Césares (18 page)

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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

BOOK: Césares
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El divorcio de Escribonia, pero, sobre todo, la frustración por no haber recibido el prometido Peloponeso, empujó a Sexto Pompeyo a comienzos de 38 a.C. a volver a poner en marcha su máquina de guerra naval para causar a Octaviano problemas en Italia. Pero ahora el triunviro se dispuso a acabar con el correoso rival, preparando el enfrentamiento definitivo. Sin duda, lo más urgente era la construcción y adiestramiento de una flota, sobre todo después de que ese mismo año, en el estrecho de Mesina, Sexto redujera a la mitad los efectivos militares con los que contaba Octaviano en el mar. Fue Agripa el encargado de poner la flota a punto, lo que exigió recabar nuevos impuestos e incluso requisar esclavos para servir como remeros. Pero no menos importantes eran los preparativos diplomáticos, dirigidos a asegurarse la colaboración de Antonio. Tras un primer encuentro fracasado, cuyos detalles no resultan claros —Octaviano, después de pedir a su colega una entrevista en Brindisi, no se presentó a la cita—, las artes de Mecenas lograron que Antonio accediera a ayudar a Octaviano en la lucha contra Pompeyo. El triunviro de Oriente no actuaba, por supuesto, por simple solidaridad. Se aproximaba su soñada campaña contra los partos y deseaba cambiar a Octaviano barcos por soldados de infantería. Por ello, a comienzos de 37 a.C., apareció en aguas de Tarento con una flota, dispuesto a prestársela a su colega. Para entonces, Octaviano ya se sentía suficientemente fuerte y, consciente de que era Antonio quien necesitaba de él, rechazó su ofrecimiento. Los viejos y nunca completamente olvidados recelos volvieron a aflorar, tensando otra vez las relaciones de los dos triunviros. Pero en este punto intervino Octavia, logrando la reconciliación de esposo y hermano en una conferencia en Tarento, que terminó con un nuevo acuerdo. Octaviano consintió en aplazar el ataque contra Pompeyo hasta el año siguiente, 36 a.C., y recibió de Antonio ciento veinte barcos para aumentar su flota a cambio de la promesa de proporcionar a su cuñado veinte mil soldados para la campaña parta.También se acordó prolongar en cinco años más los poderes del triunvirato, caducados en diciembre de 38 a.C. La decisión, tomada sin consulta popular, después de que los triunviros hubieran mantenido sus prerrogativas varios meses más allá del mandato autorizado por la
lex Titia
, muestra hasta qué punto el triunvirato, a pesar de la apariencia legal, era un poder, en última instancia, apoyado sólo en el uso de la fuerza. Por otra parte, en las relaciones con Antonio, llevadas una y otra vez hasta el límite de la ruptura, Octaviano volvió a demostrar su maestría en el arte de la política. Fue realmente sólo el joven César el beneficiario del acuerdo de Tarento: a cambio de una vaga promesa de apoyar con soldados la guerra de Antonio, promesa jamás cumplida, contó con las manos libres para acabar finalmente con la pesada hipoteca que en su política italiana representaba siempre la sombra del poder naval de Pompeyo.

Las operaciones se iniciaron en el verano del año 36 a.C. con una formidable convergencia de fuerzas terrestres y navales sobre Sicilia, la isla donde se concentraban los recursos de Sexto.Tras una serie de acciones de distinta significación y resultado —una vez más, el Octaviano soldado se mostró muy por debajo del Octaviano político—, se llegó al encuentro decisivo, en los primeros días de septiembre, en aguas de Nauloco. La escuadra de Octaviano, dirigida porAgripa, logró una rotunda victoria. Sexto Pompeyo hubo de evacuar Sicilia y encontró la muerte al año siguiente en Oriente, en lucha contra Antonio. La campaña tuvo un apéndice inesperado. Lépido, el triunviro en la sombra, que había invertido en la guerra fuerzas traídas de África, exigió como botín la isla de Sicilia. Octaviano no tuvo que molestarse ni siquiera en usar las armas contra su colega. Bastó la propaganda para aislar a Lépido, que, abandonado por sus soldados, hubo de someterse. Sus pretensiones le costaron los poderes triunvirales, aunque logró salvar la vida. Como lugar de destierro, le fue asignada una villa en el promontorio Circeo, a medio camino entre Roma y Nápoles, donde pasó el resto de sus días, vigilado por una guardia, aunque conservando la dignidad vitalicia de pontífice máximo. África fue incluida en las provincias sometidas al control del joven César. Octaviano era ahora, sin discusión, una vez vencido Pompeyo y marginado Lépido, el dueño de Occidente. El Senado reconoció el cambio de situación y recibió al nuevo señor a las puertas de la ciudad, al final de una marcha triunfal a través de Italia. Para el joven César terminaba una etapa de su vida que era preciso enterrar cuanto antes en el olvido. La frialdad, la violencia y la falta de escrúpulos desaparecieron tras la máscara de la pacificación, el orden y la preocupación por el bienestar social. Comenzaba la metamorfosis del inquietante y falto de escrúpulos Octaviano en el clemente y reflexivo Augusto.

El Senado y el pueblo habían pagado con demasiadas víctimas, privaciones y sufrimientos los largos años de guerras civiles, para oponerse ahora a jugar al juego de la paz. Y se precipitaron en el afán de amontonar honores y agradecimientos sobre el vencedor. Uno de ellos se convertiría en pilar del edificio legal sobre el que el joven César iba a justificar más tarde su poder absoluto: la concesión de la
sacrosanctitas
, la inviolabilidad de que gozaban los tribunos de la plebe, y la potestad de sentarse en el banco de los tribunos. Se le llegó a ofrecer incluso la dignidad de
pontifx
maximus
, pero por respeto a la ley y a la tradición, que establecían su carácter vitalicio, no quiso aceptarla, ya que aún vivía su titular, Lépido. Sí decidió adoptar, en cambio, un nuevo nombre. Si hasta entonces había sido
Caius Iulius Caesar, Divi filius
(Cayo julio César, hijo del Divino), ahora vino a llamarse
imperator
Caesar
, Divi filius, abandonando, con su nombre personal, Cayo, el que lo distinguía como miembro de la
gens
Iulia. No se saben las razones del cambio, pero, en todo caso, resulta chocante que Octaviano, tan poco diestro en el arte de la guerra, convirtiera en nombre personal una designación reservada a los generales victoriosos.

En correspondencia a tantos honores, Octaviano también cumplió su papel a la perfección. Prometió restaurar la república tan pronto como Antonio regresara de la campaña contra los partos, y devolvió a Italia orden y seguridad: miles de esclavos fueron restituidos a sus dueños, se limpiaron los caminos de salteadores, el mar quedó libre de piratas. Veinte mil veteranos recibieron parcelas en Italia, Sicilia y las Galias, y un gran número de centuriones —el elemento más politizado de los cuadros del ejército— fue promocionado en la vida civil, mediante su admisión en las curias municipales, las oligarquías que gobernaban las ciudades de Italia.

Las guerras civiles habían terminado, según la propia declaración de Octaviano, y el ejército, en el que en última instancia el triunviro sustentaba su poder, saneado y con un nuevo perfil, fue aprovechado en las tradicionales campañas exteriores, destinadas a mantener entrenadas las tropas y conseguir gloria y botín a su general. El objetivo elegido fue Iliria, en la frontera nordoriental de Italia, al otro lado del Adriático, cuyas costas estaban constantemente sometidas a las incursiones de las tribus del interior. Las dos campañas, en 35 y 34 a.C., conducidas mediante una acción combinada de fuerzas terrestres y navales, no produjeron éxitos espectaculares. Pero, con todo, se logró volver a dominar la costa dálmata, desde Aquileia, en el Friuli italiano, a Salona (Solin, Eslovenia), y se estableció en la Panonia sureste, con la ocupación de Siscia (Sisak, Croacia central), en la cuenca del Save, una sólida base para posteriores empresas en el Danubio y un camino terrestre de comunicación seguro entre Italia y Macedonia.

Mientras, en Roma, donde en el año 33 a.C. había revestido su segundo consulado, Octaviano desarrollaba, con el concurso y las fortunas de sus colaboradores, un amplio programa de construcciones que, con otros elementos de propaganda, estaba destinado a ganar a la opinión pública y concentrarla en torno a su persona. Pero, sobre todo, y frente a las antiguas familias senatoriales, donde no contaba, a pesar de todo, con excesivas simpatías, trató de crearse en el Senado su propia clientela política, promocionando para las magistraturas a personajes desconocidos a quienes la aristocracia solía calificar despectivamente de
homines novi
, o
parvenus
—, procedentes de muchas localidades de Italia. Esta «revolución romana», como ha sido calificada por el historiador inglés Syme, debía transformar profundamente las clases directivas de la administración sin modificar sustancialmente la estructura social. Se perdían las viejas tradiciones republicanas en favor de nuevas formas políticas de lealtad personal, presupuesto de vital importancia en la construcción del régimen sobre el que pensaba asentar un poder omnímodo. Marco Antonio entorpecía estos planes, y tarde o temprano se tenía que producir un choque abierto. Octaviano, pues, trabajaba en Italia para que este choque se produjera en las condiciones más favorables a su causa.

La política romana en Oriente, remodelada por Pompeyo en el año 63 a.C., tras la guerra contra Mitrídates, se basaba en una inestable combinación de sistema provincial y estados clientes. A la vieja provincia de Asia, Pompeyo había añadido las de Cilicia, el Ponto y Siria, que, protegidas por estados «tapón» —Galacia, Capadocia, Judea o el reino nabateo—, permitían economizar las fuerzas militares romanas y reservarlas para mantener el orden en el interior de las provincias, pero, sobre todo, para proteger la única frontera exterior, la oriental de Siria, de un peligroso enemigo: el reino de los partos. Aún se añadía otro estado cliente, el más rico y extenso de todos, el Egipto ptolemaico, gobernado a la sazón por Cleopatra VII.

El perfil personal de la reina de Egipto, zarandeado como ningún otro por la historia, es probable que nunca pueda reconstruirse: la siste mática campaña de propaganda desplegada por el partido del joven César contra la mortal enemiga «egipcia» y los cientos de interpretaciones amontonadas sobre su figura y destino constituyen un obstáculo insalvable. Nos queda así, apenas, la figura desvaída de una reina helenística, la última merecedora de este nombre, que, con los recursos de dotes personales poco comunes, intentó hacer jugar a su reino un papel que ni la trayectoria histórica de Oriente ni las fuerzas políticas, entre las que sólo se incluía como un peón, posibilitaban realizar con éxito. Pero al menos dio a la liquidación del edificio político levantado por Alejandro Magno la significación, más aparente que real, de grandiosa confrontación entre las fuerzas antagonistas de Oriente y Occidente.

Tras Filipos, Antonio había recibido el encargo de regular las cuestiones de Oriente y recaudar fondos para financiar el asentamiento de los veteranos. Desde Éfeso, el triunviro recorrió Asia Menor en cumplimiento de su tarea, esquilmando por enésima vez las ciudades de la provincia, al tiempo que tomaba las primeras provisiones en relación con los estados clientes de Roma. Egipto era el principal, y su reina fue convocada a Tarsos, en Cilicia, para entrevistarse con el triunviro, a finales del verano de 41 a.C. El encuentro de Cleopatra y Antonio señaló el comienzo de una relación que uniría, con los destinos personales de ambos, los del Mediterráneo oriental. La proporción de sentimiento y cálculo en sus dos protagonistas ha de quedar en la sombra. Si el primero sólo puede ser tema de novela erótica, el segundo tenía para ambos fundamentos reales: para Antonio significaba dinero y provisiones; la reina de Egipto, por su parte, contaba con la generosidad del triunviro, señor todopoderoso de Oriente, para devolver a su reino la extensión e influencia de tiempos pasados. No es, pues, extraño que invitara al magistrado romano a visitarla en Alejandría, ni que Antonio acudiese, para permanecer con la reina a lo largo de un invierno que desde la Antigüedad ha excitado la fantasía de historiadores y novelistas, complacidos en la descripción de extravagancias y excesos, entre los que la reina ganaría para siempre la voluntad del triunviro. Sólo son ciertos tanto las relaciones íntimas de ambos, cuyo fruto serían los gemelos Alejandro Helios y Cleopatra Selene, como el abandono por Antonio de la corte egipcia, solicitado por el grave y urgente problema que estaban creando los partos en la frontera oriental del imperio.

A mediados del siglo III a.C. jinetes nómadas de origen escita, los parnos o partos, penetraron desde las estepas de Asia Central en la meseta del Irán, dirigidos por Arsaces, un príncipe iranio que tomó el título real e hizo de la región el núcleo de un estado feudal, vinculado a las tradiciones de los persas aqueménidas, los viejos enemigos de los griegos. Bajo la dinastía arsácida, el reino parto se extendió, a expensas del reino sirio de los seléucidas, hasta Mesopotamia, convirtiéndose en el factor de poder más importante al este del Éufrates. Enfrentados a los romanos desde comienzos del siglo I a.C., la rivalidad entre las dos potencias marcaría desde entonces la evolución política del Próximo Oriente. Las relaciones romano-partas conocieron un giro decisivo con la conquista romana de Siria en el año 63 a.C., y con su constitución en provincia. Los dos estados se convirtieron en limítrofes y Roma heredó las peligrosas condiciones de vecindad que había tenido el antiguo reino sirio. La muerte de Craso en Carrhae, en el año 53 a.C., en lucha contra los partos, tuvo un enorme impacto, que puso a los romanos frente a la necesidad de comprender la estructura política, social y militar del estado iranio. Tras el desastre de Craso, César proyectó una gigantesca campaña de revancha, que su asesinato frustró, y ahora, a comienzos del 40 a.C., contingentes iranios al mando del hijo del rey Orodes, Pacoro, y de un oficial romano renegado, Quinto Labieno, atravesaron la frontera romana y, extendiéndose por Siria y el sur de Asia Menor, lograron la sumisión de los reyes y dinastas clientes de Roma: la misma Jerusalén abrió sus puertas a los invasores.

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