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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (15 page)

BOOK: Césares
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Tras los primeros momentos de euforia, los asesinos de César hubieron de comprobar con amarga desilusión no sólo que les faltaba apoyo, sino que la acción comprometía sus propias vidas, y la actitud hostil del pueblo les obligó a hacerse fuertes en el Capitolio. Por el contrario, en el campo de los más inmediatos colaboradores de César, la ansiedad del principio dio paso pronto a la convicción de que no había nada que temer, y fue Marco Antonio, en ese año colega de César en el consulado, quien tomó en sus manos, como supremo magistrado, las riendas de la situación, apropiándose, con el consentimiento de Calpurnia, la viuda del dictador, de sus disposiciones y papeles privados, las
acta Caesaris
, y convocando una reunión urgente del Senado el 17 de marzo. Con una actuación equívoca y turbia, pero hábil en la comprensión de la real relación de fuerzas, consiguió Antonio hacerse con el control del Estado, sin atentar formalmente al respeto por la legalidad republicana. Mientras las tropas cesarianas, confiadas al
magister
equitum
del dictador, Marco Emilio Lépido, y sedientas de venganza, eran alejadas de Roma, el Senado y Antonio decidían una solución de compromiso que, al tiempo que concedía una amnistía general para los conjurados, confirmaba las acta
Caesaris
y decretaba funerales públicos para el difunto dictador. Éstos se celebraron el 20 de marzo, y la solemne ceremonia, cuando la plebe conoció las generosas provisiones de César, se convirtió en una furiosa manifestación contra sus asesinos, que, a pesar de la amnistía, consideraron más prudente huir de la ciudad.

En este juego entre republicanos y cesarianos se tomaron importantes medidas; entre ellas, la abolición, como consecuencia de la propia moción de Antonio, de la dictadura, que había permitido a Sila y luego a César su preeminente posición sobre el Estado. Pero, sobre todo, se repartieron las provincias y, con éstas, las bases reales del poder: Lépido partió para las Galias y España, y se logró que Sexto Pompeyo, el hijo del rival de César, que mantenía seis legiones en la península Ibérica, se aviniera a un acuerdo y depusiera la lucha; Décimo Bruto Albino, otro de los protagonistas del asesinato de César, se puso en camino hacia la Galia Cisalpina; Antonio y Dolabela, los dos cónsules, recibieron del Senado las provincias de Macedonia y Siria, respectivamente.

Sin embargo, las componendas de primera hora, que parecían satisfacer a todos, se manifestaron pronto como intentos de Antonio para fortalecer su posición, y lo demostraron sus actos, que le hicieron sospechoso a cesarianos y republicanos. Las primeras tensiones surgieron como consecuencia, sobre todo, de la aplicación abusiva por parte de Antonio de las
acta
Caesaris
, que debían dar cumplimiento a deseos o disposiciones del dictador, utilizadas con manipulaciones y falseamientos para justificar exenciones o privilegios de quienes estuvieran dispuestos a pagar por ello. Pero era más preocupante el viaje que Antonio emprendió a finales de abril a Campana, con el objeto de seguir personalmente los trabajos de colonización para el asentamiento de los veteranos de César, pero también para llevar a cabo reclutamientos, que, en un mes, le proporcionaron seis mil hombres, con los que regresó a Roma. Apoyado en esta fuerza real, Antonio descubrió finalmente sus cartas y logró hacer aprobar el 3 de junio una ley (
lex de permutatione provinciarum
) que le concedía por cinco años el mando de las provincias de la Galia Cisalpina y Transalpina, a cambio de Macedonia, desde donde le serían transferidas las legiones que en esta provincia estaban concentradas para la proyectada guerra de César contra los partos. Una segunda ley preveía una nueva asignación de tierras itálicas para los veteranos de César, que significaba prácticamente la total distribución de las tierras disponibles. Los pasos de Antonio, que tras la muerte del dictador parecían encaminarse hacia el respeto a la legalidad republicana, se dirigían con estas leyes claramente por los caminos cesarianos: mando extraordinario y una fuerte base militar.

No sabemos la responsabilidad que en este cambio de actitud, o en la manifestación abierta de una decisión premeditada, tuvo la aparición en la vida política romana de un factor nuevo que nadie podía, en principio, ni remotamente sospechar: la llegada a la ciudad de Cayo Octavio, a quien César, en su testamento, había nombrado heredero de las tres cuartas partes de su fortuna —el cuarto restante iba a parar a sus primos Pinario y Pedio—, al tiempo que lo declaraba su hijo adoptivo.

Fueron en vano las recomendaciones de prudencia que Atia y su padrastro Marcio enviaron al joven, que ya había desembarcado en el sur de Italia, para que renunciara a tan comprometida herencia, que, de entrada, le enfrentaba al ahora poderoso Marco Antonio, cuya estrecha relación con César había despertado en él esperanzas de convertirse en su heredero. Es sorprendente cómo un joven de apenas dieciocho años, crecido en un ambiente convencional, iba a convertirse tan pronto en un lúcido y frío político, libre de prejuicios, dispuesto a zambullirse en el complicado y también arriesgado juego político que había desencadenado la muerte del dictador. Octavio, pues, se dirigió resueltamente a Roma, a lo largo de un camino en el que los veteranos de César le saludaban con entusiasmo. Con el fiel Agripa, le acompañaban, entre otros colaboradores, un noble de procedencia etrusca, Cayo Clinio Mecenas, y el financiero gaditano Cornelio Balbo, que tantos servicios había prestado a César. El 6 de mayo de 44 a.C. llegaba Octavio a Roma, donde aceptó la herencia y, con ella, su nuevo nombre de Cayo julio César, en lugar de Cayo Octavio. Era común en Roma que el hijo adoptivo, al tiempo que tomaba los nombres del nuevo padre, mantuviese como segundo sobrenombre un derivado del que había llevado hasta entonces; en este caso, Octaviano. Pero el nuevo Julio César no lo hizo, aunque sea costumbre nombrarle así para evitar equívocos con la figura del dictador.

El joven César se presentó ante la opinión pública, de entrada, como el vengador de su padre, obligado a cumplir con los sagrados deberes de la
pietas
, es decir, del amor filial. Esos deberes incluían también cumplir las últimas voluntades del difunto y, entre ellas, la donación de trescientos sestercios a cada uno de los miembros de la plebe urbana, lo que representaba la gigantesca suma de setenta y cinco millones. Antonio no se encontraba en Roma a la llegada de Octaviano, y es de imaginar la reacción que le produjeron las pretensiones del joven. Como magistrado supremo y depositario de los documentos y el dinero, que le habían sido entregados por la viuda del dictador, de él dependía sancionar la adopción y, con ella, entregar las sumas que custodiaba. Furioso, se negó a ambos extremos, con una actitud hostil que apenas se entiende para un ferviente cesariano como él, si no es por una reacción instintiva contra el que de golpe le arrebataba una ilusión firmemente abrigada. Gratuitamente, Antonio convertía en enemigo a quien había confiado en encontrar en él uno de sus más firmes apoyos. Subastas de propiedades y préstamos de los amigos consiguieron, no obstante, completar las sumas necesarias para hacer efectivas las mandas, que le valieron a Octaviano una entusiasta popularidad, proporcional al odio contra Antonio. Esta popularidad aún iba a acrecentarse en la celebración, en los últimos días de julio y a expensas de Octaviano, de los juegos públicos instituidos por César en honor de
Venus Genetrix
, la diosa progenitora del linaje de los julios, y de sus victorias (
ludi victorias
Caesaris
). En esa ocasión, como el propio patrocinador contaría después, apareció en el cielo un cometa, que fue interesadamente interpretado como señal de la divinización de César. Octaviano hizo añadir una estrella —el
sidus
Caesaris
a la cabeza de la estatua de César consagrada por él en el foro.

Los veteranos de César intentaron evitar la ruptura que se avecinaba entre su heredero y el más caracterizado de los cesarianos, e incluso lograron acercarlos en el Capitolio en un teatral abrazo, tan falso como efímero. Poco tiempo después, bajo mutuas acusaciones de intento de asesinato, mientras Antonio abandonaba Roma en dirección a Brindisi para hacerse cargo de las legiones que había mandado llamar de Macedonia, Octaviano, también fuera de Roma, con dinero, agentes y panfletos, barrenaba la fidelidad a Antonio de los soldados macedonios hasta los límites de un motín: dos de las cuatro legiones —la Marcia y la IV— se pronunciaron por el «jovenzuelo», despectivo epíteto con el que Antonio se referiría a su rival.

Estaban listos los ingredientes de una nueva guerra civil. En Campania, el joven César, previamente, había logrado reunir, con un absoluto desprecio hacia cualquier norma constitucional, un ejército privado e ilegal de tres mil hombres, que dirigió desvergonzadamente hacia Roma. Antonio, con una legión, se puso también en marcha hacia la Urbe. Los veteranos cesarianos que acompañaban a Octaviano se negaron a cruzar las armas contra oponentes que compartían sus mismas convicciones políticas. En consecuencia, la marcha fracasó y Octaviano hubo de retirarse a Etruria para aumentar con nuevas levas sus efectivos. Todavía estaba la fuerza real y legal de parte de Antonio, cuando entró en juego el factor político que los consejeros de Octaviano habían preparado para su pupilo: el apoyo de Cicerón.

El comportamiento dictatorial de Antonio, con actos como la citada
lex de permutatione provinciarum
y el golpe bajo lanzado contra los dos cabecillas de la conjura contra César, Marco Bruto y Cayo Casio, al lograr que se les asignaran dos provincias irrelevantes —Creta y Cirene—, habían irritado y desilusionado hasta tal punto a Cicerón sobre el futuro de la república que, decidido a abandonar la vida política, se dispuso a alejarse de Italia. Era la ocasión para ganarlo a la causa de Octaviano, todavía demasiado débil para intentar en solitario la lucha por el poder. Fue Balbo quien logró, efectivamente, con un refinado juego, inclinar la voluntad del viejo consular. El resultado práctico fueron las famosas
Filípicas
parodiando el título de los discursos que Demóstenes había pronunciado contra Filipo de Macedonia, el padre de Alejandro Magno—, que el orador de Arpino dirigió en el Senado contra Antonio. El cónsul logró parar el primer golpe, pero la apasionada invectiva del segundo discurso, apoyada en sólidas argumentaciones, empujó a Antonio a una acción política precipitada y errónea, que consideró todavía más urgente tras la alarman te noticia de que dos de sus legiones habían desertado para pasarse a su rival. Era el final de noviembre y necesitaba disponer de la Galia Cisalpina para el momento en que hubiera de deponer la magistratura consular. Pero cuando intentó la transferencia de la provincia se encontró con la abierta resistencia de su gobernador, Décimo Bruto,
[14]
que, apelando a su mandato legal, anterior a la permuta conseguida por Antonio, se encerró en Módena, dispuesto a resistir, mientras proclamaba que «mantendría la provincia de la Galias en poder del Senado y del pueblo de Roma».

Cayeron finalmente las máscaras. Antonio partió de Roma con sus tropas, dispuesto a asediar Módena, mientras se cerraba la alianza de Octavio con la mayoría del Senado, que Cicerón hizo pública ante el pueblo en su tercera y cuarta
Filípicas
, con palabras tan bellas como desvergonzadas: de hecho, los defensores de la legalidad republicana se confiaban a un ejército ilegal; Octavio, su jefe, olvidaba, por su parte, su consigna de vengar a César para acudir en ayuda de uno de sus asesinos. Pero la alianza significó para Octavio un decisivo paso en su camino hacia el poder, tan importante que creyó conveniente comenzar con su recuerdo las
Res Gestae
, el testamento político que redactó al final de su reinado:

A los diecinueve años de edad recluté, por decisión personal y a mis expensas, un ejército, que me permitió devolver la libertad a la república, oprimida por el dominio de una camarilla. Como recompensa, el Senado, mediante decretos honoríficos, me admitió entre sus miembros, bajo el consulado de Cayo Pansa y Aulo Hircio, concediéndome el rango senatorial equivalente al de los cónsules. Me confió la misión de velar por el bienestar público, junto con los cónsules y en calidad de propretor.

En efecto, en la sesión del Senado del 1 de enero de 43 a.C., y a propuesta de Cicerón, se incluyó a Octaviano entre los miembros de la alta cámara con rango de ex cónsul y se le otorgó un
imperium
con el grado de pretor, para que legalmente pudiese acompañar a los dos nuevos cónsules, Aulo Hircio y Vibio Pansa, al mando del ejército que se preparaba contra Antonio, si fracasaba la embajada que le conminaba a someterse. Las conversaciones no prosperaron y, con la aprobación del
senatus consultum
ultimum,
, el ejército senatorial salió al encuentro del rebelde. La llamada «guerra de Módena» acabó con la victoria de las fuerzas del Senado, pero con un alto precio: la muerte de ambos cónsules. Antonio, vencido, escapó a la persecución de Décimo Bruto Albino y con sus maltrechas tropas —sólo la legión V Alaudae estaba íntegra— tomó el camino de la Galia para intentar la alianza con Lépido. Marco Emilio Lépido, que había mantenido estrechos lazos con César, había conseguido, a la muerte del dictador, ser elegido pontífice máximo y se había hecho fuerte en los territorios que César le había asignado, la Galia Narbonense (correspondiente a la actual Provenza) y la Hispana Citerior, a la espera de los acontecimientos en una indecisa posición entre Antonio y el Senado.

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