La respuesta no es del todo superflua. El juego gana en interés cuanto más variadas son las suertes posibles. Incluir una o varias mujeres monstruosas en aquel grupo de bellezas es un recurso destinado a que el temor venga a figurar entre las emociones de estas maniobras. Más fuerte aún sería que algunos personajes del desfile implicaran suertes todavía más funestas: dormir solo, arrojarse al Arno, envenenarse, hacerse azotar.
Estas últimas astucias hacen más sabroso el juego, pero ponen en peligro los goces del amor, de modo que antes de establecer las reglas, conviene saber si uno está interesado en complicaciones lúdicas o en recompensas venéreas.
Manuel Mandeb ha afirmado que los procedimientos del amor admiten como metáfora el Gallo Ciego: disminuidas nuestras percepciones, anulada nuestra capacidad de elección, perturbados nuestros gustos por la casualidad, al fin nos llevamos por delante a alguien. La venda que cae viene a completar la alegoría con un reconocimiento tardío, que es un tópico de las desventuras sentimentales. Mandeb agrega que el juego solamente es dichoso cuando sabemos —o creemos— que la mujer deseada participa de él. Cada uno de nuestros esfuerzos le está destinado. Pero hay que admitir que con mucha frecuencia ella ya se ha ido. Y el hombre vendado sigue empecinándose en saltos y agilidades que ella nunca verá. Más aún, si pudiéramos ver los nulos encantos de las muchachas de la habitación, no jugaríamos más. El poeta Jorge Allen aseguraba que él jugaba al Gallo Ciego solo, en habitaciones vacías, y que eso era el amor.
Expulsado del poder por los franceses de Carlos VIII, Piero de Médicis abandonó la vida política, pero no la vocación orgiástica. Siguió jugando hasta su vejez. Dicen que en sus últimos años, cansado de capturas insatisfactorias, jugaba sin vendas.
Pero se equivocaba igual.
E
l joven K'uai estaba ansioso por hacerse mayor de edad. Sus padres le habían prometido ricos obsequios y habían previsto para él el ingreso a la carrera de los honores administrativos. Pero el día tardaba en llegar y el muchacho no soportaba tanta dilación.
Una noche se le presentó un genio y le ofreció como regalo un ovillo de hilo sedoso.
—Este ovillo evita la espera —explicó—. Cuando quieras que algo suceda inmediatamente, suelta un poco de este hilo, que es el tiempo, y el futuro se hará presente. Eso sí, úsalo con mucho cuidado.
El joven aceptó el obsequio, tiró del hilo y se hizo mayor de edad en una fiesta deslumbrante. Allí conoció a una joven que le dio esperanzas de amor. Entonces aflojó el cordel para que aquellas esperanzas se cumplieran. Se arregló el matrimonio y el joven K'uai siguió desenrollando el ovillo para que llegara el día de la boda. Después, lo hizo para que naciera su hijo y para verlo crecer.
Hubo otros hijos y sus hijos tuvieron hijos y todo sucedió sin esperas, gracias al ovillo prodigioso.
Una tarde, ya viejo y enfermo, quiso soltar un poco de hilo para aliviar sus dolores. Al hacerlo, vio que el cordel se había terminado.
Entonces apareció el genio, que era una criatura demoníaca, y le dijo:
—Te recomendé que lo usaras con prudencia. Tu vida se acabó.
K'uai murió. Desde su primer encuentro con el genio había pasado un mes.
II
El maestro Wu Chang enseñaba que casi toda nuestra vida es espera. «Vivimos en vísperas perpetuas de sucesos que, cuando ocurren, resultan ser también vísperas. El tiempo que pasamos esperando es infinitamente más amplio que el tiempo que ocupan los sucesos esperados. Algunos reducen este último tiempo a cero.»
Wu Chang negaba la existencia del placer. Para él sólo había un deseo creciente y su abolición repentina. Un goce desligado de la idea de tensiones previas y alivios posteriores le resultaba inconcebible.
En el famoso lupanar del Ciervo Celeste, en Loyang, los hombres aguardaban su turno en una antesala donde se les servían unos delicados licores. Al mismo tiempo, unas damas les hablaban de los placeres que se avecinaban.
Nueve bailarinas —las más hermosas del imperio— danzaban alrededor de los visitantes de un modo que estimulaba a la vez el espíritu y el instinto.
La cortesana Kóu Hei solía aparecer envuelta en una leve túnica para recitar unos atrevidos poemas.
Después de varias horas, entre promesas de futuros goces, los hombres eran invitados a retirarse y unos ásperos guardianes les informaban que sus placeres ya no estaban en el futuro sino en el pasado.
U
n joven persa llamado Daraiawa se enamoró de Cira, la hija de un comerciante de Susa. Ella no lo correspondió, pero para divertirse un rato, tuvo la idea de obligarlo a realizar hazañas imposibles o enojosas, con la promesa de entregarle su amor si las cumplía exitosamente.
En primer lugar, Daraiawa fue a buscar los frutos del árbol de la sabiduría, que crecía no lejos del río Indo, en los confines del Imperio. Los frutos provienen de una higuera que está rodeada de centenares de otras higueras, cuyos higos producen conocimientos falsos.
El joven permaneció largo tiempo en una enorme biblioteca que hay junto a los árboles. Allí indagó en los libros secretos la forma de diferenciar un fruto de otro.
Después, tuvo que profanar el templo de Maharashtra, donde sólo pueden entrar los monjes de la Orden del Águila. Daraiawa cumplió durante siete años las arduas tareas del noviciado y finalmente fue ordenado monje, entró al templo y robó unas reliquias que entregó luego a la joven Cira.
A lo largo de los años, Daraiawa fue matando dragones, escalando montañas, resolviendo enigmas y desobedeciendo leyes sagradas.
A cada hazaña cumplida, Cira le encargaba otra, prometiendo que sería la última.
Finalmente, ella le dijo que nunca lo amaría. A Daraiawa no le importó mucho porque él ya estaba viejo y Cira también.
Murió poco después, creyendo que no había sido amado por la insuficiencia de sus proezas.
N
oé fue el primer hombre que plantó una viña. Cuando estaba en plena tarea, se le acercó Samael y le propuso que la compartieran.
Noé accedió. Samael mató entonces un cordero y lo enterró secretamente bajo la vid. Luego hizo lo mismo con un león, con un cerdo y con un mono, de modo que la planta se nutrió con la sangre de estos cuatro animales.
Enterada de tales circunstancias, la sabiduría popular se ha complacido en repetir este dictamen: aunque un hombre sea menos valiente que un cordero antes de probar el vino, después de un trago, se jactará de ser fuerte como un león. Si sigue bebiendo, se parecerá a un cerdo y después a un mono.
Algunos escépticos se resisten a establecer una relación determinista entre los animales enterrados bajo las plantas y la conducta de las personas que ingieren los frutos. Como quiera que sea, Noé se emborrachó y quedó desnudo en su tienda.
Cam, uno de sus hijos, tuvo la desgracia de encontrarlo en ese estado. Aún antes de egresar de la sbornia, Noé maldijo a Cam: «Tus nietos serán negros como la noche. Sus cabellos serán ensortijados y sus ojos enrojecidos. Y ya que tus labios se burlaron de mí, los de ellos se hincharán. Y ya que contemplaste mi desnudez, ellos andarán desnudos».
Los antropólogos de la escuela bíblica explican de este modo el origen de la raza negra.
Después de la maldición, Cam anduvo vagando por distintas regiones. Tuvo muchos hijos, también errabundos, que casi siempre marchaban al este.
Nimrod era hijo de Kus, que era hijo de Cam. Era un hombre muy poderoso. Después de dominar a todos los descendientes de Noé, hizo construir una fortaleza en una roca redonda sobre la que se apoyaba un gran trono de madera de cedro.
Sobre el primer trono descansaba un segundo, que era de hierro. Sobre éste había un tercero, de cobre. Y luego venían uno de plata y uno de oro. En la cima de esta roca puso Nimrod una gema gigantesca desde la cual exigía el homenaje universal.
Nimrod había heredado de su padre Kus las vestimentas que Dios había hecho para Adán y Eva. El legítimo heredero de ellas era Sem, pero Cam las robó y las dejó a su hijo Kus. Según la leyenda, quien se ponía estas ropas era indestructible.
Después de algunos años pacíficos, estalló una guerra entre los hijos de Cam y de Jafet.
Nimrod, junto a cuatrocientos sesenta hijos de Cam y ochenta hijos de Sem, venció a los hijos de Jafet.
En su orgullo, Nimrod erigió ídolos de piedra y de madera que el mundo entero tenía que adorar. Lo ayudaba su hijo Mardón.
Entre los dos resolvieron erigir la torre en rebelión contra Dios.
Oigamos a Nimrod: «Me vengaré de Él por haber ahogado a mis antepasados. Si enviase otro diluvio, mi torre será más alta que el Ararat».
Se proponían atacar el cielo, destruir a Dios y poner ídolos en su lugar. Pronto se elevó la torre a setenta millas de altura, con siete escaleras en el lado oriental, por donde subían los peones y otras siete del lado occidental, por donde bajaban.
Abraham llegó a conocer la torre y la maldijo: «Si un ladrillo se rompe, todos se lamentan; si se cae un hombre, ni vuelven la cabeza».
Los soldados de Nimrod solían disparar flechas al cielo. Los ángeles las tomaban y, para engañarlos, las devolvían goteando sangre. Entonces los arqueros se enardecían y gritaban que habían matado a todos.
Un día, Dios ordenó a los setenta ángeles más cercanos que hicieran setenta lenguas de una para confundir a los constructores.
Así se hizo y ya nadie se entendía. Un albañil le pedía al peón una tabla y el peón le daba un ladrillo. Entonces el albañil mataba al peón. Hubo tantos homicidios que la obra quedó paralizada. Se trataba de gente muy quisquillosa.
El padre Athanasius Kircher sostenía que en la antigüedad remota todo el mundo hablaba hebreo. Esa homogeneidad se mantuvo hasta el episodio de la torre. Kircher pensaba, sin embargo, que la confusión de lenguas había sido superflua. El proyecto de Nimrod jamás hubiera alcanzado un final exitoso. El padre Athanasius calculó la altura necesaria para alcanzar los cielos y declaró que se trataba de una distancia muy superior a la que nos separa de la órbita de la Luna. Es decir, que la torre iba a estar a merced de periódicos lunazos que acabarían por derribarla.
Se dice que la tierra se tragó un tercio de la enorme estructura, el fuego del cielo destruyó otro tercio y el resto subsistió.
Orosio de Tarragona, en el siglo V, describió la torre. Dijo que tenía cinco millas y media de altura, diez de circunferencia, cien puertas de bronce y cuatrocientos ochenta pisos.
Durante largo tiempo se creyó que la alta torre de Birs Nimrud era la torre de Babel.
Después vino a saberse que no y se convino en situarla en Babilonia.
San Jerónimo identificaba a la torre de Babel con Babilonia misma. Darío y Jerjes destruyeron minuciosamente la ciudad. Alejandro Magno pensó seriamente en restablecer la gloria babilónica pero calculó que diez mil hombres serían necesarios solamente para remover los escombros.
Los hititas contaban la historia de Uli Kumni, que se proponía atacar a los setenta dioses del cielo. Los griegos relataron con toda minuciosidad la lucha de los titanes contra los olímpicos.
Hoy, el tiempo y el olvido sepultaron la torre para siempre.
El reemplazo de los ángeles se hizo conforme a métodos diferentes.
Nuestro tiempo posee técnicas de construcción muy superiores a las que conocía Nimrod. Pero el cielo está más lejos.
De todas maneras, algunos sabios calculan que una invasión de la región celeste nos conduciría a unas instalaciones deshabitadas, abandonadas hace milenios por los protagonistas de un proyecto que fracasó.
ÁRBOLES PARLANTESCANTOR DE TANGOS SOLISTA:
Yo quise subir hasta tu alma
yo quise los soles de tu mundo
yo quise llegar y me perdí
en nieblas de la equivocación.
Creí que tus ojos me llamaban,
pensé que tu pena me esperaba,
tuve que morir y no llegué
hasta el cielo de tu juventud.
Naipes de mi torre
ruinas de mis versos
siempre va conmigo
la más fiel desolación.
Nubes que se arrastran
lluvias que se elevan
ya no habrá otro cielo
para el alma que se derrumbó.
Te llamo en mis lenguas confundidas
te buscan mis flechas extraviadas
tuve que escuchar y no entendí
la condena de tu desamor.
Presagios de mil constelaciones
burla de escalones engañosos
nunca llegarás, nunca jamás
hasta el cielo de su juventud.
H
ay que reconocer que entre los botánicos, los biólogos y las personas ilustradas en general resulta difícil encontrar quien crea en la existencia de árboles parlantes.
El obstinado silencio en que suele permanecer la aplastante mayoría de la población forestal del mundo induce a los espíritus racionales a calcular el carácter inflexible de esta regularidad.
Sin embargo, a lo largo de la historia, encontramos centenares de textos que dan cuenta de infinidad de discursos arbóreos.
En el bosque de Sherwood había un olmo enorme, al que solían consultar los cazadores. Aquel árbol aconsejaba las conductas más convenientes para cobrar las mejores piezas.
Sus respuestas, hay que reconocerlo, estaban veladas por la oscuridad de un estilo oracular o por la simple complicidad del olmo con los animales del bosque: «Si un viento del este hace volar las hojas alrededor de tus pies, busca un conejo peludo».
El árbol vivió durante muchas generaciones hasta que murió a consecuencia de la horrible enfermedad holandesa de los olmos.
En los bosques de Irlanda, algunos árboles dialogan con los buscadores de tesoros escondidos. Se conocen muchos relatos acerca de estas conversaciones, pero ninguno sobre el descubrimiento de un tesoro, lo que viene a instalarnos en una sospecha que se escribe así: los árboles de Irlanda hablan pero dicen mentiras.
El más conversador de los árboles parece ser el saúco. Las brujas y los hechiceros suelen oír sus enseñanzas que les permiten elaborar ungüentos y pociones con las flores y la madera del propio maestro.
Los poderes mágicos del saúco provienen quizá del infierno. Judas Iscariote se ahorcó colgándose de uno de estos árboles que pertenecen a la familia de las higueras. Con su madera se construyen las estacas para atravesar corazones de vampiro, las varitas mágicas y toda clase de herramientas de hechicería. Sin embargo, el árbol se encarga de advertir enérgicamente a los que desean emprender otras construcciones: «Un niño no se cría bien en una cuna de saúco, una casa de esta madera no puede conocer la prosperidad».