Pero él ya estaba fisgoneando, abriendo la puerta, asomándose a las escaleras y dirigiéndose al dormitorio.
—¿Tienes alguna ventana trasera aquí?
—Sí.
—Echemos un vistazo.
Me quedé de pie nerviosa en la puerta del dormitorio, mientras él abría la ventana y miraba al exterior. Parecía más interesado en tuberías que en atacarme realmente.
—¡Ya me lo parecía! —dijo triunfalmente, volviendo a meter la cabeza y cerrando la ventana—. Aquí fuera tienes espacio para una ampliación.
—Me temo que vas a tener que marcharte —dije irguiéndome y dirigiéndome hacia el salón—. Tengo que ir a un sitio.
Pero él ya había pasado por delante de mí y volvía a dirigirse hacia las escaleras.
—Sí, tienes espacio para una ampliación. Aunque te advierto que tendrás que mover el tubo del desagüe.
—Gary...
—Podrías tener un segundo dormitorio, con una terracita encima. Encantador.
¿Terracita? ¿Segundo dormitorio? Podría convertirlo en mi despacho y empezar mi nueva carrera.
—¿Cuánto costaría?
—Ohhh —empezó a mover la cabeza pesaroso—. ¿Sabes qué? Bajemos
al pub y
pensemos con respecto a eso.
—No puedo —dije con firmeza—. Voy a salir.
—De acuerdo. Bueno, me lo voy a pensar y ya te llamaré.
—Estupendo. ¡Bueno! ¡Será mejor que me vaya!
Cogió su abrigo, su tabaco y su papel de fumar Rizla, abrió su bolsa y dejó una revista encima de la mesa de la cocina con una reverencia.
Al llegar a la puerta se dio la vuelta y me echó una mirada de complicidad.
—Página 71 —me dijo—.
Ciao.
Cogí la revista pensando que se trataría del
Architectural Digest, y
me encontré mirando
El pescador de agua dulce,
con un hombre sosteniendo un viscoso y gigantesco pez gris en portada. Hojeé un gran número de páginas, todas ellas conteniendo muchas fotos de hombres sosteniendo viscosos y gigantescos peces grises. Llegué a la página 71 y allí, junto a un artículo sobre «Cebos de rapiña BAC», con una gorra de tela vaquera con distintivos y una sonrisa orgullosa y radiante, estaba Gary, sosteniendo un viscoso y gigantesco pez gris.
jueves 27 de febrero
58,5 Kg. (el medio kilo perdido era el cabello), 17 cigarrillos (por culpa del cabello), 625 calorías (no apetece comer por culpa del cabello), 22 cartas imaginarias a abogados, programas del consumidor, Departamento de Sanidad, etc., quejándome de la desgracia de Paolo en mi cabello, 72 visitas al espejo para comprobar el crecimiento del cabello, milímetros que ha crecido el cabello a pesar de todo el duro trabajo: 0.
7.45 p.m. Quedan quince minutos. Acabo de volver a comprobar el flequillo. El cabello ha pasado de espantosa peluca a peluca horrorosa, terrorífica, en punta.
7.47 p.m. Sigo siendo Ruth Madoc. ¿Por qué tiene que ocurrir esto en la noche más importante en lo que va de relación con Mark Darcy? ¿Por qué? Como mínimo, sin embargo, esto me ha hecho dejar de mirar en el espejo si mis muslos se han reducido.
Medianoche. Cuando Mark Darcy apareció por la puerta se me hizo un nudo en el estómago.
Entró resueltamente sin decir hola, se sacó un sobre para tarjetas postales del bolsillo y me lo entregó. Estaba a mi nombre pero tenía la dirección de Mark. Ya había sido abierto.
—Ha estado en la bandeja de entrada desde que volví —dijo y se dejó caer pesadamente en el sofá—. Esta mañana la he abierto por error. Perdona. Pero probablemente sea para bien.
Temblando, saqué la tarjeta postal del sobre.
En ella había representados dos erizos observando un sujetador entrelazado con unos calzoncillos que daban vueltas en una lavadora.
—¿De quién es? —me dijo con afabilidad.
—No lo sé.
—Sí que lo sabes —dijo con esa calma y esa sonrisita que sugieren que alguien está a punto de sacar un hacha y cortarte la nariz—. ¿De quién es?
—Ya te lo he dicho —murmuré—. No lo sé.
—Lee lo que hay escrito.
La abrí. En el interior, en tinta roja y con una escritura de patas de araña, decía: «Sé Mi Valentín. Nos veremos cuando pases a recoger tu camisón. Amor. Sxxxxxxxx.»
Me quedé perpleja. Justo en ese momento sonó el teléfono.
¡Baaah!, pensé, debe de ser Jude o Shazzer con algún horrible consejo sobre Mark. Hice ademán de dirigirme hacia él para cogerlo pero Mark me puso la mano en el brazo.
—Hola, muñeca, Gary al habla —oh Dios. ¿Cómo se atreve a mostrarse tan familiar?—. Mira, sobre lo que estuvimos hablando en el dormitorio... tengo algunas ideas, así que llámame y enseguida pasaré por ahí.
Mark bajó la mirada y parpadeó muy deprisa. Luego inspiró profundamente y se pasó la mano por el rostro, como intentando recobrarse.
—¿Bien? —me dijo—. ¿Quieres explicármelo?
—Es el Chapuzas. —Quise rodearle con mis brazos—. Gary, el chapuzas de Magda. El que colocó esa mierda de estanterías. Quiere hacer una ampliación entre el dormitorio y las escaleras.
—Ya veo —dijo—. ¿Y la postal también es de Gary? ¿O es de St. John? ¿O de algún otro...?
Justo entonces el fax empezó a gruñir. Me estaban enviando algo.
Me quedé mirando cómo Mark arrancaba la página del fax, la miraba y me la entregaba. Era una nota garabateada de Jude que decía: «Quién necesita a Mark Darcy cuando por 9,99 libras más gastos de envío te puedes comprar uno de éstos», encima de un anuncio de un consolador con una lengua.
viernes 28 de febrero
58 Kg. (la única razón para el optimismo), razones por las que a la gente le gusta ir a musicales: cifra misteriosamente insondable, razones por las que Rebecca debería seguir con vida: O, razones por las que Mark, Rebecca, mamá, Una y Geoffrey Alconbury y Andrew Lloyd Webber o gente así quieren arruinarme la vida: poco claras.
Debo mantener la calma. Tengo que ser positiva. Ha sido mucha mala suerte que todas estas cosas ocurrieran a la vez, de eso no hay duda. Completamente comprensible que Mark se fuese después de todo aquello y que dijera que me llamaría cuando se calmase y... ¡Ah! Acabo de caer en la cuenta de quién diablos era la postal. Tiene que haber sido el chico de la tintorería. Cuando yo estaba intentando sacarle lo del fraude y diciéndole «No creas que no sé lo que está ocurriendo», le acababa de dejar mi camisón. Y le di la dirección de Mark por si era problemático. El mundo está lleno de lunáticos y locos y esta noche tengo que ir a ver el jodido
Miss Saigón.
Medianoche. Al principio no estuvo muy mal. Fue un alivio salir de la prisión de mis pensamientos y del infierno de marcar 1471 cada vez que iba al lavabo.
Wellington, lejos de ser una trágica víctima del imperialismo cultural, parecía sentirse cómodo vestido con uno de los trajes de los años cincuenta de papá, como si se tratase de uno de los camareros del Met Bar en su noche libre, respondiendo con solemne amabilidad mientras mamá y Una se agitaban a su alrededor como
groupies.
Llegué tarde, así que conseguí limitarme a intercambiar con él las mínimas palabras de disculpa durante el entreacto.
—¿Es extraño estar en Inglaterra? —dije, y me sentí estúpida porque obviamente debía de ser extraño.
—Es interesante —dijo mirándome con perspicacia—. ¿A ti te parece extraño?
—¡Bien! —irrumpió Una—. ¿Dónde está Mark? ¡Yo pensaba que supuestamente él también venía!
—Está trabajando —murmuré mientras el tío Geoffrey se acercaba, borracho, con papá.
—¡Eso es lo que dijo el último!, ¿no? —bramó tío Geoffrey—. Siempre lo mismo con mi pequeña Bridget —me dijo dándome un golpecito peligrosamente cerca del culo—. Se le van. ¡Uyyy!
—¡Geoffrey! —dijo Una y añadió como queriendo hacer la conversación más ligera—. Wellington, ¿en tu tribu tenéis mujeres mayores que no se pueden casar?
—Yo no soy una mujer mayor —protesté.
—Eso es responsabilidad de los ancianos de la tribu —dijo Wellington.
—Bueno, yo siempre he dicho que ésa es la mejor forma, ¿verdad Colin? —presumió mamá—. Quiero decir, ¿no le dije yo a Bridget que tenía que salir con Mark?
—Pero cuando una mujer es mayor, con o sin mando, tiene el respeto de la tribu —dijo Wellington lanzándome un guiño.
—¿Puedo trasladarme allí? —dije sombríamente.
—No estoy seguro de que te gustase el olor de las paredes —dijo riendo.
Conseguí llevarme a papá a un lado y le susurré:
—¿Cómo va eso?
—Oh, no demasiado mal, ya sabes —dijo—. Parece un tipo bastante simpático. ¿Podemos llevarnos las bebidas a nuestro asiento?
La segunda parte fue una pesadilla. Toda la juerga del escenario pasó borrosa, mientras mi mente caía en un horroroso efecto bola-de-nieve con imágenes de Rebecca, Gary, vibradores, consoladores y camisones, imágenes más y más espeluznantes a medida que iban pasando dando vueltas sobre sí mismas.
Afortunadamente la aglomeración de gente saliendo en tropel fuera del
foyer
y gritando con —presumiblemente— alegría, impidió cualquier conversación hasta que todos nos amontonamos en el Range Rover de Geoffrey y Una. Allí estábamos, Una conduciendo, Geoffrey de copiloto, papá riendo divertido en el maletero y yo hecha un sándwich entre mamá y Wellington en el asiento trasero, cuando el horrible e increíble incidente tuvo lugar.
Mamá se acababa de poner unas gafas enormes con montura dorada.
—No sabía que habías empezado a llevar gafas —estaba diciendo yo, alarmada por aquella señal, nada característica en ella, de que reconocía el proceso de envejecimiento.
—No he empezado a llevar gafas —dijo ella alegremente—. Una, cuidado con el poste luminoso.
—Pero —dije—, las llevas.
—¡No, no, no! Sólo las llevo para conducir.
—Pero no estás conduciendo.
—Sí que lo está haciendo —papá sonrió tristemente mientras mamá chillaba:
—¡Una, cuidado con el Fiesta! ¡Ha puesto el intermitente!
—¿No es ése Mark? —dijo Una de repente—. Pensaba que estaba trabajando.
—¡Dónde! —dijo mamá con tono autoritario.
—Allí —dijo Una—. Ohhh, por cierto, ¿te he dicho que Olive y Roger se han ido al Himalaya? Al parecer está cubierto de papel de váter. Todo el monte Everest.
Seguí con la mirada el dedo de Una y allí estaba Mark, vestido con su abrigo azul oscuro y una camisa muy blanca y medio desabrochada, saliendo de un taxi. Como a cámara lenta vi una figura emergiendo de la parte trasera del taxi: alta, delgada, con una larga cabellera rubia, riendo muy cerca del rostro de Mark. Era Rebecca.
El nivel de tortura desencadenado en el Range Rover fue increíble: mamá y Una se pusieron locas de indignación a mi favor —«Bueno, ¡creo que es absolutamente repugnante! ¡Con otra mujer un viernes por la noche cuando ha dicho que estaba trabajando! Estoy pensando en llamar a Elaine y dejarle las cosas claras»; Geoffrey, borracho, diciendo: «¡Se le van! ¡Uyyy!», y papá intentando calmar toda la situación. Las únicas personas que permanecían en silencio éramos yo y Wellington, quien me cogió la mano y la sostuvo apretándola con fuerza, sin decir una palabra.
Cuando llegamos a mi apartamento saltó del Range Rover para dejarme salir, oyendo en segundo plano los murmullos: «¡Bueno! Quiero decir, ¿verdad que su primera mujer le abandonó?» «Bueno, exactamente. No hay humo sin fuego.»
—En la oscuridad la piedra se convierte en búfalo —me dijo Wellington—. A la luz del día todo es lo que parece.
—Gracias —le dije agradecida, y avancé dando traspiés hasta mi piso, mientras me preguntaba si podría transformar a Rebecca en un búfalo y quemarla sin provocar el humo suficiente como para alarmar a Scotland Yard.
sábado 1 de marzo
10 p.m. Mi apartamento. Un día muy negro. Jude, Shaz y yo hemos ido de compras de emergencia y luego hemos venido todas aquí a prepararnos para pasar una noche en la ciudad, programada por las chicas para quitarme las preocupaciones de la cabeza. A las 8 p.m. las cosas ya se estaban poniendo achispadas.
—Mark Darcy es gay —declaró Jude.
—Claro que es gay —gruñó Shazzer mientras servía más
Bloody Marys.
—¿De verdad lo pensáis? —dije, momentáneamente consolada por aquella teoría deprimente pero al mismo tiempo reconfortante para mi ego.
—Bueno, encontraste un chico en su cama, ¿verdad? —dijo Shaz.
—¿Por qué si no iba a salir con una persona tan monstruosamente alta como Rebecca, sin ningún sentido de la feminidad, sin tetas y sin culo, o sea, virtualmente un hombre? —dijo Jude.
—Bridge —dijo Shaz mirándome con cara de borracha—, Dios, ¿sabes? Cuando te miro desde este ángulo, de verdad que tienes una barbilla doble.
—Gracias —dije con ironía sirviéndome otra copa de vino y volviendo a apretar el botón de ESCUCHAR LLAMADAS, ante lo que Jude y Shazzer se taparon las orejas con las manos.
—Hola, Bridget. Soy Mark. Parece que no contestas a mis llamadas. Sinceramente creo, lo que sea, yo... Yo de verdad que... Nosotros... por lo menos yo así lo siento... te debo que seamos amigos, así que espero que tú... que lo seamos. Oh Dios, de todas formas, llámame pronto. Si quieres.
—Parece haber perdido totalmente el norte —refunfuñó Jude—. Como si no tuviese nada que ver con él haberse ido con Rebecca. De verdad que ahora tienes que desvincularte. Oye, ¿vamos a ir a esa fiesta o no?
—¡Siií! ¿Quién diablos se cree que es? —dijo Shaz—. ¡Te lo debo! ¡Nah! Deberrríaz dezzzirle: «Encanto, no necesito que nadie forme parte de mi vida porrrque me lo debe.»
En aquel instante sonó el teléfono.
—Hola —era Mark. Mi corazón se vio inoportunamente inundado por una gran ola de amor.
—Hola —dije ilusionada, articulando «Es él» a las chicas.
—¿Recibiste tu mensaje? ¿Quiero decir, mi mensaje? —dijo Mark.
Shazzer me estaba pellizcando la pierna mientras siseaba frenéticamente:
—Dile cuatro cosas, venga.
—Sí —dije en tono repipi—. Pero como lo recibí minutos después de verte salir de un taxi con Rebecca a las 11 de la noche, no me sentía de un humor precisamente tratable.
Shaz golpeó el aire con el puño y dijo «¡¡¡Siií!!!»; Jude le tapó la boca con la mano, me enseñó el pulgar
y
cogió el Chardonnay.
Al otro lado del teléfono había silencio.
—Bridge, ¿por qué siempre tienes que sacar conclusiones precipitadas?