Brooklyn Follies (5 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

BOOK: Brooklyn Follies
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—No sea descarado conmigo, señor mío. Sólo porque sea un bosque no significa que tenga buena madera.
¿Comprendo?
[2]
He venido a ver a mi padre, ¡y quiero verlo
ahora mismo
!

—Creo que no está —dijo Tom, cambiando bruscamente de táctica.

—¿Cómo que no está? Ese delincuente vive en un apartamento del segundo piso. ¿Cree que soy idiota?

Flora se pasó los dedos por el pelo mojado, salpicando de agua una torre de libros recién adquiridos que habían colocado en una mesa cercana al mostrador. Luego, en medio de una tos profunda, se sacó un paquete de Marlboro de un bolsillo del amplio y desgarrado vestido. Tras encender un cigarrillo, tiró la cerilla encendida al suelo. Tom disimuló su sorpresa y, con calma, la apagó con el pie. No se molestó en decirle que en la librería estaba prohibido fumar.

—¿A quién se refiere? —inquirió.

—A Harry Dunkel. ¿A quién, si no?

—¿Dunkel?

—Significa
oscuro
, por si no lo sabe. Mi padre es un hombre oscuro, que vive en un bosque oscuro. Ahora dice que se llama Brightman, haciéndose pasar por un hombre claro, pero eso no es más que una broma. Sigue siendo oscuro. Y siempre lo será, hasta el día en que se muera.

R
EVELACIONES INQUIETANTES

A Harry le costó setenta y dos horas convencer a Flora de que volviera a tomar su medicación, y una semana entera persuadirla de que volviera con su madre a Chicago. Al día siguiente de su marcha, Harry invitó a Tom a cenar con él en la Mike & Toni Steak House, en la Quinta Avenida, y por primera vez desde su salida de la cárcel nueve años antes descubrió el pastel sobre su pasado: toda la cruda y necia historia de su disipada vida, pasando de la risa al llanto mientras se desahogaba frente a su incrédulo empleado.

Empezó en Chicago como dependiente en la sección de perfumería de Marshail Field’s. Al cabo de dos años, ascendió a la posición algo más prestigiosa de ayudante de escaparatista, y sin duda ahí se habría quedado de no haber sido por su inverosímil matrimonio con Bette (pronúnciese
bet
) Dombrowski, hija menor del millonario Kad Dombrowski, popularmente conocido como el Rey de los Pañales del Midwest. La galería de arte que Harry abrió al año siguiente se montó enteramente con la fortuna de Bette, pero el hecho de que ese dinero le procurara unas comodidades y una posición social impensables hasta entonces no significaba que se casó con ella únicamente por su riqueza o que inició su nueva vida simulando lo que no era. Nunca dejó de ser absolutamente sincero con ella sobre la cuestión de sus tendencias sexuales, pero ni siquiera eso impidió que Bette viese en Harry al hombre más deseable que había conocido en la vida. Entonces ella ya andaba por los treinta y tantos años, era una mujer escasamente atractiva y sin experiencia que llevaba camino de convertirse en una eterna solterona, y sabía que si no se hacía valer y se casaba con Harry, estaba destinada a pasarse el resto de la vida en casa de su padre, donde se convertiría en objeto de menosprecio, la desmañada tía de los hijos de sus hermanos, una exiliada en el seno de su propia familia. Afortunadamente, las relaciones sexuales tenían para ella menos importancia que el cariño, y soñaba con compartir su vida con un hombre que le ofreciese algo de la animación y la confianza que a ella le faltaban. Si Harry quería permitirse algún escarceo o irse clandestinamente de jarana, ella no pondría objeciones. A condición, le dijo, de que siguieran casados y entendiera lo mucho que le quería.

Había habido mujeres en la vida de Harry. Desde los primeros años de la adolescencia, su historia sexual había sido un variado catálogo de deseos y apetitos que recaían a ambos lados de la barrera. Harry estaba contento de ser así, se alegraba de su inmunidad al prejuicio que lo hubiera obligado a pasarse la vida desdeñando los encantos de la mitad del género humano, pero hasta que Bette le propuso matrimonio en 1967, nunca se le había ocurrido que podría comprometerse con alguien, y mucho menos convertirse en marido. Harry se había enamorado muchas veces en el pasado, pero rara vez lo habían amado a él, y el ardor de Bette lo asombraba. No sólo se le entregaba sin reservas, sino que además le otorgaba total libertad.

También había, por supuesto, ciertos inconvenientes que superar. La familia de Bette, en primer lugar, y la despótica interferencia del fanfarrón de su padre, que periódicamente amenazaba con excluir del testamento a la hija a menos que se divorciara de aquel «repelente mariquita». Y luego, quizá aún más perturbadora, estaba la cuestión de la propia Bette. No la personalidad ni el carácter de Bette, sino su cuerpo, su apariencia física, con sus pequeños y bizqueantes ojos, los desagradables pelos negros que adornaban sus carnosos antebrazos. Harry poseía un gusto instintivo y altamente desarrollado para lo bello, y nunca se había enamorado de alguien que no fuera mínimamente atractivo. Si algo le hizo dudar si casarse con ella, fue la cuestión de su aspecto. Pero Bette era tan buena, y estaba siempre tan pendiente de él, que Harry dio el paso, consciente de que su primera misión como hombre casado sería la de convertir a su esposa en el facsímil de una mujer que fuera capaz —con la luz adecuada y en las circunstancias propicias— de suscitar en él una chispa de deseo. Algunas de aquellas mejoras fueron bastante fáciles de lograr. Sustituir sus gafas por lentes de contacto; poner al día su guardarropa; someter sus brazos y piernas a penosos tratamientos de depilación a intervalos regulares. Pero había otros factores, ajenos a la intervención de Harry, que dependían exclusivamente de los esfuerzos de su flamante esposa. Y Bette los realizó. Con toda la disciplina y abnegación de una hermana de la caridad, se puso a dieta y logró perder casi una quinta parte de su peso durante el primer año de matrimonio, pasando de sus antiestéticos setenta kilos a unos estilizados cincuenta y siete. Harry se conmovió ante la constancia de su voluntariosa Galatea, y a medida que Bette se transformaba bajo los cuidados y la atenta mirada de su marido, la creciente admiración que sentían el uno por el otro se convirtió en amistad firme y duradera. El nacimiento de Flora en 1969 no fue el resultado de una sola sesión preparada con esmero. Durante los primeros años de matrimonio Harry y Bette mantuvieron relaciones con la frecuencia suficiente para hacer que el embarazo fuese casi inevitable, un hecho consumado a priori. ¿Quién entre los amigos de Harry habría sido capaz de predecir tal cambio? Se había casado con Bette porque le había prometido libertad, pero una vez que empezaron a vivir juntos, descubrió que no tenía interés alguno en ejercerla.

La galería abrió sus puertas en febrero de 1968. Significaba, a sus treinta y cuatro años, el cumplimiento de un antiguo sueño, y Harry puso todo su empeño en que el negocio fuera un éxito. Chicago no constituía el centro del mundo artístico, pero tampoco era un páramo cultural, y en la ciudad había suficiente dinero en circulación para que una persona inteligente pudiera acabar con algo en el bolsillo. Tras un periodo de profunda reflexión, decidió poner a su galería el nombre de Dunkel Frères. Harry no tenía hermanos, pero consideró que aquel nombre daba cierto aroma de viejo mundo a la empresa, sugiriendo una larga tradición familiar en la compraventa de obras de arte. Tal como lo veía él, la conjunción entre el nombre alemán y el adjetivo francés crearía en la imaginación de sus clientes una llamativa y agradable confusión. Unos pensarían que la mezcla de lenguas se debía a ciertos antecedentes alsacianos. Otros atribuirían su procedencia a una familia judeoalemana que había emigrado a Francia. Y también habría quienes no tendrían la menor idea de qué pensar. Nadie estaría nunca seguro de los orígenes de Harry; y cuando alguien logra rodearse de un aura de misterio, siempre le resulta fácil manejar al público.

Se especializó en la obra de jóvenes artistas: cuadros, sobre todo, pero también esculturas e instalaciones, junto con un par de
happenings
, que aún estaban de moda a finales de los sesenta. La galería patrocinaba lecturas de poesía y
soirées musicales
, y como a Harry le interesaban todas las formas de lo bello, la galería Dunkel Freres no permanecía anclada en una estrecha posición estética.
Pop
y
op
, minimalismo y abstracción, pintura geométrica y fotografía, videoarte y neoexpresionismo: a medida que pasaban los años, Harry y su hermano fantasma expusieron obras que representaban todas las ideas y tendencias de la época. En su mayor parte, las exposiciones fueron un estrepitoso fracaso. Eso era de esperar, pero más peligrosa para el futuro de la galería fue la deserción de una media docena de auténticos artistas que Harry había ido descubriendo. Brindaba a un joven su primera oportunidad, promocionaba su obra con su habitual olfato y estilo, le creaba un mercado, empezaba a sacarle unos buenos dividendos, y luego, al cabo de dos o tres exposiciones, el artista levantaba el campo y se marchaba a una galería de Nueva York. Ése era el problema de vivir en Chicago, y en el caso de los que tenían verdadero talento Harry lo entendía perfectamente, era un paso que debían dar.

Pero Harry era un hombre afortunado. En 1976, un pintor de treinta y dos años llamado Alec Smith entró en la galería con un paquete de diapositivas. Harry estaba ausente aquel día, pero a la tarde siguiente la recepcionista le entregó el sobre, y cuando quitó la funda de una transparencia y la acercó a la ventana para echarle un rápido vistazo —sin esperar gran cosa, preparado para la decepción—, comprendió que estaba ante algo grande. La obra de Smith lo tenía todo. Audacia, color, energía y luz. En una vorágine de pinceladas, las figuras restallaban como latigazos, vibraban con un incandescente rugido de emoción, un grito tan hondo, tan sincero y apasionado, que sugería a la vez júbilo y desesperación. Aquellos lienzos no se parecían a nada de lo que Harry había visto hasta entonces, y le produjeron una impresión tan fuerte que le empezaron a temblar las manos. Se sentó, examinó las cuarenta y siete diapositivas con un visor portátil, y luego cogió inmediatamente el teléfono y llamó a Smith para proponerle una exposición.

A diferencia de otros artistas jóvenes que Harry había patrocinado, Smith no quería nada con Nueva York. Ya había vivido seis años allí, y tras ser rechazado por todas las galerías de la ciudad, volvió a Chicago convertido en un hombre cargado de resentimiento y amargura, lleno de desprecio hacia el mundo del arte y todas las emputecidas y avarientas sanguijuelas que lo movían. Harry se refería a él como su «genio gruñón», pero a pesar del carácter insolente y a veces agresivo de Smith, en el fondo aquel bravucón tenía verdadera clase. Entendía el sentido de la lealtad, y una vez que se puso bajo el patrocinio de Dunkel Freres, jamás se le ocurrió la idea de buscar otro. Harry era quien lo había rescatado del olvido, y por tanto Harry seguiría siendo su marchante durante toda la vida.

Harry había encontrado su primer y único artista importante, y durante ocho años la galería fue solvente gracias a la obra de Smith. Tras el éxito de la exposición de 1976 (al cabo de dos semanas ya se habían vendido los diecisiete cuadros y treinta y un dibujos), Smith se largó a México con su mujer y su hijo pequeño y compró una casa en Oaxaca. A partir de entonces, el artista se negó a moverse de allí, y jamás volvió a poner los pies en Estados Unidos, ni siquiera para asistir a las exposiciones de su obra que todos los años se celebraban en Chicago, y mucho menos a las retrospectivas que montaban los museos de diversas ciudades del país cuando su fama empezó a crecer. Cuando necesitaba verlo, Harry no tenía más remedio que ir a México —cogía el avión unas dos veces al año—, pero en general se mantenían en contacto por carta y esporádicas llamadas telefónicas. Nada de eso planteaba problemas al director de Dunkel Freres. La producción de Smith era prodigiosa, y cada dos meses llegaban a la galería de Chicago nuevas cajas de cuadros y dibujos, que se vendían por sumas cada vez más jugosas y elevadas. Era un sistema ideal, y sin duda habría continuado durante muchos años más si Smith no se hubiera puesto hasta las cejas de tequila tres noches antes de cumplir los cuarenta para saltar luego del tejado de su casa. Su mujer aseguró que era una broma que había salido mal; su amante, que se trataba de un suicidio. Fuera lo que fuese, Alec Smith había muerto, y la nave de Harry Dunkel estaba al borde del naufragio.

Para entonces había aparecido un joven artista llamado Gordon Dryer. Harry le había montado la primera exposición justo seis semanas antes de que se produjera la catástrofe; no porque su obra le pareciese admirable (abstracciones severas, demasiado racionalistas, que no suscitaban ni ventas ni críticas positivas), sino por la presencia física de Dryer, que resultaba irresistible. Con treinta años, pero sin aparentar más de dieciocho, tenía un rostro delicado, femenino, manos pequeñas, blancas como el mármol, y unos labios que Harry sintió deseos de besar desde el primer momento que los vio. Tras dieciséis años de vida conyugal con Bette, el futuro jefe de Tom por fin sucumbió. No sólo a un enamoramiento fugaz e insignificante, sino a una embriaguez en toda la extensión de la palabra, a un amor increíble y apasionado. Y el ambicioso Dryer, desesperado por exponer su obra en Dunkel Freres, se dejó seducir por el rechoncho cincuentón de Harry. O puede que ocurriera a la inversa, y fuera Dryer quien sedujo al galerista. Pasara lo que pasase, el hecho se produjo cuando el dueño de la galería acudió al estudio del artista a ver sus últimos lienzos. El guapo niño-hombre adivinó enseguida las intenciones de Harry, y al cabo de veinte minutos de charla insustancial sobre los méritos del minimalismo geométrico, con toda naturalidad se puso de rodillas y le desabrochó la bragueta.

Tras la reacción no muy entusiasta a la exposición de Dryer, se multiplicaron las bajadas de cremallera, y poco tiempo después Harry acudía varias veces por semana al estudio del pintor. A Dryer le inquietaba que Harry lo borrase de su catálogo de artistas, y aparte de su propio cuerpo no tenía nada que ofrecer a cambio. Harry estaba demasiado loco por él para comprender que lo estaban utilizando, pero aunque hubiera caído en la cuenta, probablemente le habría dado lo mismo. Tal es la insensatez del corazón humano. Ocultó a Bette la relación, y como la quinceañera Flora ya empezaba a manifestar los primeros e insidiosos síntomas de esquizofrenia, pasaba tanto tiempo en casa como sus asuntos le permitían. La tarde era para Gordon, pero por la noche volvía a introducirse en el papel de marido y padre consciente de sus deberes. En esos momentos la noticia de la muerte de Smith le cayó como un mazazo, y Harry fue presa del pánico. Aún quedaba una serie de obras por vender, pero al cabo de seis meses o un año las existencias se agotarían. ¿Y entonces, qué? Tal como estaban las cosas, Dunkel Frères a duras penas se mantenía a flote, y Bette ya había invertido demasiado dinero en la galería para que Harry fuese ahora a pedirle más. Con Smith repentinamente desaparecido, la galería estaba condenada a irse a pique. Si no era hoy, sería mañana, y si no, pasado mañana. Porque lo cierto era que Harry no había logrado aprender lo más mínimo sobre la forma de llevar un negocio. Había confiado en el cascarrabias de Smith para mantener los derroches y extravagancias que se permitía (suntuosas fiestas y cenas para doscientas personas, reactores privados y coches con chófer, absurdas y arriesgadas apuestas por artistas de segunda y tercera clase, estipendios mensuales a pintores que no vendían un cuadro), pero la gallina de los huevos de oro había dado el salto del ángel en México, y en lo sucesivo ya no habría más opulencia.

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