No debe, pues, extrañar que en la corporación en la que Claudio ahora se integraba, buena parte de sus miembros lo miraran con desprecio, considerándolo un advenedizo, cuyos únicos méritos para llegar a la cámara habían sido su parentesco con el emperador. Hasta su propia situación económica, no excesivamente desahogada, contribuía a este desprecio, en una sociedad como la romana, donde dignidad y riqueza en gran medida se encontraban íntimamente unidas. Si bien Claudio poseía cierto número de propiedades, los modestos legados de sus parientes muertos y la herencia de su madre Antonia, hubo de someterse a las extorsiones de Cayo, que, en su necesidad de recabar medios económicos para los cuantiosos gastos de su política dilapidadora, no dudó en echar mano de los recursos más peregrinos. Sabemos que Claudio fue obligado a comprar por ocho o diez millones de sestercios un puesto como miembro del colegio sacerdotal recién creado por Cayo para atender a su propio culto personal. El gigantesco dispendio le puso en tales apuros eco nómicos que se vio obligado a hipotecar o vender sus propiedades, lo que, no obstante, no fue suficiente para librarle del bochornoso expediente de verse embargado por el fisco para cubrir sus deudas.
Q
ue Claudio tenía suficientes motivos para odiar a su sobrino y desear su perdición no resulta, por tanto, sorprendente, aunque ello no implique que se convirtiera en una de las cabezas conspiradoras que acabaron con su vida el 24 de enero del año 41, en uno de los pasillos del teatro donde se celebraban los juegos Palatinos. De acuerdo con la tradición, el asesinato de Cayo suscitó en Roma un sentimiento de perplejidad, en cierto modo similar al que había acompañado la muerte de César. Si los conjurados estaban de acuerdo en el fin inmediato —eliminar al tirano—, cumplido su propósito no supieron reaccionar con decisión. Más aún, ni siquiera contaban con una idea precisa sobre el futuro del Estado. La consigna de libertad significaba menos un propósito de real contenido político que un ideal romántico y, en cierto modo, utópico, diluido con la sangre del emperador. El principado era ya un sistema irreemplazable y, tras fútiles discusiones de restauración republicana, el Senado, en cuyas manos recaía al menos constitucionalmente el interregno, trató de buscar un nuevo
princeps
en la persona de uno de sus miembros, entre discusiones y vacilaciones a las que puso fin la guardia pretoriana cuando aclamó en su campamento como
imperator
al último miembro masculino de la familia de Germánico, su hermano Claudio. Siempre según la tradición, Claudio habría sido llevado a los
castra praetoria
, el campamento de la guardia pretoriana, por unos soldados, que, en la confusión tras la muerte de Calígula, lo descubrieron tembloroso, escondido tras una cortina, en el palacio imperial. Por intermedio del rey judío Agripa, que se encontraba en Roma, Claudio hizo saber a una delegación senatorial su decisión de aceptar la designación de la guardia, a la que el Senado se plegó finalmente después de que las cohortes urbanas, que al principio habían cerrado filas en torno a los miembros de la cámara, se alinearan con los pretorianos cuando se supo que el nuevo
princeps
había ofrecido un generoso donativo.
Así relata Suetonio la vertiginosa sucesión de los acontecimientos que, en menos de veinticuatro horas, iban a convertir al infortunado Claudio en el primer hombre de Roma:
Cuando los asesinos de Calígula apartaron a todos, con el pretexto de que el emperador quería estar solo, Claudio, alejado como los demás, se retiró a una pequeña habitación, llamada el Hermeo; sobrecogido de miedo, al primer rumor del asesinato, se arrastró desde allí hasta una galería inmediata, donde permaneció oculto detrás de la cortina que cubría la puerta. Un soldado, que por casualidad llegó hasta allí, le vio los pies; quiso saber quién era y reconociéndole le sacó de aquel sitio. Claudio se arrojó a sus pies suplicándole que no le matara; el soldado le saludó como emperador, le llevó a sus compañeros, todavía indecisos y estremecidos de cólera, los cuales le colocaron en una litera y, como habían huido los esclavos, le llevaron en hombros al campamento. Claudio estaba afligido y tembloroso y los transeúntes le compadecían como a una víctima inocente que llevaban al suplicio. Fue recibido en la parte fortificada del campamento y pasó la noche rodeado de centinelas, más tranquilo en cuanto al presente que para el futuro. Los cónsules y el Senado ocupaban, en efecto, el foro y el Capitolio con las cohortes urbanas, queriendo absolutamente restablecer las libertades públicas. El mismo Claudio, citado por los tribunos de la plebe para que fuese al Senado a dar su opinión en aquellas circunstancias, contestó que «estaba retenido por la fuerza». Pero a la mañana siguiente, el Senado, presa de divisiones y cansado de su papel, ya menos firme en la ejecución de sus designios, viendo que el pueblo que le rodeaba pedía a gritos un jefe único, decidió nombrar a Claudio, recibiendo éste, delante del pueblo reunido, los juramentos del ejército; prometió a cada soldado quince mil sestercios, siendo el primero de los césares que compró a precio de oro la fidelidad de las legiones.
El relato de Suetonio, lo mismo que las otras fuentes que se ocupan del magnicidio —Flavio Josefo y Dión Casio—, contiene las suficientes incongruencias como para sospechar una interesada puesta en escena, desfavorable a la figura del nuevo emperador. En especial, resulta sorprendente el papel pasivo de Claudio, arrastrado a su pesar hasta el solio imperial. Pero más sorprendente resulta la energía desplegada apenas unas horas después del asesinato de Cayo por quien, supuestamente tembloro so y pusilánime, escondido en un rincón, trataba de salvar la vida. La evidencia circunstancial sugiere la complicidad de Claudio en toda la trama, aunque su grado de responsabilidad resulte imposible de determinar. El espectro abarca desde el liderazgo de un grupo, en el marco de una coalición, a la aceptación de un plan ideado por uno u otro grupo de conjurados. Como mínimo, podemos identificar, por una parte, a unos cuantos oficiales de la guardia pretoriana, entre ellos, Casio Querea, Cornelio Sabino y julio Lupo, con uno de sus comandantes, el prefecto Marco Arrecino Clemente, futuro suegro del emperador Tito; por otro, a un conjunto, más o menos amplio, de senadores, liderados por Lucio Anio Viniciano; un tercero incluiría a personal de la corte, entre los que destaca el nombre del liberto Calixto. Es muy probable que Claudio fuese llevado al poder por uno de estos grupos, que se hizo con el control de los acontecimientos poniendo a su lado a la guardia pretoriana. Pero el papel activo que pudo jugar en esta determinación fue deliberadamente mantenido en la oscuridad, mientras sus agentes cargaban con la responsabilidad de la acción, aunque sólo actuaran como intérpretes de sus deseos.
Muerto Calígula, el Senado se reunió en Roma, pero no en el edificio de la Curia, donde acostumbraba, sino en el Capitolio, lugar más fácilmente defendible, bajo la presidencia de los cónsules y protegido por las cohortes urbanas. Uno de ellos, Saturnino, hizo una apasionada defensa de la república, simple cortina de humo que se disipó tan pronto como se hicieron patentes los distintos intereses de los miembros de la cámara, sólo unánimes en la pervivencia del principado, aunque encontrados en cuanto al nombre de quien debía dirigirlo. No faltaron los candidatos: uno de ellos era el propio Viniciano, cuñado del emperador asesinado; otro,Valerio Asiático; pero también se sugirió el nombre de un prestigioso general, el futuro emperador Sulpicio Galba, a la sazón al frente de las legiones del Alto Rin; y, por supuesto, estaba el grupo que defendía los intereses de Claudio. El nerviosismo se apoderó de la cámara cuando se supo que Claudio se hallaba a salvo en los cuarteles de la guardia pretoriana, decidida a proclamarlo emperador.
Dos tribunos de la plebe,Veranio y Broco, elegidos por sus prerrogativas de inviolabilidad, fueron enviados a los cuarteles para exigir a Claudio que se plegara a las decisiones del Senado, invitándole a acudir a la cámara a expresar sus opiniones. La hipócrita respuesta de Claudio de que se hallaba retenido a la fuerza, quedó bien pronto desenmascarada cuando, a continuación, de acuerdo con Flavio Josefo, los pretorianos le aclamaron como
imperator
, recibiendo a cambio por parte de Claudio la promesa de un donativo de quince mil sestercios por cabeza. Promesas de importantes sumas también para los soldados de las cohortes urbanas buscaron deliberadamente debilitar la lealtad que hasta el momento el cuerpo había ofrecido al Senado.
Para responder a la cámara y expresarles su posición, Claudio eligió a su amigo Herodes Agripa, cuyo protagonismo en las conversaciones, sin duda, ha sido exagerado por Flavio Josefo para realzar la figura de un judío como él. El meollo de sus argumentos, en cualquier caso, desarrollaba la idea de que él no había buscado el poder, pero una vez que le había sido ofrecido no estaba dispuesto a deponerlo. Había sido testigo de la tiranía de Calígula y prometía ser justo y olvidar cualquier veleidad de venganza.
Al amanecer del día 25, tras la larga noche de discusiones y conversaciones, apenas quedaba en el Capitolio una sexta parte del cuerpo senatorial. Claudio había logrado convencer, mientras tanto, a la inmensa mayoría de que la resistencia era inútil y que en su camino hacia el poder no había marcha atrás. El realismo acabó imponiéndose y la cámara redactó los decretos que concedían a Claudio el título de Augusto y los poderes y títulos de que había gozado precedentemente Calígula, a excepción del de «Padre de la Patria», que, como su sobrino, sólo asumió más tarde. Pero consideró el deber de advertir a sus enemigos políticos de la necesidad de mantener la institución del principado para impedir los horrores de una guerra civil. Al menos, era el mensaje que expresaba la leyenda
ob cives servatos
, «el salvador de los ciudadanos», de una moneda emitida durante su reinado, que con la de
libertas
Augusta
de otra serie manifestaba su programa político: un emperador que garantizaba con su autoridad la paz interna y la libertad.
La falta de experiencia en la administración pública, tras su inesperada elevación al trono, no significaba que el nuevo
princeps
estuviera ayuno de conocimientos y reflexiones sobre el presente y el pasado de Roma, en cuya historia se insertaba ahora como protagonista, consciente de sus deberes de hombre de estado. Y Claudio se aplicó a las tareas de gobierno con los hábitos de curiosidad y precisión, pero también con la inevitable torpeza del estudioso que trata de transformar sus teorías en acción sin tener en cuenta el factor humano. No es de extrañar que su diligencia fuera juzgada como pedantería y sus escrúpulos legales como obstinación. Un desafortunado destino familiar, que repercutiría fatalmente en el entorno cortesano del emperador y en las relaciones con la aristocracia senatorial, sería el postrer elemento que explica suficientemente el distorsionado veredicto con el que la figura de Claudio ha sido transmitida a la posteridad.
Historia cortesana y medidas de gobierno son los dos ámbitos donde han de buscarse las claves de una interpretación histórica objetiva, facilitada por una abundante documentación, no dependiente de la manipulación literaria. Incluso esta tradición, empeñada en mostrar a Claudio como monstruo estúpido, se traiciona cuando dedica la mayor parte de su atención a medidas de carácter administrativo e institucional, en lugar de los temas habituales referidos a detalles de vida personal. Ello indica que la formación de esta tradición, aun sin dejar de ser dependiente de los lugares comunes en los que se apoya la interpretación de todos los emperadores de la dinastía julio-claudia, contiene elementos personales que sólo pueden buscarse en los malentendidos de una política contraria a la tradición aristocrática y en la incomprensión de una gestión de gobierno que, con toda su necesidad y aspectos positivos, contenía elementos susceptibles de crítica, agravados por su conexión con la vida privada del emperador.
Claudio, como emperador, tomó los nombres oficiales de Tiberio Claudio César Augusto Germánico. La elección no era caprichosa. Obedecía a un bien meditado plan para legitimar un poder obtenido de un modo, cuanto menos, cuestionable. Calígula, su antecesor, el primer emperador que moría violentamente víctima de una conjura, no había designado sucesor; la ascensión de Claudio no se debía a otra razón que la intrusión del ejército en la organización política creada por Augusto. Es cierto que el factor militar había estado siempre implícito en el sistema del principado, pero hasta el momento se había logrado disfrazar cuidadosamente. Con la acla mación de Claudio, finalmente se había revelado la esencia misma del sistema: un poder debido en última instancia a las espadas de los soldados y no basado en la ley y el consenso. No se había llegado a una imposición violenta, pero el hecho mismo de que el Senado hubiese intentado bloquearla designación de Claudio con tropas propias durante un breve intervalo venía a refrendar la realidad de esta estructura de poder. La sombra del ejército planeará desde ahora y para siempre sobre el solio imperial.
Pero no bastaba, al menos todavía, con la simple imposición: era preciso obtener una legitimación. La más obvia, convencer a la opinión pública del derecho de sucesión como el miembro con mejor derecho de la
domus Caesaris
, esto es, de la familia imperial. Claudio no pertenecía a la casa de los julios, pero su tío Tiberio y su sobrino Cayo habían sido adoptados en ella y la habían dirigido sucesivamente. Por ello, tras su aclamación por la guardia, Claudio adoptó de inmediato el nombre de
Caesar
, para mostrar que heredaba la casa y su dirección. El nombre no implicaba una ficticia adopción póstuma, ni la asunción de un poder constitucional. Venía a indicar, pura y simplemente, el hecho de que Claudio era ahora sucesor de Calígula como cabeza o
paterfamilias
de la
domus
. Pero también la apropiación por Claudio de un nombre familiar y el hecho de incluirlo entre sus títulos era el primer paso para convertirlo en distintivo de poder: César se transmutaría en «el César» y daría pie a las modernas derivaciones de káiser, zar o sah. Claudio incluyó también entre sus nombres oficiales el de Augusto, como una especie de garantía de que su régimen intentaba adaptarse al del primer
princeps
. Y, finalmente, mantuvo el de su hermano Germánico, que tan grato recuerdo suscitaba ante el pueblo. En cambio renunció, como en su momento Tiberio, al de
imperator
, sin duda para no enfatizar de entrada la naturaleza militar de su poder, lo que no fue obstáculo para que se dejase tributar a lo largo de su reinado veintisiete veces este título, como resultado de las victorias obtenidas por él mismo o en su nombre.