Césares (45 page)

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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

BOOK: Césares
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Mandó Cayo César, en el mismo día, azotar a Sexto Papinio, hijo de varón consular, a Betilieno Basso, cuestor suyo e hijo de su intendente, y a otros muchos, caballeros romanos o senadores, sometiéndoles después a la tortura, no para interrogarles, sino para divertirse. Enseguida, impaciente por todo lo que aplazaba sus placeres, que las exigencias de su crueldad pedían sin tregua, paseando entre las alamedas del jardín de su madre, que se extiende entre el pórtico y la ribera, hizo llevar algunas víctimas de aquéllas con matronas y otros senadores, para decapitarles a la luz de las antorchas.

Disgustado C. César por la minuciosidad que afectaba en traje y peinado el hijo de Pastor, ilustre caballero romano, le hizo reducir a prisión, y rogándole el padre que perdonase a su hijo, cual si la súplica fuese sentencia de muerte, ordenó en el acto que le llevaran al suplicio. Mas para que no fuese todo inhumano en sus relaciones con el padre, le invitó a cenar aquella misma noche. Pastor acudió sin mostrar el menor disgusto en el semblante. Después de encargar que le vigilasen, César le brindó con una copa grande, y el desgraciado la vació completamente, aunque haciéndolo como si bebiese la sangre de su hijo… El joven tirano, con su afable y benévolo aspecto, provocando al anciano con frecuentes brindis, le invitaba a desterrar sus penas, y éste, en recompensa, se mostraba regocijado e indiferente a lo que había pasado aquel día. El segundo hijo hubiese perecido, de no quedar el verdugo contento del convidado.

El temple de Pastor no era, desgraciadamente, demasiado corriente en la atmósfera de terror que dominaba en el Senado en el otoño del 40, que contribuía, más quizás que la persecución de Calígula, a la desintegración del estamento. En una sesión de la cámara, uno de los más siniestros esbirros del emperador, el griego Protógenes —de él se decía que llevaba dos libros de registro en los que anotaba los enemigos del emperador, rotulados respectivamente como «espada» y «daga», en referencia a la muerte que les preparaba—, mientras recibía el saludo de los presentes, fijó su mirada en uno de ellos, Escribonio Próculo, y le espetó: «¿También tú te atreves a saludarme, a pesar del odio que sientes hacia al emperador?». Al oírlo, los senadores presentes se abalanzaron sobre su colega, lo despedazaron y arrastraron sus despojos por las calles de Roma hasta la puerta del palacio imperial. Calígula pareció mostrar su satisfacción por este ruin proceder, manifestando estar dispuesto a la reconciliación. Y el Senado, con una vuelta más de tuerca, decretó varios festivales en su honor y el privilegio de que, en adelante, para prevenir cualquier ataque, se sentase en la Curia en un alto estrado, rodeado por su guardia personal, un cuerpo formado por germanos, en su mayoría bátavos, de probada lealtad y de no menor ferocidad.

No obstante, para la auténtica aristocracia, el honor había sido siempre el patrimonio más preciado y el propio fundamento vital de su existencia, que se exteriorizaba no tanto en una conducta intachable como en la exhibición de un glorioso pasado familiar. Cayo lo sabía bien y por ello no podía dejar de atentar contra este canon de virtud con toda la batería de un retorcido sadismo. Suprimió los asientos de honor reservados en los espectáculos públicos al estamento, hizo quitar del Campo de Mar te las estatuas de hombres famosos y prohibió la utilización de los distintivos que servían a ciertos miembros de la más rancia nobleza para pregonar sus ilustres ascendencias. Pero sobre todo disfrutaba con el envilecimiento de los aristócratas, utilizando cualquier ocasión para infligir crueles humillaciones personales, que los propios senadores fomentaban arrastrándose en la deshonra. Así, el caso del cónsul Pomponio Secundo, que sentado en un banquete a los pies del emperador, no cesaba de inclinarse para cubrírselos de besos, o el de un viejo consular, al que Cayo había tendido el pie izquierdo para que lo besase en señal de agradecimiento por haberle perdonado la vida.

Pero aún faltaba el clímax. Ya en su ausencia, los senadores habían cumplido ante su solio la costumbre persa, extendida luego por el Oriente helenístico, de la
proskynesis
, la prosternación de rodillas. Ahora Cayo la impuso delante de su persona como un medio más de humillación de la aristocracia, que consideraba el acto impropio del orgullo de un ciudadano romano. Pero todavía, en un paso más, propondría su autodivinización. No se trataba sólo del capricho de una mente desequilibrada sin sentido de la medida y, en cierto modo, eran los propios senadores quienes habían contribuido a desarrollar la idea. En Grecia, ya desde el siglo IV a.C., se había extendido la costumbre de venerar como héroes o semidioses a personalidades sobresalientes, que, en época helenística, había derivado a considerar a algunos reyes como seres divinos y, en consecuencia, a ofrecerles culto. Si no con los mismos rasgos, la costumbre había sido introducida en Roma desde la muerte de César y se había fortalecido con la divinización post mórtem de Augusto. Pero, incluso en vida, César había sido calificado de
Iuppiter Iulius
, y Augusto recibió el título de dios por parte de los poetas de su tiempo. Es más: aunque sólo en las provincias orientales, los emperadores y miembros de su familia eran venerados como dioses y, como tales, recibían en las ciudades culto propio. No obstante, tanto Augusto como Tiberio habían mantenido una actitud de rechazo ante este tipo de manifestaciones y sólo por conveniencia política habían aceptado una veneración, que no se dirigía tanto a sus personas como a su
genius
o
numen
, es decir, el espíritu guía o inspirador de sus actos. Un culto de estas características no podría ser considerado como práctica de devoción, sino más como acto de lealtad al príncipe y reconocimiento de su poder institucional.

El creciente servilismo que, desde Tiberio, marcaba la pauta del comportamiento del orden senatorial frente al emperador, había encontrado en la veneración divina de Cayo un medio más de adulación, que, aun falso y dictado por el miedo, terminó convirtiéndose en elemento cotidiano en la comunicación entre príncipe y Senado. Según Suetonio, fue Lucio Vitelio
[26]
, el padre del futuro emperador, «el primero que introdujo la costumbre de adorar a Calígula como dios; al regresar de Siria, no se atrevió a acercarse a él, sino que, cubriéndose la cabeza y después de girar varias veces sobre sí mismo, se arrodilló a sus pies», aunando con este gesto la costumbre ritual romana de cubrirse la cabeza en los actos de culto, con el oriental de la prosternación. Abierta la puerta, los senadores fueron encontrando nuevos medios, en despreciable competición, para incrementar esta veneración divina. No contentos con proclamarlo dios, le erigieron un templo y dotaron un colegio sacerdotal encargado del culto. Y Calígula no tuvo inconveniente en aceptar su nuevo papel. Así lo relata Suetonio:

Le dijeron que era superior a todos los príncipes y reyes de la tierra, y a partir de entonces empezó a atribuirse la majestad divina. Hizo traer de Grecia las estatuas de los dioses más famosos por la excelencia del trabajo y el respeto de los pueblos, entre ellas la de Júpiter Olímpico, y a la cual quitó la cabeza y la sustituyó con la suya. Hizo prolongar hasta el foro un ala de su palacio y transformar el templo de Cástor y Pólux en un vestíbulo, en el que se sentaba a menudo entre los dos hermanos, ofreciéndose a las adoraciones de la multitud. Algunos le saludaron con el título de Júpiter latino; tuvo también para su divinidad templo especial, sacerdotes y las víctimas más raras. En este templo se contemplaba su estatua de oro, de un gran parecido, y a la que todos los días vestían como él. Los ciudadanos más ricos se disputaban con tenacidad las funciones de este sacerdocio, objeto de toda su ambición… Por la noche, cuando la luna estaba en toda su plenitud y esplendor, la invitaba a venir y recibir sus abrazos y a compartir su lecho. Por el día celebraba conversaciones secretas con Júpiter Capitolino… y otras en alta voz y tono arrogante. En cierta ocasión se le oyó decirle en tono de amenaza: «¡Pruébame tu poder o teme el mío!».

Otras fuentes inciden en esta nueva faceta de la megalomanía del emperador, con numerosas anécdotas que sólo pueden interpretarse como ridículos disparates.Así, el citado pasaje de Suetonio de la increpación a Júpiter o la cómica escena en la que Cayo, al preguntar al mismo Vitelio que había representado antes la escena de la
proskynesis
, si podía verle en compañía de la luna, recibió la astuta respuesta: «Señor, sólo los dioses pueden verse entre sí». Otro aspecto, recogido por las fuentes, se refiere a la histriónica tendencia a aparecer en público disfrazado con vestimentas y atributos de divinidades, tanto masculinas como femeninas: Hércules, Baco, Apolo, Neptuno, Juno, Diana o Venus, o a la asunción del título
Caesar Óptimo Máximo
, a semejanza de Júpiter.

Lo que es cierto, y así lo manifiestan inscripciones y monedas, es la construcción de templos en su honor, como el gigantesco, levantado en Asia Menor, en Mileto, junto al famoso de Apolo, o los que describe el pasaje de Suetonio, en Roma. Por cierto, la colocación en el templo del Palatino de la estatua en oro y marfil de Zeus, la obra maestra de Fidias, con la cabeza del emperador, nunca llegó a realizarse. Los expertos, según informa Flavio Josefo, advirtieron al gobernador romano, encargado de llevar a cabo el proyecto, del riesgo de destrucción de la estatua si era trasladada en piezas hasta Roma, por lo que, en consecuencia, permaneció en su emplazamiento original, en Olimpia.

Las docenas de anécdotas recordadas por las fuentes, como manifestaciones de un comportamiento descabellado y extravagante, en su pre tensión de ser reconocido como dios, han contribuido en buena medida a la consideración popular de Calígula como un demente. Pero hemos visto cómo, frente a nuestras ideas, la línea de separación entre el mundo terrenal y el divino no estaba tan rígidamente trazada en el mundo antiguo y, en particular, en el romano. Por ello se han levantado en la investigación voces que rechazan la tradición acerca de la autodeificación de Calígula. Según esta interpretación, la responsabilidad fundamental recae en nuestras fuentes, sin excepción, hostiles al emperador. Pero no habría que descartar la consideración del culto oficial de Calígula en Roma más como una ruptura con la tradición y el protocolo romanos que como una manifestación de locura. Cayo, con esta veneración hacia su persona, habría querido acabar con la estructura tradicional del principado y establecer una nueva forma de monarquía, de acuerdo con el modelo helenístico de divinización del monarca, que había conocido de sus amigos de la juventud Herodes Agripa, Ptolomeo de Mauretania y los hijos de Cotis de Tracia.

Todavía otra interpretación explica el comportamiento demente de Calígula en relación con su supuesta divinidad, así como las decenas de anécdotas que lo refrendan, pura y simplemente como una farsa: se trataría de escenificaciones ocasionales, interpretadas por Cayo, de distintas divinidades, cuyo objeto era manifestar clara y públicamente todo el componente absurdo, servil e hipócrita del estamento senatorial respecto al emperador, escenificado para el pueblo, que, consciente de la astracanada, podía así mofarse a sus anchas de los pomposos aristócratas. Habría sido, por tanto, una venganza más contra la odiada aristocracia, cómplice de la destrucción de su familia.

En el vaivén de las interpretaciones, resulta imposible intentar reconstruir una imagen que responda a una incontestable realidad. Probablemente porque el intérprete se siente obligado a tomar partido por el personaje. Efectivamente, Cayo tenía sobrados motivos para odiar a la aristocracia, como antes, aunque por distintas razones, su antecesor Tiberio. Y que esa aristocracia hacía todo lo posible —siempre salvando las excepciones— para ser despreciada y humillada, no puede ponerse en duda. Tampoco sorprende que las fuentes responsables de nuestra imagen de Calígula le hayan sido hostiles, puesto que representan a una tradición senatorial. Pero también es cierto que la megalomanía de Calígula y sus excesos, por más que quizás exagerados por estas fuentes, responden a una realidad, que encuentra explicación en la educación, el ambiente familiar, las experiencias de la niñez y la juventud, el importante papel que el veinteañero príncipe se vio obligado a asumir y, si se quiere, en un componente físico o psíquico. No hay obstáculo para suponer que Calígula partió, como gobernante, de una concepción política que, en última instancia, no era muy distinta a la de sus predecesores: hacer comprender a los senadores que el gobierno del Estado estaba en sus manos, como última y decisoria instancia de poder. La diferencia estaba en que Augusto y Tiberio habían gestionado este poder absoluto con una buena dosis de cautela, dejando a los senadores espacio suficiente para satisfacer su orgullo. En cambio, Calígula no pudo encontrar una manera más disparatada de abordar el problema de sus relaciones con el Senado que imponer un brutal despotismo, con las previsibles y conocidas consecuencias de servilismo y odio. Y en esta autoafirmación de autoridad, alcanzada la cota del poder absoluto, apenas había un paso hacia la exaltación divina, que en la idiosincrasia romana no era tan descabellada, y que, lo mismo que antes con respecto al poder, fue subiendo de tono hasta alcanzar extremos delirantes. Ninguna barrera en Roma o el imperio parecía poder frenar la loca carrera de Calígula por convertirse en dios todopoderoso. Pero olvidó que el poder, por omnímodo que parezca, no puede atentar ilimitadamente contra los sentimientos personales o colectivos. Y fueron esos sentimientos los que, en definitiva, causaron su muerte.

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