue Hour by Carolyn Forche
Polished by Turner, Alyssa
Masks by Fumiko Enchi