El término
princeps
designaba en época republicana al personaje que, por acumulación de virtudes e influencia, ocupaba un lugar preeminente en el ordenamiento político y social. Octaviano lo utilizó para definir su posición sobre el Estado, a través de un conjunto de determinaciones le gales, paulatinamente construidas a lo largo de su dilatado gobierno. Las bases legales de Octaviano, en el año 31 a.C., eran insuficientes para el ejercicio de un poder a largo plazo, y podían considerarse más morales que jurídicas: el juramento de Italia y de las provincias occidentales, los poderes tribunicios y la investidura regular, desde este año, del consulado. La ingente cantidad de honores concedidos al vencedor tras la batalla de Accio no eran suficientes para fundamentar este poder con bases firmes. El año 27 a.C., en un teatral acto, cuidadosamente preparado, el
imperator
Caesar
devolvió al senado y al pueblo los poderes extraordinarios que había disfrutado, y declaró solemnemente la restitución de la
res publica
. El Senado, en correspondencia, le suplicó que aceptara la protección y defensa del Estado (
cura tutelaque rei publicae
) y le otorgó nuevos honores, entre ellos el título de
Augustus
, un oscuro término de carácter estrictamente religioso, utilizado hasta ahora como atributo de Júpiter, que elevaba a su portador por encima de las medidas humanas. La protección del Estado autorizaba al
imperator
Caesar
Augustus
a conservar sus poderes militares extraordinarios, el
imperium
, sobre las provincias no pacificadas o amenazadas por un peligro exterior, es decir, aquellas que contaban con la presencia estable de un ejército. El acto del año 27 no significaba, ni podía significar ya, una restauración de la
res publica
como gobierno de la
nobilitas
, de la aristocracia senatorial. Se trataba de un compromiso político, evidentemente pactado, no sólo entre Augusto y el Senado, sino entre las distintas fuerzas que basculaban entre tradiciones republicanas y tendencias monárquicas. En él, con la restitución de la
res publica
, se reconocía legalmente la posición de Augusto sobre el Estado, su
auctoritas
(«prestigio»), un concepto jurídico y sacral arcaico, de difícil traducción, que reconocía a su titular la legitimidad moral para imponer su propia voluntad. La
auctoritas
se convertiría en la pieza maestra del edificio político del principado, como eje del equilibrio estable entre el poder monárquico de Augusto y la constitución formalmente republicana. Así lo expresó el propio Augusto en sus
Res Gestae
:
Durante mis consulados sexto y séptimo [28 y 27 a.C.], tras haber extinto, con los poderes absolutos que el general consenso me confiara, la guerra civil, decidí que el gobierno de la República pasara de mi arbitrio al del Senado y el pueblo romano… Desde aquel momento fui superior a todos en autoridad [
auctoritas
], aunque no tuve más poderes [potestas] que el resto de mis colegas en las magistraturas.
Pero la ordenación del año 27 fue provisional. Quedaba todavía un difícil camino hasta la autocracia constitucional. Y lo mostraron los años siguientes, en los que Augusto creyó incluso necesario apoyar sus títulos y privilegios con una guerra de propaganda, para fortificar más su posición política con un éxito militar. Si Alejandro Magno había llegado a los confines del mundo en Oriente, él llevaría las armas de Roma hasta el lejano Occidente, hasta el
finis terrae
, que lindaba con el oscuro y misterioso Atlántico. Se preparó así, con la inversión de considerables fuerzas —al menos, siete legiones —, una campaña contra cántabros y astures, un conglomerado de fieras tribus que, en el norte de la península Ibérica, aún no habían sido sometidas al dominio romano. Pero la guerra, ante un enemigo que combatía en guerrillas y en un terreno donde las legiones no podían desplegarse, fue mucho más larga y dura de lo previsto inicialmente. Augusto estuvo a punto de morir a consecuencia de un rayo, que mató a uno de los esclavos que portaba su litera; cayó, además, enfermo y se vio obligado a abandonar Cantabria y regresar a Tarragona, dejando a su legado Cayo Antistio al frente de las tropas. Una vez más, Augusto cargaba sobre las espaldas de otros sus supuestas cualidades de estratega, mientras desde Tarragona asistía a su desenlace. Aunque la guerra no había hecho más que comenzar, el
princeps
abandonó Hispana el 25 a.C. para dirigirse a Roma, donde proclamó solemnemente la pacificación del imperio con el ostensible gesto de cerrar en Roma las puertas del templo de Jano
[15]
, símbolo programático que cumpliría dos veces más a lo largo de su reinado.
El templo de Jano Quirino, que nuestros ancestros deseaban permaneciese clausurado cuando en todos los dominios del pueblo romano se hubiera esta blecido la paz, tanto en tierra como en el mar, no había sido cerrado sino en dos ocasiones desde la fundación de la Ciudad hasta mi nacimiento: durante mi principado, el Senado determinó, en tres ocasiones, que debía cerrarse.
Pero la posición de Augusto, aun con esta propaganda, no estaba todavía lo suficientemente afirmada para liquidar del todo las veleidades republicanas de la oposición senatorial, o cuanto menos, la inquietud y la resistencia a la nueva situación por parte de la
nobilitas
.
Episodios aislados muestran en los años siguientes al ordenamiento del año 27 a.C. tanto la inseguridad de Augusto en su posición como la fría determinación de eliminar cualquier sombra sobre su poder. Licinio Craso, el nieto del triunviro y colega de Augusto en el consulado el año 30 a.C., había logrado obtener los honores del triunfo por una campaña victoriosa contra las tribus del Danubio; todavía más: la hazaña de haber matado con sus propias manos a un jefe enemigo le otorgaba el inmenso honor de deponer las armas del muerto (
spolia optima
) ante la estatua de Júpiter en el Capitolio. Augusto, celoso de tener un rival en cuanto a gloria militar, logró evitar la ceremonia. Craso sólo pudo celebrar el triunfo el 4 de julio del año 27, pero fue eliminado para siempre de la escena política. Peor destino le tocaría a Cornelio Galo, a quien Augusto había encargado el gobierno de Egipto. Después de lograr en su provincia notables éxitos militares y diplomáticos, cometió la torpeza de magnificar su figura estampando su nombre en los templos egipcios, al estilo faraónico. El
princeps
ordenó su regreso a Roma y lo destituyó de su cargo. Pero, además, consiguió que el Senado le incoase un proceso por un delito de alta traición (
de maiestate
) y fuese condenado al exilio. Galo se suicidó.
Que Augusto aún pisaba terreno resbaladizo en las que pretendía ilimitadas prerrogativas sobre el Estado lo muestra la actitud de un distinguido aristócrata, Mesala Corvino, al que Augusto quiso honrar nombrándole, durante su estancia en Hispania, prefecto urbano. Se trataba de un cargo, olvidado desde hacía siglos, para la administración de justicia y el mantenimiento del orden durante la ausencia de los cónsules. Mesala lo rechazó por juzgarlo inconstitucional. Más grave fue la conspiración contra la vida de Augusto, dirigida por Varrón Murena, su colega en el consulado, y Fannio Cepión, en la que se vio implicado, bien que de forma indirecta, un personaje tan allegado al
princeps
como Mecenas. La conjura y el juicio que siguió —donde el hijastro Tiberio ejerció de acusador—, mostraron a Augusto la insatisfacción con el nuevo régimen y le empujaron a replantear su posición en el Estado con nuevas provisiones legales, dirigidas a conseguir mayores garantías para su ilimitado poder.
El año 23 a.C. iba a ser así crítico en la historia del principado. El pretexto lo ofreció una grave enfermedad del
princeps
en su ya larga cadena de dolencias. Sintiéndose morir, entregó a su colega de consulado, Pisón, el estado de cuentas sobre la situación militar y financiera del Estado (
rationarium imperii
), y a su amigo Agripa el anillo de oro con su sello. Hacia el verano, no obstante, Augusto ya se había recuperado, quizás gracias a las artes de su médico particular, el griego Antonio Musa. Y fue entonces cuando renunció al consulado, que había investido ininterrumpidamente desde el año 31 a.C. Parecía así, con la deposición de la más alta magistratura y la libre designación de dos nuevos titulares, que la república había sido realmente restaurada: obtener el consulado constituía en la Roma republicana el objetivo primordial de todo senador.
Sólo le quedaba ahora a Augusto su poder de procónsul sobre las provincias que le habían sido asignadas en 27 a.C. Pero este
imperium
era equivalente al del resto de gobernadores del mismo rango y, además, no podía ejercerse en el interior de Roma. En una nueva orquestación, similar a la del año 27 a.C., el Senado, como compensación a su renuncia, confirió a Augusto un
imperium
maius
, es decir, superior al resto de los procónsules, que le autorizaba a impartirles órdenes e intervenir en sus propias provincias, así como el derecho de conservar este
imperium
dentro de los muros de Roma. Obtuvo asimismo la prerrogativa, perdida al renunciar al consulado, de convocar al Senado y tener preferencia en la presentación de cualquier cuestión. Pero, además, se le concedieron a Augusto, a título vitalicio, los poderes y competencias de los tribunos de la plebe (
tribunicia potestas
), que añadió a las prerrogativas de esta magistratura, ya otorgadas en 36 a.C., como la
sacrosanctitas
o inviolabilidad de su persona.
Aun sin los poderes de cónsul, el
imperium
maius
proconsular le proporcionaba el control sobre las provincias y sobre el ejército, mientras la potestad tribunicia le ofrecía un instrumento eficaz para dirigir la vida política en Roma, con la posibilidad de convocar asambleas, proponer leyes y ejercer el derecho de veto.
imperium
proconsular y
tribunicia potestas
, aunque vitalicia, renovada anualmente, fueron los dos pilares del principado desde el año 23 a.C., que venían a dar legalidad al poder real del
princeps
, basado en el ejército y el pueblo. Los nuevos instrumentos de gobierno no eran magistraturas, sino poderes desgajados de las magistraturas correspondientes, sin las limitaciones esenciales del orden republicano: la colegialidad y la anualidad. Así, con el respeto de la legalidad republicana en el plano formal, se producía una sustancial centralización de poderes, mediante una utilización sui géneris de las instituciones ciudadanas.
Al año siguiente, 22 a.C., una catástrofe natural vendría a ofrecer a Augusto una nueva competencia. El Tíber se desbordó y a las inundaciones siguió una epidemia, extendida por toda Italia, que impidió cultivar los campos, con la consiguiente escasez de trigo. El pueblo, desesperado, vio en la renuncia de Augusto al consulado la clave de las desgracias y, amotinándose, exigió del Senado el nombramiento del
princeps
como dictador y como responsable de los abastecimientos de trigo. Augusto declinó la dictadura, pero aceptó, en cambio, el encargo de controlar el aprovisionamiento de grano (
cura
annona
e
), con tal eficacia que en unos días consiguió calmar los ánimos
populares
, aunque no el clamor que pedía para su salvador nuevas competencias y honores, como la renovación anual del consulado de forma perpetua y la censura vitalicia, una de las magistraturas más prestigiosas de la Roma republicana. Augusto declinó estos honores, que se avenían mal con su programada restauración de la república, aunque había asumido la mayor parte de sus funciones. Así relata el propio Augusto estos acontecimientos:
Durante el consulado de Marco Marcelo y Lucio Arruncio [22 a.C.] no acepté la magistratura de dictador, que el Senado y el pueblo me conferían para ejercerla tanto en mi ausencia cuanto durante mi presencia en Roma. Pero no quise declinar la responsabilidad de los aprovisionamientos alimentarios, en medio de una gran carestía; y de tal modo asumí su gestión que, pocos días más tarde, toda la ciudad se hallaba desembarazada de cualquier temor y peligro, a mi sola costa y bajo mi responsabilidad. Tampoco acepté el consulado que entonces se me ofreció, para ese año y con carácter vitalicio.
En el otoño de ese año, Augusto inició, con su esposa Livia, un largo viaje por Oriente. Desde Sicilia, donde pasó el invierno, se trasladó, en la primavera siguiente, a Grecia. Pasó el invierno en Samos y, desde allí, continuó viaje a Siria, donde permaneció el año 20 a.C. Fue un viaje de estado en el que fundó colonias para los veteranos, distribuyó recompensas y castigos a distintas comunidades, reorganizó los impuestos de varias ciudades, redistribuyó territorios entre los estados clientes de Roma —Herodes de Judea consiguió así la ampliación de su reino— y, sobre todo, obtuvo un resonante triunfo diplomático, más aparente que real, al conseguir la devolución de los estandartes y prisioneros romanos en poder de los partos, como pomposamente proclamó en sus
Res Gestae
:
Obligué a los partos a restituir los botines y las enseñas de tres ejércitos romanos y a suplicar la amistad del pueblo romano. Deposité tales enseñas en el templo de Marte Vengador.