Las fuentes están llenas de anécdotas de este comportamiento, certeramente dirigido al corazón de la posición social en la que la aristocracia social basaba su supremacía. De las muchas que recogen nuestras fuentes, quizás baste sólo una para resumir la degradación a la que trataba de empujar al colectivo senatorial. Se trata de la pretendida historia que achaca a Cayo haber nombrado cónsul a su caballo favorito,
Incitatus
. Si se contempla fuera de su contexto, podría parecer sólo el loco capricho de un desequilibrado. En el contexto de las nuevas relaciones con la aristocracia, la promesa de elevar a la más alta magistratura del Estado a un animal, que nunca se cumplió, pretendía, con una broma de dudoso gusto, mostrar la vaciedad de los honores aristocráticos y, sobre todo, desvelar una cruda realidad: que los puestos privilegiados en la posición social dependían en exclusiva del emperador. Pero se trataba de una confrontación en la que el propio Cayo también arriesgaba mucho. El desprecio por la aristocracia sólo podía generar sentimientos de odio, y el odio, nuevos intentos de conjura. Las espadas, pues, estaban en alto.
En los meses centrales del año 39 colocan nuestras fuentes dos episodios muy diferentes que requieren consideración. Uno, el cuarto matrimonio de Cayo. La elegida, Milonia Cesonia, era hija de una tal Vistilia, una mujer que se había casado seis veces y tan fecunda que Plinio el Viejo se sintió obligado a incluirla, por esta razón, en su obra
Historia Natural
. El matrimonio, contra lo previsible, prosperó. Todavía casado con Lolia, ya Cayo la había convertido en su amante y no pasó mucho tiempo para que, de acuerdo con la tradición familiar, quedara embarazada. Su apasionada relación con Cayo queda bien reflejada en el relato de Suetonio:
Con más constancia y pasión amó a Cesonia, que no era bella ni joven, pues había tenido ya tres hijos con otro, pero que era un monstruo de lujuria y lascivia. Frecuentemente la mostró a los soldados cabalgando a su lado, revestida con la clámide y armada con casco y escudo, y a sus amigos la enseñó desnuda. Cuando fue madre, quiso honrarla con el nombre de esposa, y el mismo día se declaró marido suyo y padre de la hija que había dado a luz…
El segundo episodio, que las fuentes antiguas se complacen en narrar como ejemplo de extravagancia, megalomanía y despilfarro, y que la investigación moderna intenta racionalizar con distintas explicaciones, tuvo como escenario la bahía de Nápoles. Cayo había despreciado el ofrecimiento del Senado, subsiguiente al famoso discurso de «desenmascaramiento», de votarle una
ovatio
, la ceremonia de exaltación personal también conocida como «pequeño triunfo». En su lugar, iba a escenificar un grandioso espectáculo sustentado en una ingeniosa y complicada obra de ingeniería, que debía resolver el reto de unir a través del mar las localidades de Baiae (Bala) y Puteoli (Puzzoli), enfrentadas en los puntos extremos de una ensenada al norte de la bahía de Nápoles. Para ello fue necesario construir un puente de barcas —cuyo número se ha estimado en no menos de ochocientas unidades—, en dos filas, para servir de fundamento a la verdadera calzada, extendida a lo largo de un trayecto de cinco kilómetros y provista, de trecho en trecho, con tenderetes de esparcimiento y refresco. Dión menciona que la obra provocó en Roma, entre otras cosas, una ca restía de grano y la consiguiente hambruna, al haber sido requisados los barcos mercantes que atendían al aprovisionamiento de la Ciudad.
Para inaugurar la gigantesca obra, Cayo, revestido con la coraza de Alejandro Magno, cubierto con una capa de púrpura, orlada de hilos de oro y recamada con piedras preciosas, y tocado con la corona de ramas de roble, encabezó a caballo un desfile, seguido de la guardia pretoriana y de un largo cortejo, en el que no faltaba ni siquiera un príncipe parto, retenido a la sazón como rehén en Roma. La diversión duró varios días, hasta que el emperador, cansado de ir y venir por el puente, a pie, a caballo y en carro, tras sacrificar a Neptuno, cerró el festejo con una fiesta nocturna, iluminada por las luces de fuegos y faros colocados sobre las colinas circundantes, y con repartos de dinero a las tropas. Es el propio Suetonio quien ofrece las explicaciones más plausibles:
Han considerado algunos que imaginó aquel puente con objeto de emular a Jeijes, tan admirado por haber tendido uno en el estrecho del Helesponto, mucho más corto que el de Baias; otros, que quiso impresionar con la fama de aquella gigantesca empresa a la Germanía y Britania, a las que amenazaba con la guerra; no ignoro todo esto; pero, siendo yo todavía niño, oí decir a mi abuelo que la razón de aquella obra, revelada por los criados íntimos de palacio, fue que el matemático Trasilo, viendo que Tiberio vacilaba en la elección de sucesor y que se inclinaba a su nieto natural, había afirmado que «César no sería emperador mientras no atravesara a caballo el golfo de Baias».
Más probablemente, habría que considerar el episodio, en el cuadro de la polémica con el Senado, como una exaltada manifestación de grandeza, que pretendía subrayar el ilimitado poder del emperador, pero también una demostración ceremonial de la majestad imperial, que prescindía por vez primera de la acostumbrada simbología triunfal, en la que se insertaba la
ovatio
, desdeñada poco antes por Cayo como raquítica y cicatera.
La resaca del espectáculo de Baiae contra la nobleza senatorial no se hizo esperar demasiado, con la reanudación de los procesos de alta traición y su secuela de condenas al exilio, ejecuciones y suicidios. Dión ofrece como explicación la necesidad de Calígula de recaudar fondos tras los costosos dispendios de Baiae. Muchos murieron en prisión; otros fueron arrojados por la roca Tarpeya o se vieron obligados a suicidarse. Suetonio, por su parte, se recrea en la crueldad y el sadismo desplegados por Cayo con los condenados, cuyos particulares podemos ahorrarnos. No obstante, sólo pueden identificarse por su nombre unas cuantas víctimas. Nuestras fuentes recuerdan a Cayo Calvisio Sabino, ex gobernador de Panonia, que hubo de suicidarse con su mujer; el pretor Junio Prisco, condenado, si hemos de creer a Dión, sólo por su supuesta riqueza (cuando tras morir se descubrió el verdadero estado de sus finanzas, Calígula habría comentado que, de haberlo sabido, aún podría estar vivo); Ticio Rufo, seguramente, acusado por sus propios colegas del Senado, o Carrinas Segundo, un maestro de retórica cuyo delito habría sido proponer el tema de la tiranía como ejercicio de oratoria. A otro conocido orador de la época, Cneo Domicio Afro, sólo le salvó su servilismo, y el filósofo Séneca conservó la vida porque llegó a los oídos del emperador el falso rumor de que padecía una enfermedad terminal.
La real o pretendida conspiración que había arrastrado a Calígula a la brutal determinación de prescindir de sus más íntimos colaboradores —Macrón y Silano—, lo mismo que la muerte de Drusila, no podían dejar de afectar a su débil estructura mental. No obstante, en fatídica espiral, lo peor aún estaba por llegar.
N
o es fácil reconstruir los acontecimientos de los últimos meses del año 39 d.C. Y todavía menos por las incongruencias, omisiones y disparatadas anécdotas con las que nuestras principales fuentes de documentación, Suetonio y Dión Casio, enmarañan los hechos, con dos temas principales entrecruzados: la expedición militar a Germanía del emperador, con la abortada conquista de Britania, y el descubrimiento de un nuevo complot contra su vida.
Desde la muerte de Augusto, las tropas que defendían las fronteras septentrionales, y en especial las estacionadas en las dos Germanias, habían ofrecido motivos de preocupación por la inseguridad de su comportamiento. Tiberio, gracias a su sobrino Germánico, había logrado, mal que bien, reducirlas a la disciplina, pero su excesiva prudencia había abortado el objetivo de endurecerlas y disciplinarlas con una campaña militar que resucitara los viejos planes de conquista de Germania, abandonados
sine die
tras el desastre de Varo en el bosque de Teotoburgo. En un punto estratégico tan importante, desde el regreso de Germánico, se habían ido sucediendo comandantes que ofrecían suficientes motivos de reflexión al poder imperial para intentar una enérgica intervención. En Germanía Inferior, Lucio Apronio había fracasado en sofocar una revuelta de las tribus frisias en la frontera de su jurisdicción, con la pérdida de un buen número de soldados; en Germanía Superior, su yerno, Cneo Cornelio Léntulo Getúlico, había logrado sobrevivir a la purga desencadenada tras el descubrimiento del complot de Sejano, mostrando más o menos abiertamente que una acción contra su persona podría afectar a la propia seguridad del trono imperial. Getúlico, de hecho, gozaba de gran popularidad entre sus tropas por haber permitido un relajamiento en la disciplina, que se había extendido a las legiones del Bajo Rin, cuyo mando tenía su suegro. Naturalmente, los efectos de este comportamiento no habían dejado de sentirse al otro lado de la frontera, que corría el peligro de desestabilizarse, debido a las intermitentes incursiones de tribus germánicas.
No debe extrañar, por tanto, que Cayo concibiera el plan, tan justificado en sus planteamientos como descabellado en su ejecución, de intervenir militarmente donde sus más admirados ancestros —César Augusto y Germánico— habían fracasado, y consolidar, con la conquista de Germanía y, quizás también, de Britania, su propia posición como emperador. Para este fin se había ido concentrando en la frontera germana a lo largo de los meses anteriores un formidable ejército de doscientos cincuenta mil hombres —casi las dos terceras partes de todas las tropas del imperio—, y almacenado ingentes cantidades de víveres y provisiones. Frente a esta preparación tan prolongada y cuidadosa, la precipitada partida de Cayo para ponerse al frente del ejército puede resultar sorprendente —y así lo anotan nuestras fuentes, como uno más de los rasgos absurdos y grotescos de un emperador desequilibrado— si no se tienen en cuenta las poderosas razones que le impulsaron a obrar con esta celeridad, y que no eran otras que el descubrimiento de un gigantesco complot para acabar con su vida.
Los protagonistas de esta conjura se encontraban en el más íntimo entorno familiar de Calígula: sus hermanas Agripina y Livila y su cuñado Lépido, el marido de la malograda Drusila. Las razones eran evidentes. El matrimonio de Cayo con Cesonia y la hija recientemente nacida de ambos alejaban de las hermanas del emperador la perspectiva de sucesión al trono, que, sobre todo,Agripina pretendía para su propio hijo, Nerón. No pensaba de forma diferente Lépido, en su día señalado como sucesor por Calígula, cuando en el curso de su enfermedad había hecho a Drusila heredera de sus bienes y del imperio. Su imprevista desaparición había debilitado esta designación y también le habían alejado de su posibilidad de medrar en el entorno imperial, incómoda situación que el inmoral personaje había tratado de contrarrestar convirtiéndose en amante de Agripina y, posiblemente también, de Livila.
Para llevar adelante sus planes, los conspiradores necesitaban sólidos apoyos, que no tuvieron dificultad en encontrar tanto en el ejército como en el Senado. Getúlico, que, sin duda, conocía las intenciones del emperador de personarse en el Rin para la dirección de la inminente campaña, y que temía sobre su propio destino, se sumó de inmediato, pero también lo hicieron determinados círculos senatoriales, para quienes Cayo representaba una amenaza o un estorbo y, entre ellos, los propios cónsules que en julio de 39 habían jurado su cargo.
Calígula reaccionó con rapidez.A comienzos de septiembre destituyó a ambos cónsules, en la expeditiva forma, insólita hasta el momento, de mandar romper sus
fasces
, los haces de varas, símbolo de su autoridad, y los sustituyó por dos hombres fieles. Así, asegurada Roma en una acción relámpago, se dirigió a Germania, incluyendo en su comitiva a Lépido, Agripina y Livila. Los escritores antiguos se recrean en los intrascendentes detalles de este viaje —el transitorio detenimiento del emperador en la aldea umbra de Mevania o la orden dada a los habitantes de los lugares por donde pasaba la comitiva para barrer la calzada y así evitar que el polvo levantado molestase al príncipe—, pero descuidan, en cambio, la reconstrucción de los hechos principales y las razones de los protagonistas.
Puede ser que en Mevania, fuertemente protegida por la guardia pretoriana, diera la orden de ejecución tanto de Lépido, que se encontraba a su lado, como de Getúlico, sorprendido antes de poder reaccio nar y ejecutado sumariamente en Maguncia. Agripina y Livila fueron condenadas como cómplices, aunque salvaron la vida: ambas fueron desterradas a la isla de Ponza, y Agripina, además, se vio obligada a llevar hasta Roma, en cruel castigo, las cenizas de su amante. El emperador mandó que se publicasen documentos de los condenados que dejaban patentes sus planes de conjura, distribuyó dinero entre las tropas y envió a Roma tres espadas para que, expuestas como exvotos en el templo de Marte Vengador, mostraran simbólicamente las armas destinadas a acabar con su vida. Antes de finales de octubre, la conjura había sido así expeditivamente abortada y Cayo pudo continuar con sus planes estratégicos.
Para ello había que intentar estabilizar primero las fuerzas militares. Apronio, el suegro de Getúlico, fue sustituido al frente de las tropas del Bajo Rin; se licenció a buen número de centuriones y fueron degradados algunos de los comandantes que habían llegado con retraso desde otras provincias a la cita con el emperador. Pero, ante todo, hubo que restablecer la disciplina militar. En sustitución de Getúlico, Cayo nombró como comandante en jefe de las fuerzas del Alto Rin a Servio Sulpicio Galba
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, un duro militar, que se apresuró a la tarea con expeditivos métodos, en contraste con su antecesor, como documenta Suetonio: