8.43 a.m. Quizá Jude y Shaz tenían razón y yo debería haberlo dejado cuando aparecieron las señales de aviso. Mira el año pasado con Daniel, si la primera vez que me dio plantón, en nuestra primera cita, y me dio una excusa patética, lo hubiese dejado y me hubiese desvinculado, en lugar de entrar en la Negación, nunca habría acabado encontrando a una mujer desnuda tomando el sol en la terraza del tejado de su casa. De hecho, ahora que lo pienso, ¡Daniel es casi un anagrama de Nadie, que es como decir Negación!
Es una pauta. Sigo encontrando gente desnuda en las casas de mis novios. Estoy repitiendo pautas.
8.45 a.m. Oh, Dios mío. Tengo un saldo al descubierto de 200 libras. ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo?
8.50 a.m. ¿Ves? Todas las cosas tienen algo bueno. He encontrado un extraño cheque que no identifico, por valor de 149 libras, en el estado de cuentas. Estoy convencida de que será el cheque que les hice a los de la tintorería por valor de 14.90 libras o algo así.
9 a.m. He llamado al banco para saber a quién le había sido entregado y se trata de «monsieur S. F. S.». Todos los de las tintorerías son unos defraudadores. Llamaré a Jude, a Shazzer, a Rebecca, a Tom y a Simón y les diré que no vayan más a Siemprelimpio.
9.30 a.m. Ja. Con la excusa de llevar un camisoncito negro de seda a lavar, acabo de ir a Siemprelimpio para saber quién es el tal «Monsieur S. F. S.» No he podido evitar comprobar que la plantilla de la tintorería no parecía ser tanto francesa como india. Quizá indo-franceses, sin embargo.
—¿Puedes decirme tu nombre, por favor? —le dije al hombre al entregarle mi camisón.
—Salwani—dijo con una sonrisa sospechosamente amable.
S. ¡Ja!
—¿Y tú te llamas? —me preguntó.
—Bridget.
—Bridget. Por favor, escribe aquí tu dirección, Bridget.
¿Ves?, eso fue muy sospechoso. Decidí poner la dirección de Mark Darcy porque él tiene servicio y alarmas antirrobo.
—¿Conoces a un tal monsieur S. F. S.? —dije, con lo que el hombre se puso casi en plan de broma.
—No, pero creo que te conozco de algún sitio —me dijo.
—No creas que no sé lo que está ocurriendo —dije y salí disparada de la tienda. ¿Ves? Me estoy ocupando yo misma de las cosas.
10 p.m. No puedo creer lo que ha pasado. A las once y media un joven entró en la oficina con un ramo enorme de rosas rojas y las llevó hasta mi mesa. ¡Yo! Había que ver las caras de Patchouli y del Horrible Harold. Incluso Richard Finch se quedó mudo, sólo ha conseguido soltar un patético:
—Te las has enviado tú misma, ¿verdad?
He abierto el sobre y esto es lo que ponía:
Feliz día de San Valentín a la luz de mi monótona vida. Ve mañana, a las 8.30 a.m., a Heathrow, terminal 1, para recoger un billete en el mostrador de British Airways (ref. P23/R55) para unas mágicas y misteriosas minivacaciones. Regreso: lunes por la mañana, a tiempo para ir a trabajar. Me encontraré contigo en el lugar de llegada.
(Intenta que te presten un traje de esquiar y unos zapatos prácticos.)
No me lo puedo creer. De verdad que no me lo puedo creer. Mark me va a llevar a esquiar en un viaje sorpresa por San Valentín. Es un milagro. ¡Hurra! Será muy romántico, en un pueblecito de postal navideña, entre titilantes luces, etc., deslizándonos por pendientes cogidos de la mano como el Rey y la Reina de la Nieve.
Me siento fatal por haberme metido en la obsesiva ciénaga de los pensamientos negativos, pero es el tipo de cosas que podrían ocurrirle a cualquiera. Seguro.
Acabo de llamar a Jude, me ha dejado un equipo de esquí: negro, de una pieza, como el de la Michelle Pfeiffer vestida de Catwoman o parecido: El único problemilla es que sólo he ido a esquiar una vez, con la escuela, y me torcí el tobillo el primer día. Da igual. Seguro que será fácil.
sábado 15 de febrero
76 Kg. (así me siento: una pelota hinchable gigante llena de
fondue,
perritos calientes, chocolate caliente etc.), 5
grappas,
32 cigarrillos, 6 chocolates calientes, 8.257 calorías, 3 pies, 8 experiencias cercanas a la muerte.
1 p.m. Al borde del precipicio. No me puedo creer la situación en la que me encuentro. Cuando llegué a la cima de la montaña el miedo me paralizó, así que animé a Mark Darcy a que fuera por delante mientras yo me ponía los esquís y le veía bajar «Wuuush, fzzzzzzz, fzzzzzz» ladera abajo como un misil Exocet, un petardo asesino prohibido o algo parecido. A pesar de estar muy agradecida por haber sido invitada a esquiar, para empezar no podía creer la pesadilla que ha supuesto subir a la montaña, desconcertada porque no le veía sentido al hecho de tener que pasar por entre edificios gigantescos de hormigón llenos de rejas y cadenas, como salidos de un campo de concentración, con las rodillas medio dobladas y el equivalente a escayolas en los pies, llevando unos pesados esquís que no dejaban de separarse, para luego ser metida en un torniquete automatizado como una oveja dirigiéndose al baño desinfectante, cuando podría haber estado confortablemente en la cama. Lo peor de todo es que el pelo se me ha vuelto loco con la altitud, formando extraños picos y cuernos como una bolsa de Mishapes, esos bombones deformes de Cadbury, y el traje de Catwoman está diseñado exclusivamente para gente alta y delgada como Jude, con el resultado de que parezco un negrito o una vieja vedette. Y además hay niños de tres años que no dejan de pasar a mi lado como balas sin usar palos, manteniéndose sobre una pierna y realizando saltos mortales, etc.
El esquí es realmente un deporte muy peligroso, ni me imagino cuánto. La gente se queda paralizada, sepultada por avalanchas, etc., etc. Shazzer me contó que un amigo suyo salió en una aterradora misión fuera de las pistas, perdió los nervios y los encargados de las pistas tuvieron que ir a buscarle y bajarle en una camilla, y luego
soltaron la camilla.
2.30 p.m. Café de la Montaña. Mark vino a gran velocidad «wusssssh fzzzzzz» y me preguntó si ya estaba preparada para bajar.
Le expliqué en voz baja que había cometido un gran error al entrar en la pista y que el esquí es un deporte muy peligroso, tanto que el seguro de vacaciones ni siquiera lo cubre. Una cosa es tener un accidente que no puedes prever y otra muy distinta ponerte de buena gana en una situación extremadamente peligrosa como
el puenting,
escalar el Everest, dejar que la gente dispare a manzanas encima de tu cabeza, etc., jugando conscientemente con la muerte o con la posibilidad de quedarte lisiado.
Mark escuchaba atentamente y en silencio.
—Entiendo tu punto de vista, Bridget —me dijo—. Pero ésta es la pista para principiantes. Es prácticamente horizontal.
Le dije a Mark que quería bajar con el aparato en el que habíamos subido, pero él me dijo que era un telearrastre y que no se puede bajar la colina con un telearrastre. Cuarenta y cinco minutos más tarde Mark, empujándome un poquito y corriendo para cogerme, me había bajado por la colina. Al llegar abajo me pareció adecuado sacar el tema de que quizá podríamos coger el teleférico y regresar al pueblo para descansar un poco y tomar un
cappuccino.
—Bridget, la cuestión es que esquiar es como todo en la vida. Sólo es una cuestión de confianza. Venga. Creo que necesitas una
grappa.
2.45 p.m. Mmm. Sí, me encanta la deliciosa
grappa.
3 p.m. La
grappa
es una bebida de primera. Mark tiene razón. Probablemente yo tenga un maravilloso don natural para esquiar. Lo único que necesito es aumentar mi desdibujada confianza.
3.15 p.m. En la cima de la pista para principiantes. Jo. Esto «tá chupao». Allá voy. ¡Eyyyyyyyyy!
4 p.m. Soy maravillosa, una esquiadora fantástica. Acabo de bajar perfectamente por la pista con Mark «wussssssh, fzzzzzzz», todo el cuerpo balanceándose, moviéndose en perfecta armonía, como por instinto. ¡Euforia salvaje! He descubierto una nueva fuente de vitalidad. ¡Soy una mujer deportista al estilo de la princesa Ana! ¡Llena de un nuevo vigor y pensamientos positivos! ¡Confianza! ¡Hurra! ¡Me espera una nueva vida llena de confianza!
¡Grappa!
¡Hurra!
5 p.m. Fuimos a descansar al café de la montaña y de repente Mark fue saludado por un nutrido grupo de personas del tipo abogado-banquero, entre las cuales había una mujer rubia, alta y delgada de espaldas a mí, con un traje de esquí blanco, orejeras lanudas y gafas de sol de Versace. Estaba muerta de risa. Como a cámara lenta, se apartó el pelo de la cara y, cuando volvió a caer formando una suave cortina, empecé a darme cuenta de que reconocía su risa y entonces vi cómo giraba el rostro hacia nosotros. Era Rebecca.
—¡Bridget! —dijo con voz cantarina y besándome—. ¡Preciosa! ¡Qué maravilla verte! ¡Menuda coincidencia!
Miré a Mark, que estaba absolutamente perplejo y se pasaba la mano por el pelo.
—Mmm, en realidad no es ninguna coincidencia, me parece —dijo desabridamente—. Tú sugeriste que trajese a Bridget aquí. Quiero decir que, estoy encantado de veros, claro, pero yo no tenía ni idea de que ibais a estar también todos vosotros por aquí.
Una cosa realmente buena de Mark es que siempre le creo pero ¿cuándo lo sugirió ella? ¿Cuándo?
Rebecca pareció nerviosa por un instante, luego sonrió de forma encantadora.
—Lo sé, pero es que precisamente eso me recordó lo fantásticamente bien que se está en Courcheval, y todos los demás iban a venir, así que... ¡Oooh! —Muy oportunamente, se «tambaleó» y tuvo que ser «cogida» por uno de los expectantes admiradores.
—Mmm —dijo Mark. No parecía contento en absoluto. Yo permanecí cabizbaja, intentando comprender qué estaba ocurriendo.
Al final no pude aguantar más tiempo el esfuerzo de intentar ser normal, así que le susurré a Mark que haría otra bajadita por la pista de los principiantes. Me puse a la cola para el telearrastre con más facilidad que de costumbre, agradecida por estar lejos de aquella extraña escena. Perdí los dos primeros arrastres por no poder asirlos debidamente, pero conseguí coger el siguiente.
El problema fue que, una vez empecé a subir, nada parecía ir exactamente bien, todo estaba lleno de baches y era desigual, casi como si fuera trotando. De repente vi a un niño que me hacía señas desde el apartadero y me gritaba algo en francés. Miré horrorizada en dirección a la terraza del café y vi cómo todos los amigos de Mark también gritaban y me hacían señas. ¿Qué estaba pasando? Lo siguiente que vi fue a Mark saliendo del café y corriendo frenéticamente hacia mí.
—Bridget —me gritó cuando pude oírle— has olvidado ponerte los esquís.
—Maldita imbécil —gruñó Nigel cuando regresamos al café—. Es la mayor estupidez que he visto en años.
—¿Quieres que me quede con ella? —le dijo Rebecca a Mark abriendo mucho los ojos y con expresión preocupada, como si yo fuese una niña que siempre se mete en líos—. Así podrás hacer una buena esquiada antes de la cena.
—No, no, estamos bien —dijo él, pero me di cuenta por la expresión de su cara que quería irse a esquiar, y yo también quería que lo hiciese porque le encanta esquiar. Pero, sencillamente, no podía soportar la idea de una clase de esquí con la maldita Rebecca.
—En realidad, creo que necesito descansar —dije—. Me tomaré un chocolate caliente e intentaré serenarme.
Beber un chocolate en el café fue fantástico, como tomarse una copa gigante de crema de chocolate, lo cual fue bueno porque me distrajo de la imagen de Mark y Rebecca subiendo juntos en el telesilla. Me la imaginaba toda alegre y juguetona, tocándole el brazo.
Por fin reaparecieron deslizándose colina abajo como el Rey y la Reina de la Nieve —él de negro y ella de blanco— con aspecto de ser una pareja salida de un folleto de chalés de primera en la clásica foto que implica que —además de ocho pistas negras, 400 remontadores y media pensión— puedes disfrutar de un sexo estupendo como el que esos dos están a punto de practicar.
—Oh, es tan estimulante... —dijo Rebecca colocándose las gafas en la frente y riendo frente a la cara de
Mark—. Escuchad, ¿queréis cenar con nosotros esta noche? Vamos a hacer
una fondue
arriba en la montaña, y después una bajada esquiando con antorchas... oh, perdona, Bridget, pero tú podrías bajar en el teleférico.
—No —dijo Mark bruscamente—. Me perdí el día de San Valentín y voy a llevar a Bridget a una cena de San Valentín.
Lo bueno de Rebecca es que siempre hay una milésima de segundo en que se delata y parece muy cabreada.
—Vale, da igual, que lo paséis bien —dijo, mostró su sonrisa de anuncio de dentífrico, se puso las gafas y se fue esquiando con mucho estilo hacia el pueblo.
—¿Cuándo la viste? —le dije—. ¿Cuándo te sugirió Courcheval?
El frunció el entrecejo.
—Estaba en Nueva York.
Me tambaleé y dejé caer uno de mis palos de esquí. Mark se echó a reír, lo recogió y me dio un fuerte abrazo.
—No te pongas así —me dijo mejilla con mejilla—. Estaba allí con un grupo, tuve una conversación de diez minutos con ella. Le dije que quería preparar algo bonito para compensarte por no haber estado el día de San Valentín y ella me sugirió este sitio.
Un sonido breve e indeterminado salió de mi interior.
—Bridget —me dijo—, te quiero.
domingo 16 de febrero
Peso: me da igual (de hecho, no hay báscula), número de veces que he repetido mentalmente el sublime momento de la palabra que empieza por [quiero]: cifra exorbitante tipo agujero negro.
Soy tan feliz... No estoy enfadada con Rebecca, sino que me siento generosa y condescendiente. Es como una mantis religiosa, absolutamente agradable y presumida. Mark y yo tuvimos una cena encantadora y muy divertida, con muchas risas, y nos dijimos lo mucho que nos habíamos añorado. Le di un regalo, que era un llavero del Newcastle United, y unos calzoncillos, también del Newcastle United, que le gustaron muchísimo. Él me dio un regalo de San Valentín consistente en un camisón rojo de seda, que era un poco pequeño, aunque eso no pareció importarle, más bien todo lo contrario, si tengo que ser sincera. Por otra parte, después me contó todas las cosas de trabajo que habían ocurrido en Nueva York y yo le di mis opiniones con respecto a ellas, ¡que él dijo que eran muy alentadoras y «únicas»!
P.D. Nadie tiene que leer esta parte porque me avergüenza. Estaba tan emocionada por el hecho de que me hubiera dicho tan pronto en nuestra relación la palabra que empieza por Q que accidentalmente he llamado a Jude y a Shaz y les he dejado mensajes explicándoselo. Pero ahora me doy cuenta de que eso ha sido superficial y equivocado.