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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

Brooklyn Follies (3 page)

BOOK: Brooklyn Follies
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El chico era tan listo, tan elocuente, tan culto, que me sentí honrado de contarme entre los miembros de su familia. A los Wood les había tocado pasar una época bastante mala, pero al parecer Tom había capeado el temporal de la ruptura de sus padres —así como las tormentas adolescentes de su hermana, que se había rebelado contra el segundo matrimonio de su madre, escapándose de casa a los diecisiete años— con una actitud ante la vida sobria, reflexiva y un tanto perpleja, y yo lo admiraba por haberse mantenido con los pies bien puestos sobre la tierra. Tom no tenía mucho contacto con su padre, que inmediatamente después del divorcio se había marchado a California para trabajar en el
Los Angeles Times
, y al igual que su hermana no sentía gran afecto ni respeto por el segundo marido de June. Su madre y él, en cambio, estaban muy unidos, y habían sobrellevado el drama de la desaparición de Aurora como buenos compañeros, soportando hasta el final las mismas pesadumbres y esperanzas, las perspectivas sombrías, la ansiedad inacabable. Rory había sido una de las niñas más divertidas y encantadoras que yo había conocido en la vida: un torbellino de frescura y atrevimiento, una sabihonda, un mecanismo inagotable de espontaneidad y diabluras. Ya cuando tenía dos o tres años, Edith y yo nos referíamos a ella como la Niña Risueña, y según crecía se iba convirtiendo en la animadora de la familia Wood, una payasa cada vez más taimada y revoltosa. Tom sólo le llevaba dos años, pero siempre se había ocupado de ella, y, una vez desaparecido su padre de escena, la mera presencia del hermano había constituido un factor de estabilidad en la vida de la muchacha. Pero entonces Tom se fue a la universidad y Rory se descontroló: primero, fugándose a Nueva York, y luego, tras una breve reconciliación con su madre, desapareciendo sin dejar rastro. En la época de aquella comida de celebración de la licenciatura de Tom, ya era madre soltera (había dado a luz a una niña llamada Lucy), y tras volver a casa el tiempo suficiente para endilgar la criatura a mi hermana, se esfumó de nuevo. Cuando June murió catorce meses después, Tom me informó en el funeral de que Aurora había vuelto poco antes para reclamar a la niña, marchándose de nuevo al cabo de dos días. No apareció en el entierro de su madre. Tal vez hubiera querido asistir, apuntó Tom, pero nadie sabía cómo ni dónde ponerse en contacto con ella.

A pesar de todos los desastres familiares, y de perder a su madre cuando sólo tenía veintitrés años, jamás puse en duda que Tom se abriría paso en el mundo. Tenía demasiadas cualidades para fracasar, una personalidad demasiado sólida para que los imprevisibles vientos del dolor y la mala suerte lo apartaran de su camino. En el funeral de su madre, iba como sumido en un letargo, abrumado por la pena. Probablemente debí hablar más con él, pero yo también estaba anonadado, demasiado afligido como para servirle de mucho. Unos abrazos, lágrimas compartidas, pero eso fue todo. Luego él volvió a Ann Arbor, y entonces nos perdimos de vista. La culpa fue sobre todo mía, pero Tom ya era lo bastante mayor para haber tomado la iniciativa, y podía haberme enviado noticias siempre que hubiese querido. O, si no a mí, a su prima hermana Rachel, que por entonces también estaba en la región central del país, en Chicago, haciendo sus estudios de doctorado. Se conocían desde muy niños y siempre se habían llevado bien, pero Tom tampoco se puso en contacto con ella. A medida que pasaban los años, de vez en cuando sentía una pequeña punzada de culpabilidad, pero yo también estaba pasando una mala racha (problemas de todo tipo: matrimoniales, de salud, de dinero), y tenía demasiadas cosas en que pensar para acordarme mucho de él. Siempre que lo hacía, me lo imaginaba siguiendo adelante con sus estudios, avanzando sistemáticamente en su carrera a medida que ascendía en el escalafón universitario. En la primavera de 2000, estaba seguro de que había conseguido un puesto en alguna universidad prestigiosa como Berkeley o Columbia: un joven y destacado intelectual que ya estaría trabajando en su segundo o tercer libro.

Es de imaginar entonces mi sorpresa cuando, al entrar en el Brightman’s Attic aquella mañana de un martes de mayo, me encontré a mi sobrino sentado detrás del mostrador, devolviendo el cambio a una clienta. Afortunadamente, lo vi antes que él a mí. Sabe Dios las lamentables palabras que habrían salido de mis labios si no hubiera dispuesto de aquellos diez o quince segundos para asimilar la impresión. No me estoy refiriendo únicamente al hecho inverosímil de que estaba allí, trabajando de empleado en una librería de lance, sino también al cambio radical de su aspecto físico. Tom siempre había sido un tanto regordete. Le había tocado uno de esos cuerpos campesinos de huesos grandes, estructurados para soportar la carga de considerables pesos —obsequio genético de su ausente y medio alcohólico padre—, pero aun así la última vez que lo había visto se encontraba en bastante buena forma. Corpulento, sí, pero también fuerte y musculoso, de paso ágil y atlético. Ahora, siete años después, pesaba catorce o quince kilos más, estaba grueso y daba la impresión de ser más bajo. Le había salido papada justo debajo de la mandíbula, y hasta sus manos habían cobrado esa gordura fofa que se observa en los fontaneros de mediana edad. No era algo agradable de ver. Se había extinguido la chispa en los ojos de mi sobrino, y todo en él sugería derrota.

Cuando la clienta terminó de pagar el libro, me acerqué al sitio que acababa de desocupar, puse las manos en el mostrador y me incliné hacia delante. Daba la casualidad de que en aquel momento Tom estaba mirando al suelo, buscando una moneda que se le había caído. Me aclaré la garganta y dije:

—¿Qué hay, Tom? Cuanto tiempo sin vernos.

Mi sobrino alzó la vista. Al principio, parecía enteramente desconcertado, y temí que no me hubiera reconocido. Pero un momento después empezó a sonreír, y mientras la sonrisa seguía extendiéndose en su semblante, me animé al ver que era la misma del Tom de siempre. Con un toque añadido de melancolía, quizá, pero no lo suficiente para que hubiese cambiado tan pro fundamente como en principio había temido.

—¡Tío Nat! —gritó—. Pero ¿qué coño haces en Brooklyn?

Antes de que pudiera contestarle, salió precipitadamente del mostrador y me dio un fuerte abrazo. Para gran asombro mío, los ojos se me llenaron de lágrimas.

A
DIÓS A LA CORTE

Poco después, me lo llevé a comer al Cosmic Diner. Pedimos café con hielo y unos sándwiches de pavo de dos pisos a la maravillosa Marina, con la que coqueteé de forma más abierta que de costumbre tal vez porque quería impresionar a Tom, o quizá sencillamente porque me sentía bastante animado. No me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos a mi buen doctor Pulgarcito, y ahora resultaba que éramos vecinos, que vivíamos, por pura casualidad, a sólo dos manzanas de distancia en el antiguo reino de Brooklyn, en Nueva York.

Llevaba cinco meses en el Brightman’s Attic, me explicó, y el motivo por el que no habíamos coincidido antes era porque él siempre estaba en la planta de arriba, elaborando los catálogos mensuales de la sección de libros raros y manuscritos de la librería de Harry, que era mucho más lucrativa que la venta de libros de segunda mano de la planta baja. Tom no era un empleado, y nunca se ocupaba de la caja, pero como el que trabajaba allí normalmente había tenido que ir al médico aquella mañana, Harry había pedido a Tom que lo sustituyera hasta su vuelta.

El trabajo no era como para enorgullecerse, prosiguió Tom, pero sí mejor que conducir un taxi, cosa que había hecho al dejar el doctorado y volver a Nueva York.

—¿Cuándo fue eso? —pregunté, haciendo lo posible por disimular mi decepción.

—Hace dos años y medio —contestó—. Hice todos los cursos y pasé los orales, pero luego me quedé atascado con la tesis. Quise abarcar demasiado, tío Nat.

—Deja ya eso de
tío Nat
, Tom. Llámame Nathan, como todo el mundo. Ahora que tu madre está muerta, ya no tengo la impresión de ser tío de nadie.

—Como quieras, Nathan. Pero sigues siendo mi tío, te guste o no. La tía Edith probablemente ya no es mi tía, pero aunque la releguemos a la categoría de ex tía, Rachel continúa sien do mi prima, y tú sigues siendo mi tío.

—Tú llámame Nathan, Tom.

—Lo haré, tío Nat, te lo prometo. De ahora en adelante, siempre te llamaré Nathan. A cambio, quiero que me llames Tom. Nada de doctor Pulgarcito, ¿de acuerdo? No hagas que me sienta incómodo.

—Pero siempre te he llamado así. Incluso cuando eras pequeño.

—Y yo siempre te he llamado tío Nat, ¿no?

—Tienes toda la razón. Me rindo.

—Hemos entrado en una nueva era, Nathan. En la época posterior a la familia, a los estudios, al pasado de Glass y Wood.

—¿Posterior al pasado?

—Pasamos al
ahora
. Y también al
después
. Pero ya nada de pensar en el
pasado
.

—Agua pasada, Tom.

El ex doctor Pulgarcito cerró los ojos, echó la cabeza atrás y alzó un dedo en el aire, como quien trata de recordar algo hace mucho olvidado. Entonces, en un tono sombrío y burlescamente teatral, recitó los primeros versos del
Adiós a la corte
, de Raleigh:

Como sueños vanos, así mis gozos ya expirados,

sin retorno ya mis días de halago,

mi amor perdido, y el capricho relegado:

sólo pena, no queda más pasado.

P
URGATORIO

A nadie se le ocurre de pequeño que su destino es ser taxista, pero en el caso de Tom ese trabajo le sirvió como una forma particularmente penosa de expiación, una manera de purgar el derrumbamiento de sus ambiciones más queridas. No es que alguna vez hubiese esperado gran cosa de la vida, pero lo poco que quería resultó estar fuera de su alcance: acabar su doctorado, encontrar un puesto en el departamento de inglés de alguna universidad, y luego pasarse cuarenta o cincuenta años dando clase y escribiendo sobre literatura. En eso se cifraban todas sus aspiraciones, además de tener una mujer, quizá, y una pareja de críos para rematar el asunto. No era pedir demasiado, pero al cabo de tres años de esforzarse en escribir la tesis, Tom comprendió finalmente que no tenía capacidad para llevarla a buen término. O que, si la tenía, ya no estaba seguro de que valiera la pena. De modo que se marchó de Ann Arbor y volvió a Nueva York, con veintiocho años y sin la menor idea de adónde iba ni del giro que su vida estaba a punto de dar.

Al principio, el taxi no fue más que una solución provisional, una medida de urgencia para pagar el alquiler mientras encontraba otra cosa. Buscó durante varias semanas, pero justo entonces todos los puestos docentes en la enseñanza privada estaban ocupados, y una vez que se acostumbró a su agotador turno de doce horas diarias, cada vez se sentía menos motivado para buscar otro trabajo. Lo que era provisional empezó a parecer definitivo, y aunque por un lado Tom se daba cuenta de que se estaba yendo a la mierda, por otro pensaba que aquel trabajo quizá le serviría de algo, que si prestaba atención a lo que hacía y a los motivos que lo impulsaban a hacerlo, el taxi le enseñaría ciertas cosas que no podría aprender en ningún otro sitio.

No siempre tenía una idea clara de cuáles eran esas cosas, pero mientras daba vueltas por las avenidas en su traqueteante Dodge amarillo de cinco de la tarde a cinco de la madrugada durante seis días a la semana, no cabía duda de que las iba aprendiendo bien. Los inconvenientes del trabajo eran tan manifiestos, tan ubicuos, tan insoportables, que si no encontraba el modo de no hacerles caso, se estaba condenando a una vida de amargura y resentimiento sin fin. El prolongado horario, la escasa paga, el peligro físico, la falta de ejercicio: ésos eran los factores principales, y aspirar a modificarlos era tan impensable como creer que podía cambiarse el tiempo. ¿Cuántas veces había oído aquella frase a su madre cuando era pequeño? «No se puede cambiar el tiempo, Tom», insistía June, queriendo decir que algunas cosas son sencillamente lo que son, y que no hay más remedio que aceptarlo. Tom entendía aquel principio, pero eso nunca le impidió maldecir las tormentas de nieve ni los vientos fríos que azotaban su menudo y estremecido cuerpo. Ahora la nieve volvía a caer. Su vida se había convertido en una larga lucha contra los elementos, y si alguna vez había surgido un momento que permitiera quejarse justificadamente del tiempo, ese momento era aquél. Pero Tom no se quejó. Y no sintió lástima de sí mismo. Había encontrado un medio para expiar su estupidez, y si era capaz de sobrevivir a la experiencia sin descorazonarse demasiado, entonces quizá habría cierta esperanza para él. Si se empeñaba en seguir con el taxi, no era por hacer de la necesidad virtud. Buscaba un medio de precipitar ciertos acontecimientos ignotos, y hasta que supiera cuáles eran, no tendría derecho a liberarse de aquella esclavitud.

Vivía en un apartamento de una sola habitación en la esquina de la Octava Avenida con la calle Tres, un subarriendo a largo plazo conseguido gracias a un amigo de un amigo suyo que se había ido de Nueva York a trabajar a otra ciudad, Pittsburg o Plattsburgh, Tom nunca recordaba cuál era. Se trataba de una lúgubre celda semejante a un armario empotrado, con una ducha metálica en el baño, dos ventanas que daban a un muro de ladrillo, y una cocinita mínima que incluía un pequeño frigorífico y un hornillo de gas de dos fuegos. Una estantería, una silla, una mesa y un colchón en el suelo. Era el apartamento más pequeño en que había vivido nunca, pero como sólo pagaba cuatrocientos veintisiete dólares de alquiler mensual, Tom se sentía afortunado por tenerlo. En cualquier caso, el primer año no pasó mucho tiempo en él. Prefería andar por ahí, yendo a ver a antiguos amigos del instituto y la universidad que habían ido a parar a Nueva York, haciendo nuevas amistades a través de las viejas, gastándose el dinero en bares, saliendo con mujeres cuando surgía la ocasión, y en general tratando de llevar una vida normal; o algo que se pareciese a una vida normal. La mayoría de las veces, aquellos intentos de sociabilidad terminaban en un incómodo silencio. Sus antiguos amigos, que lo recordaban como un estudiante excepcional de conversación ingeniosa y divertida, se quedaban pasmados con lo que le había ocurrido.

Tom ya no pertenecía al grupo de los elegidos, y su caída parecía debilitar su confianza en ellos mismos, abriendo la puerta a un nuevo pesimismo sobre sus propias perspectivas de futuro. El hecho de que Tom hubiera engordado, de que su antigua condición de regordete estuviera ahora al borde de una bochornosa gordura, no arreglaba precisamente las cosas, pero aún más inquietante era comprobar que no tenía planes de ninguna clase, que jamás hablaba de lo que pensaba hacer para superar los problemas que él mismo se había creado y salir de nuevo adelante. Siempre que mencionaba su nueva ocupación, la describía en términos extraños, casi religiosos, teorizando sobre cuestiones tales como la energía espiritual y la importancia de encontrar el propio camino a través de la paciencia y la humildad, y eso confundía aún más a sus amigos, haciendo que se removieran inquietos en el asiento. Aquel trabajo no había embotado la inteligencia de Tom, pero ya nadie quería oír lo que tenía que decir, y menos aún las mujeres con las que hablaba, que esperaban de los jóvenes una plétora de ideas audaces y planes ingeniosos para conquistar el mundo. Tom las desconcertaba con sus dudas y su continuo examen de conciencia, con su actitud vacilante y sus oscuras disquisiciones sobre el carácter de la realidad. Ya dejaba bastante que desear el hecho de que se ganara la vida conduciendo un taxi, pero un taxista filósofo que además de vestirse con ropa del ejército tenía una buena barriga, era demasiado pedir. No dejaba de ser un tipo agradable, desde luego, y a nadie le caía antipático, pero no era un candidato aceptable; para casarse, no. Ni siquiera para una aventura fugaz.

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