Como parecía que las historias podían clasificarse en apartados diferentes, después de trabajar aproximadamente un mes en el proyecto, cambié de sistema y empecé a utilizar varias cajas en vez de una, lo que me permitía organizar las historias terminadas de manera más coherente. Una caja para deslices verbales, otra para percances físicos, otra para ideas fallidas, otra para meteduras de pata, y así sucesivamente. Poco a poco, fueron interesándome cada vez más los momentos cómicos de la vida cotidiana. No sólo los innumerables golpes que me he dado en la cabeza o en el dedo gordo del pie a lo largo de los años, ni tampoco únicamente la frecuencia con que se me han caído las gafas del bolsillo de la camisa cuando me he agachado para atarme los cordones de los zapatos (con la ulterior humillación de tropezar y pisadas), sino también las increíbles calamidades que me han venido sucediendo desde mi más tierna infancia. Bostezar en una merienda campestre en el Día del Trabajo de 1952 y dejar que me entrara en la boca abierta una abeja, insecto que accidentalmente, entre el asco y el súbito pánico, acabé tragando en lugar de escupir; o aún más inverosímil, disponerme a abordar un avión en un viaje de trabajo hará sólo siete años con la matriz de la tarjeta de embarque descuidadamente cogida entre el dedo corazón y el pulgar, y al soltarla a consecuencia de un empujón que me dieron por detrás, verla revolotear hacia la abertura del final de la rampa y la puerta del avión —el espacio más pequeño que pueda imaginarse, como mucho un milímetro—, y luego, para mi absoluto asombro, deslizarse limpiamente por aquella imposible abertura para aterrizar en la pista a siete metros bajo mis pies.
Ésos sólo son algunos ejemplos. Escribí docenas de relatos parecidos en los dos primeros meses, pero aunque hice cuanto pude por mantener un tono frívolo y ligero, descubrí que no siempre era posible. Todo el mundo está expuesto a caer en la melancolía, y confieso que hubo ocasiones en que sucumbí al cerco de la soledad y el abatimiento. Había dedicado la mayor parte de mi vida laboral a una actividad relacionada con la muerte, y puede que hubiera oído demasiadas historias deprimentes para no recordarlas cuando estaba con la moral baja. Toda la gente que había visitado a lo largo de los años, todas las pólizas que había hecho, todo el horror y la desesperación de que había tenido conocimiento al hablar con los clientes. Finalmente, añadí otra caja a mi colección. Le puse la etiqueta de «Destinos crueles», y la primera historia que guardé en ella fue la de un hombre llamado Jonas Weinberg. Le había hecho en 1976 una póliza de seguro de vida a todo riesgo por valor de un millón de dólares, una suma bastante considerable para la época. Recuerdo que acababa de celebrar su sexagésimo aniversario, era médico, especialista en medicina interna, trabajaba en el Hospital Presbiteriano de Columbia y hablaba inglés con un leve acento alemán. Hacer seguros de vida no es una actividad carente de pasión, y un buen agente ha de saber defenderse en los frecuentes momentos en que las deliberaciones con los clientes se vuelven difíciles y tortuosas. La perspectiva de la muerte hace pensar en asuntos serios, y aunque en parte ese trabajo sólo sea cuestión de dinero, también toca los más graves interrogantes metafísicos. ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Cuánto tiempo más voy a vivir? ¿Cómo podría proteger a las personas que quiero cuando ya no esté en este mundo? Debido a su profesión, el doctor Weinberg poseía una aguda percepción de la fragilidad de la existencia humana, de lo poco que costaba borrar nuestro nombre del libro de los vivos. Nos encontramos en su apartamento de Central Park West, y una vez que le hube explicado todos los pros y los contras de las diversas pólizas a las que podía acogerse, se puso a rememorar su pasado. Había nacido en Berlín en 1916 y era hijo único, según me contó, y, tras la muerte de su padre en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, se crió solo con su madre, actriz de personalidad sumamente independiente y a veces turbulenta que nunca mostró la menor inclinación a casarse de nuevo. Si no interpreto mal sus palabras, creo que el doctor Weinberg insinuó que su madre prefería las mujeres a los hombres, y en los años caóticos de la República de Weimar debió de hacer alarde de tal preferencia de manera descarada. A diferencia de la obstinada Frau Weinberg, el joven Jonas era un muchacho silencioso y amante de los libros que sobresalía en los estudios y soñaba con ser médico o científico. Tenía diecisiete años cuando Hitler se hizo con el poder, y al cabo de unos meses su madre empezó los preparativos para sacarlo de Alemania. Su padre tenía unos parientes en Nueva York, que aceptaron acogerlo. Salió en la primavera de 1934, pero su madre, que ya había demostrado su capacidad de percibir los inminentes peligros para los no arios en el Tercer Reich, rechazó tercamente la oportunidad de marcharse también. Su familia había sido alemana durante cientos de años, explicó a su hijo, y un tirano de tres al cuarto no iba a mandarla al exilio. Pasara lo que pasase, estaba resuelta a aguantar hasta el final.
Por algún milagro, sobrevivió. El doctor Weinberg me dio pocos detalles (puede que él nunca llegara a conocer la totalidad de la historia), pero al parecer su madre fue ayudada en diversos momentos críticos por un grupo de amigos no judíos, y hacia 1938 o 1939 se las había arreglado para obtener una serie de documentos de identidad falsos. Cambió radicalmente de aspecto —cosa nada difícil para una actriz especializada en papeles de personajes excéntricos—, y con su nuevo nombre cristiano y tras mucho insistir consiguió un trabajo de contable en una mercería de una pequeña ciudad cerca de Hamburgo, disfrazada de rubia con gafas, anticuada y sin mucha gracia. Al acabar la guerra en la primavera de 1945, hacía once años que no veía a su hijo. Jonas Weinberg tenía casi treinta años por entonces, era todo un médico a punto de terminar su residencia en el Hospital Bellevue, y al enterarse de que su madre había sobrevivido a la guerra empezó a hacer los preparativos para que fuese a verlo a Estados Unidos.
Todo estaba previsto hasta el más mínimo detalle. El avión aterrizaría a tal y tal hora, estacionaría frente a tal y tal puerta, y Jonas Weinberg estaría allí para recibir a su madre. Justo cuando iba a salir hacia el aeropuerto, sin embargo, lo llamaron del hospital para una operación de urgencia. ¿Qué remedio le quedaba? Era médico, y por ansioso que estuviera de volver a ver a su madre después de tantos años, se debía en primer lugar a sus pacientes. Un nuevo plan se puso enseguida en marcha. Llamó a las líneas aéreas y les pidió que enviaran a alguien para que recibiera a su madre cuando llegara a Nueva York y le explicara que lo habían llamado a última hora y que tenía que ir sola en taxi a Manhattan. Le dejaría una llave al portero de su edificio para que subiera y lo esperase en su apartamento. Frau Weinberg hizo lo que le dijeron y enseguida cogió un taxi. El conductor salió a toda velocidad, y diez minutos más tarde perdía el control del volante y se estrellaba de frente contra otro coche. Tanto el taxista como su pasajera resultaron heridos de gravedad.
Para entonces, el doctor Weinberg ya había llegado al hospital y se disponía a empezar la operación quirúrgica. Duró poco más de una hora, y cuando terminó, el joven doctor se lavó las manos, se puso la ropa de calle y salió apresuradamente del vestuario, ansioso por volver a casa y reunirse por fin con su madre. Nada más poner el pie en el pasillo, vio que metían una camilla con otro paciente en el quirófano.
Era la madre de Jonas Weinberg. Según lo que me contó el doctor, murió sin recobrar el conocimiento.
Llevo más de una docena de páginas parloteando sin parar, pero hasta ahora mi único objetivo ha sido presentarme ante el lector y preparar la escena para la historia que me dispongo a narrar. Yo no soy el personaje principal de este relato. La distinción de llevar el título de protagonista de este libro corresponde a mi sobrino Tom Wood, el único hijo varón de mi difunta hermana June. La Chinche, como solíamos llamarla de pequeña, nació cuando yo tenía tres años, y fue su llegada lo que precipitó el hecho de que nuestros padres se trasladaran de un minúsculo apartamento de Brooklyn a una casa de Garden City, en Long Island. Siempre hicimos muy buenas migas, June y yo, y cuando se casó veinticuatro años más tarde (seis meses después de la muerte de nuestro padre), fui yo quien la condujo al altar y la entregó a su marido, un periodista de la sección de economía del
New York Times
llamado Christopher Wood. Tuvieron dos hijos (mi sobrino, Tom, y mi sobrina, Aurora), pero el matrimonio se rompió al cabo de quince años. Un par de años después, June volvió a casarse, y de nuevo la acompañé hasta el altar. Su segundo marido era un acomodado agente de Bolsa de Nueva Jersey, Philip Zorn, cuyo bagaje incluía a dos ex esposas y una hija ya crecida, Pamela. Luego, a la edad horriblemente joven de cuarenta y nueve años, una tarde sofocante de mediados de agosto June sufrió una hemorragia cerebral masiva mientras trabajaba en el jardín y murió al día siguiente antes de que volviera a salir el sol. Para su hermano mayor, fue sin duda el golpe más duro que había recibido en la vida, y ni siquiera el cáncer y la amenaza de la muerte unos años después le causó tanto dolor como el que sintió entonces.
Después del entierro perdí el contacto con la familia, y cuando me encontré con Tom en la librería de Harry Brightman el 23 de mayo de 2000, hacía casi siete años que no lo veía. Era mi preferido, e incluso cuando era un renacuajo siempre me había parecido un fuera de serie, una persona destinada a lograr grandes cosas en la vida. Sin contar el día del entierro de June, la última vez que hablamos fue en casa de su madre en South Orange, en Nueva Jersey. Tom acababa de licenciarse en Comell con las máximas calificaciones, y estaba a punto de marcharse a la Universidad de Michigan con una beca de cuatro años para estudiar literatura norteamericana. Se estaban cumpliendo todas mis predicciones con respecto a él, y recuerdo aquella comida familiar como una cálida celebración, con todos nosotros alzando las copas y brindando por el éxito de Tom. Cuando yo tenía su edad, esperaba seguir un camino similar al que mi sobrino había escogido. Como él, en la facultad había cursado la especialidad de inglés, con la secreta ambición de seguir estudiando literatura o quizá probar suerte con el periodismo, pero me faltó valor para hacer alguna de las dos cosas. La vida se metió por medio —dos años en el ejército, trabajo, matrimonio, responsabilidades familiares, necesidad de ganar cada vez más dinero, toda esa cagada que nos deja empantanados cuando no tenemos los cojones de luchar por lo que queremos—, pero nunca perdí el interés por los libros. Leer era mi válvula de escape, mi desahogo y mi consuelo, mi estimulante preferido: leer por puro placer, por la hermosa quietud que te envuelve cuando resuenan en la cabeza las palabras de un autor. Tom siempre había compartido esa afición conmigo, y desde que cumplió cinco o seis años, me había preocupado de enviarle libros varias veces al año; no sólo por su cumpleaños o navidades, sino siempre que descubría algo que creía de su gusto. Le inicié en la lectura de Poe cuando tenía once años, y como Poe se contaba entre los autores que había tratado en la tesina, era muy natural que aquel día quisiera hablarme de su trabajo; como también era normal que a mí me interesara escucharlo. Para entonces ya habíamos acabado de comer, y los demás habían salido a sentarse al jardín, pero Tom y yo nos quedamos en el comedor, terminándonos el vino.
—A tu salud, tío Nat —brindó Tom, alzando la copa.
—A la tuya, Tom —respondí—. Y por
El Edén imaginario: vida y pensamiento en la Norteamérica anterior a la Guerra de Secesión
.
—Pretencioso título, lamento decir. Pero no se me ha ocurrido nada mejor.
—Está bien que sea pretencioso. Eso hace que los profesores presten atención. Has sacado sobresaliente cum laude, ¿no es cierto?
Modesto como siempre, Tom hizo un amplio gesto con la mano, como quitando importancia a la nota.
—En parte sobre Poe, has dicho —proseguí—. ¿Y, en parte, sobre quién más?
—Thoreau.
—Poe y Thoreau.
—Edgar Allan Poe y Henry David Thoreau. Una rima desafortunada, ¿no crees? Todas esas
oes
llenando la boca. Me hace pensar en alguien que estuviera bajo la impresión de una eterna sorpresa. ¡Oh! ¡Oh, no! ¡Oh, roe! ¡Oh, Thoreau!
—Un inconveniente menor, Tom. Pero pobre de aquel que lea a Poe y se olvide de Thoreau. ¿No es verdad?
Tom esbozó una amplia sonrisa, y luego volvió a levantar la copa.
—A tu salud, tío Nat.
—A la tuya, doctor Pulgarcito —contesté.
Tomamos otro trago de burdeos. Al dejar la copa sobre la mesa, le pedí que me resumiera su línea de argumentación.
—Se trata de mundos inexistentes —empezó a explicar mi sobrino—. Es un estudio sobre el refugio interior, un mapa del territorio adonde se va cuando ya no es posible vivir en el mundo real.
—La imaginación.
-Exacto. Primero, Poe, y un análisis de tres de sus obras más olvidadas:
Filosofía del mobiliario, La casita de Landor
y
El señorío de Arnheim
. Consideradas por separado, estas obras son simplemente curiosas, excéntricas. Pero, vistas en conjunto, ofrecen un sistema plenamente elaborado de las aspiraciones humanas.
—No las he leído. Creo que ni siquiera he oído hablar de ellas.
—Dan una descripción de la habitación ideal, la casa ideal, el paisaje ideal. Después salto a Thoreau y examino la habitación, la casa y el paisaje tal como se presentan en
Walden
.
—Lo que se llama un estudio comparativo.
—Nadie pone nunca a Poe y Thoreau en el mismo plano. Representan extremos opuestos del pensamiento norteamericano. Pero ahí está lo bueno. Un borracho del Sur…, políticamente reaccionario, de modales aristocráticos, imaginación fantasmagórica. Y un abstemio del Norte…, de opiniones radicales, comportamiento puritano, lúcido en su trabajo. Poe representa el artificio y la oscuridad de una habitación a medianoche. Thoreau es la sencillez y la claridad del aire libre. A pesar de sus diferencias, sólo se llevaban ocho años, lo que los hace casi exactamente contemporáneos. Y ambos murieron jóvenes: a los cuarenta y cuarenta y cinco años. Entre los dos, apenas vivieron más que un viejo, y ninguno de ellos dejó descendencia. Con toda probabilidad, Thoreau llegó virgen a la tumba. Poe se casó con su prima adolescente, pero aún queda la incógnita de si el matrimonio llegó a consumarse antes de la muerte de Virginia Clemm. Llámalos paralelismos, coincidencias, pero esos hechos externos son menos importantes que la íntima verdad de su vida. A su manera desenfrenadamente personal, a los dos les dio por reinventar Norteamérica. En sus reseñas y artículos críticos, Poe combatió por una nueva literatura autóctona, una literatura norteamericana libre de influencias inglesas y europeas. La obra de Thoreau representa una incesante arremetida contra el orden establecido, una batalla por encontrar una nueva forma de vivir en esta tierra. Ambos creían en Norteamérica, y los dos opinaban que este país se estaba yendo al carajo, aplastado por una creciente montaña de máquinas y dinero. ¿Cómo iba alguien a pensar en medio de toda aquella barahúnda? Ambos querían alejarse de eso. Thoreau se marchó a las afueras de Concord, haciendo como si se hubiera exiliado en el bosque; sin otra razón que la de demostrar que eso era perfectamente factible. Con tal de tener el valor de rechazar las imposiciones de la sociedad, todo el mundo podía vivir como le diera la gana. ¿Y con qué objeto? Para ser libre. Pero ¿libre para qué? Para leer, para escribir libros, para pensar. Para ser libre y escribir un libro como
Walden
. Poe, por su parte, se refugió en un sueño de perfección. Echa una mirada a
Filosofía del mobiliario
, y descubrirás que su habitación imaginaria estaba concebida exactamente con el mismo propósito. Es un recinto para leer, escribir y pensar. Un lugar de contemplación, un refugio silencioso donde el espíritu puede hallar al fin cierto grado de paz. ¿Utopía imposible? Sí. Pero también alternativa sensata a las condiciones de la época. Porque el caso era que Norteamérica se estaba yendo verdaderamente al carajo. El país se encontraba dividido en dos, y todos sabemos lo que pasó sólo un decenio después. Cuatro años de muerte y destrucción. Un baño de sangre provocado por las mismas máquinas que debían hacernos felices y ricos a todos.