Read Césares Online

Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (12 page)

BOOK: Césares
8.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Las primeras operaciones contra las fuerzas senatoriales tuvieron lugar en la costa del Épiro, en torno a Dyrrachion, y desembocaron en una larga guerra de posiciones, que terminó con la victoria de Pompeyo. Con su característica seguridad y capacidad de sugestión, César consiguió rehacer la combatividad de las tropas y, puesto que ya era insostenible la permanencia en el teatro de las pasadas operaciones, ordenó una retirada estratégica a través del Épiro hacia Tesalia, que ofrecía mejores posibilidades de resistencia. Con el empleo de la fuerza y venciendo la resistencia de las ciudades tesalias, a las que no había dejado de afectar la victoria de Pompeyo, César consiguió abrirse paso hasta la llanura de Pharsalos y allí instaló el campamento. El ejército de Pompeyo se encaminó también hacia la región, donde se le unieron dos nuevas legiones y numerosa caballería conducida desde Siria por Escipión, su suegro. El gigantesco ejército fue acampado en una excelente posición, en una altura al oeste del campamento de César.

La superioridad numérica del ejército pompeyano, que casi doblaba al de César, y la tardía reacción al golpe de suerte de Dyrrachion despertaron en los dirigentes
optimates
una ilimitada confianza en la victoria, urgiendo a su líder a presentar batalla de inmediato, mientras se disputaban el aún no ganado botín y las magistraturas que les esperaban en Roma, y discutían sobre los castigos que habrían de imponerse a los rebeldes cesarianos. El líder optimate no pudo sustraerse a las presiones de sus aliados y, aun contra su propio parecer, coartado en su libertad de decisión, se avino al encuentro, que tuvo lugar el 9 de agosto. César reconoció a tiempo la estrategia contraria, que intentaba, con el lanzamiento masivo de la caballería, situada en el ala izquierda, dar un golpe decisivo a su ala derecha, y reforzó por ello las tres líneas de combate de este flanco con una reserva especial. El ataque de Pompeyo fue así victoriosamente rechazado, y su ala izquierda, debilitada, no pudo resistir el empuje de las formaciones cesarianas. El campamento del partido senatorial fue asaltado y su ejército se entregó, con unas pérdidas estimadas por César en quince mil hombres, en su mayoría ciudadanos romanos. La victoria había sido decisiva, pero no significaba el final de la guerra. Pompeyo logró huir con la mayoría de los senadores, todavía dispuesto a seguir ofreciendo resistencia en otros teatros. Escogió como meta Egipto, en donde, con ayuda del gobierno ptolemaico, pensaba rehacer sus fuerzas e incrementarlas con refuerzos proporcionados por los estados clientes de Oriente.

El reino lágida, último superviviente del mundo político surgido tras la muerte de Alejandro Magno, mantenía precariamente su independencia con la tolerancia romana. A la arribada de Pompeyo se encontraba sumido en una guerra civil, provocada por el enfrentamiento entre los dos herederos al trono, hijos de Ptolomeo XII Auletés («el Flautista»»): Ptolomeo XIII, de catorce años, y Cleopatra, siete años mayor. La camarilla que rodeaba al débil Ptolomeo XIII había logrado expulsar a Cleopatra, que se preparaba, con un pequeño ejército, a recuperar el trono. En esta situación, la solicitud de ayuda que Pompeyo hizo al rey no podía ser más inoportuna; el consejo real decidió, por ello, asesinar a Pompeyo. Tres días después, César llegaba a Alejandría para recibir como macabro presente la cabeza de su rival. Pero aprovechó la estancia en la capital del reino para sacar ventajas materiales y políticas, exigiendo el pago de las sumas prestadas en otro tiempo a Auletés e invitando a los hermanos a compartir pacíficamente el trono. La reacción del consejo de Ptolomeo XIII fue inmediata: César y sus reducidas tropas se encontraron asediadas, con Cleopatra, en el palacio real.

La llamada «guerra de Alejandría», así comenzada, pondría a César ante nuevas dificultades en el largo proceso de la guerra civil. Pero, por encima de su interés histórico, esta aventura egipcia, que consumiría más de ocho meses de un tiempo precioso, suscita un cúmulo de problemas aún no resueltos, cuyo núcleo fundamental, sin duda, lo constituyen las relaciones entre César y Cleopatra, que, saltando las barreras de la pura investigación, han entrado en el campo de la fantasía novelesca. Desde el primer encuentro de ambos personajes, ya adornado con caracteres románticos —la entrada secreta de Cleopatra en el palacio envuelta en una alfombra, desenrollada a los pies de César—, a la hipotética paternidad del hijo de Cleopatra, Cesarión, tesis, afirmaciones y suposiciones, prácticamente inabarcables, han especulado sobre la existencia y grado de una relación amorosa, sobre su carácter mutuo o unilateral, sobre la incidencia de posibles intereses materiales y políticos. Muy pocos historiadores han sabido sustraerse a la fascinación del episodio, llenando con la fantasía las grandes lagunas de la documentación, en interpretaciones absolutamente subjetivas y gratuitas. En realidad, el tema de Cleopatra ya era para los propios contemporáneos sólo campo de suposiciones, que, en la posterior literatura antigua, se escindió en la doble vertiente de una actitud tendenciosa anticesariana o en fuente de relatos galantes y fabulosos. Más allá de la constatación de que las relaciones con Cleopatra, independientemente de su matiz, influyeron de alguna forma en la política egipcia de César, cualquier intento de profundizar en el tema no sólo corre el riesgo de ser gratuito, sino también históricamente intrascendente.

La apurada situación de los asediados en el cuartel real se resolvió con la llegada de refuerzos, solicitados por César de los estados clientes de Siria y Asia Menor: el campamento real fue asaltado, y Ptolomeo encontró la muerte en su huida; Cleopatra fue restituida en el trono.

César, superado el escollo egipcio, no podría concentrar todavía su atención en la liquidación del ejército senatorial, que había encontrado en África un nuevo escenario para resistir. Farnaces, hijo de MitrídatesVl del Ponto y dinasta del Bósforo Cimerio —extendido por la península de Crimea—, quiso aprovechar la ocasión que parecía brindar la precaria relación de las fuerzas políticas en Oriente para recuperar los territorios que en otro tiempo habían pertenecido a su padre, y, con un ejército, invadió el Ponto. César, en junio de 47 a.C., partió de Egipto y, en agotadoras marchas, alcanzó finalmente el Ponto, en una de cuyas ciudades, Zela, se hallaba acampado Farnaces con su ejército. Es suficientemente conocida la suerte del fulminante encuentro armado, que acabó con las pretensiones del rey, y el arrogante y lacónico comentario —
vini, vidi, vici
(«llegué, vi, vencí»)— de César.

Mientras tanto, en Roma, en septiembre del año 48, César había vuelto a ser nombrado dictador, con Marco Antonio como lugarteniente (
magíster
equitum
). El uso despótico que Antonio hizo de estos poderes, en la atmósfera de inquietud y violencia ocasionada por la crisis económica, desencadenó graves disturbios. El Senado hubo de aplicar el estado de excepción, que Antonio convirtió en un régimen de terror, mientras los veteranos del ejército cesariano, acuartelados en Campana para la próxima campaña de África, se rebelaban. César, en su segunda estancia en Roma, a su regreso de Oriente, hubo de hacer frente otra vez al acuciante pro blema de las deudas, mientras buscaba desesperadamente recursos para financiar la campaña de África y calmaba a los veteranos. Pero también se preocupó de estabilizar los órganos públicos: completó el Senado con nuevos miembros fieles y dirigió las elecciones. De nuevo fue elegido cónsul para el año 46 y, depuesta la dictadura, embarcó para las costas africanas.

El ejército senatorial contaba en África con respetables fuerzas, compuestas de no menos de catorce legiones, a cuyo frente se encontraban los principales representantes del partido optímate, con el rey de Numidia, Juba. Se decidió nombrar como comandante en jefe a Metelo Escipión; Catón fue encargado de defender la plaza de Útica. César, con la ayuda del rey Bocco de Mauretania y la llegada de refuerzos, logró superar los desfavorables comienzos de la campaña y se dirigió a Thapsos, donde el grueso de las fuerzas senatoriales fue masacrado (6 de abril de 46). Sólo quedaba el bastión de Útica, que se prestó a capitular; su defensor, Catón, prefirió quitarse la vida. Otros líderes
optimates
tuvieron también un trágico fin; sólo un reducido grupo, en el que se encontraban los dos hijos de Pompeyo, Cneo y Sexto, consiguió alcanzar las costas de Hispana para organizar en la Ulterior los últimos intentos de resistencia.

Si el asesinato de Pompeyo determinó un hito en el proceso de la guerra civil, el suicidio de Catón ha sido considerado no sólo como el final de la guerra, sino de toda una época de la historia de Roma. La propaganda anticesariana elevó la muerte del líder optímate a la categoría de martirio. Sin duda, la imagen de Catón como personificación de la virtus romana, de los ideales de la
nobilitas
, que Cicerón presenta en su panegírico
Cato
, contiene rasgos reales de su personalidad. Pero también es cierto que su austeridad, intransigencia y estricta observancia de las tradiciones republicanas tenían un tono grotesco en la Roma de mitad del siglo I a.C. La trágica grandeza de este «último republicano» radica en haber mantenido honrada y consecuentemente, y testificado con su muerte, una actitud que en su época era ya más una excepción que una regla, puesto que la república aristocrática que Catón defendió era un régimen llamado a desaparecer.

La Hispana Ulterior, sometida por César a comienzos de la guerra, se había rebelado contra el inexperto y arbitrario legado de César, Casio Longino. Y cuando los restos del ejército senatorial al mando de Cneo Pompeyo llegaron de África, las ciudades le abrieron las puertas. César, en una marcha relámpago, acudió desde Roma, a finales del 46, en ayuda de sus tropas, sitiadas en Obulco (Porcuna). La campaña se desarrolló en una monótona sucesión de asedios de ciudades en la región meridional de Córdoba, salpicados de incendios, matanzas y represalias contra la población civil. Finalmente, el 17 de marzo de 45 a.C., César logró enfrentarse al grueso del ejército enemigo en Munda, cerca de Montilla. En el brutal choque que siguió, la desesperada resistencia de los pompeyanos, conscientes de no encontrar perdón en la derrota, consiguió hacer tambalear en principio las líneas de César. La enérgica reacción del dictador, al adelantarse en vanguardia, logró el milagro de mantener la formación el tiempo necesario para que la caballería, muy superior, cayera sobre el flanco derecho y las espaldas del enemigo. La batalla se transformó en una auténtica carnicería en la que, de creer al anónimo autor del
Bellum Hispaniense
, un suboficial del ejército de César, quedaron sobre el campo treinta mil pompeyanos. Así terminaban cuatro largos años de guerra civil.

César dictador

L
a conquista del poder por la fuerza de las armas enfrentaba a César con la difícil tarea de reordenar el Estado. A los catastróficos resultados de la guerra se añadía un problema político: la futura posición del vencedor sobre el Estado y el uso que haría de las instituciones políticas de la
res publica
. En este aspecto, César mantuvo su vigencia, pero acomodándolas arbitrariamente a su servicio. Dirigido sólo a afirmar su posición de poder sobre el Estado con carácter definitivo, no se preocupó de buscar una alternativa al régimen senatorial para conseguir una estabilidad política. Tras la guerra civil, se planteó el dilema entre la restauración de la república oligárquica o el gobierno totalitario. Cuando se hizo evidente que César aspiraba a crear, sobre las ruinas del orden tradicional, una posición monocrática, sólo quedó el recurso del asesinato. Pero, en el intervalo, César, mientras afirmaba su poder sobre el Estado, atacó con energía los múltiples problemas que pesaban sobre Roma y su imperio.

César mismo definió su programa de estabilización con la expresión «crear tranquilidad para Italia, paz en las provincias y seguridad en el imperio». Para conseguirlo no utilizó métodos revolucionarios. Sus medidas sociales, conservadoras, trataron de garantizar la posición social y económica de los estratos pudientes, aunque ofreció a las otras clases algunos beneficios a cambio de renuncias y sacrificios. Esta política de conciliación llevaría a César a granjearse la incomprensión y a la perplejidad incluso de sus propios partidarios y, finalmente, al aislamiento: se puede agradar a todos durante cierto tiempo o a algunos durante todo el tiempo; pero es imposible intentarlo con todos durante todo el tiempo.

De estas medidas sociales, la más fecunda y también la más original fue su política de colonización, un ambicioso proyecto de asentamientos coloniales fuera de Italia, en el ámbito provincial, en favor no sólo de sus veteranos, sino del proletariado urbano, continuo foco de disturbios. Se estima que unos ochenta mil proletarios de la Urbe se beneficiaron de esta política de colonización, lo que permitió reducir el número de ciudadanos con derecho a repartos gratuitos de trigo, de trescientos veinte mil a ciento cincuenta mil. Cada fundación colonial significaba, además, un fortalecimiento de la posición personal de César y una exaltación de sus virtudes, como demuestran los epítetos que recibieron estas nuevas ciudades: IuliaTriumphalis (Tarragona), Claritas Iulia (Espejo, Córdoba) o IuliaVictrix (Velilla del Ebro, Zaragoza), por citar sólo ejemplos hispanos. La temprana muerte del dictador impidió completar los ambiciosos planes de asentamiento, que fueron continuados por sus lugartenientes y, sobre todo, por su heredero político, Augusto.

En conexión con estas fundaciones, César concedió en bloque la ciudadanía romana o su escalón previo, el derecho latino, a muchas comunidades extraitalianas como premio a su lealtad y a sus servicios. Como en el caso de la colonización, este otorgamiento a centros urbanos indígenas de la calidad de
municipia civium Romanorum
descubre intenciones personales en la onomástica que recibieron: Felicitas Iulia (Lisboa) o Liberalitas Iulia (Évora) son dos buenos ejemplos.

Otras medidas político-sociales, de menor alcance, estuvieron dirigidas a frenar la proletarización de las masas ciudadanas y fomentar una «burguesía» culta y acomodada en Italia. Así lo prueban decretos como el que obligaba a los grandes propietarios a emplear en las faenas agrícolas, como mínimo, un tercio de trabajadores libres, o el que prohibía a los ciudadanos italianos abandonar la península por un espacio de tiempo superior a tres años.

BOOK: Césares
8.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Eagle's Throne by Carlos Fuentes
Julia's Last Hope by Janette Oke
Beggars Banquet by Ian Rankin
Stripped Down by Kelli Ireland
Runestone by Em Petrova
City in the Clouds by Tony Abbott