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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (38 page)

BOOK: Césares
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A la sombra de Tiberio

A
l parecer, había sido su abuela Antonia la que, con la franqueza que la caracterizaba, se las ingenió para que Tiberio recibiera en la isla de su refugio una carta donde se descubrían todos los manejos del valido. El viejo
princeps
, que ya había comenzado a rumiar, aunque con su lentitud proverbial, los excesos de Sejano, fue preparándole, también pausada pero inexorablemente, una trampa que destapó, por fin, en octubre del año 31. Sus consecuencias ya las conocemos: Sejano y su familia, con muchos de sus colaboradores y amigos, perdieron la vida. El nuevo hombre fuerte era ahora Sertorio Macrón, un rudo soldado procedente de Alba Fucens, en el país de los marsos, de modesto nivel social, que había logrado auparse hasta la prefectura de los
vigiles
, una mezcla de cuerpo de bomberos y policía municipal creado por Augusto. Tiberio lo nombró prefecto del pretorio y, con su ayuda, como brazo armado, se desembarazó del intrigante Sejano.

Cayo llegó a Capri para emprender una nueva vida en el entorno inmediato del emperador, quien, como primera providencia, preparó la ceremonia de despedida de la adolescencia para integrarlo, con la asunción de la
toga virilis
, en el mundo de los adultos. Bien es cierto que con bastante retraso, pues Cayo ya había cumplido los diecinueve años. Tiberio aprovechó la ocasión para enviar una más de sus sempiternas cartas al Senado, invitando a la corporación a no acumular sobre el nuevo ciudadano cargos y honores que pudieran ensoberbecerlo e impulsarle a obrar de modo desconsiderado. Sin duda, el desconfiado anciano tenía en mente el comportamiento de los hermanos mayores de Cayo, del que se habían derivado tan trágicas consecuencias.

Por lo demás, el propio deseo de tener a Cayo a su lado indicaba una actitud de Tiberio bien diferente a la que había mostrado con Agripina y sus hermanos. El componente de remordimiento, de estricta obediencia a sus deberes familiares, de oportunidad política o de temor a la opinión pública, al margen de auténticos afectos, que había movido a Tiberio a acoger a Cayo, no nos es conocido. Pero ¿y Calígula? Se veía obligado a vivir a partir de ahora en inmediata cercanía con el responsable de la ruina de su madre y hermanos. Nada garantizaba que él mismo no pudiera seguir el mismo camino. El propio entorno del emperador, responsable como era de haber participado en la persecución de la casa de Germánico, no debía de estar especialmente dispuesto hacia su persona. Y muy pronto comenzaron los ataques, que, una vez más, señalaban a la sexualidad del joven Cayo. Un senador, Cota Mesalino, fue acusado de insinuar que el joven era «de incierta virilidad»; otro, Sexto Vistilio, le tachaba de impúdico en un escrito. No puede extrañar que Cayo desarrollara, por simple espíritu de supervivencia y en estas circunstancias, sus dotes de disimulo, escondiendo bajo una máscara impenetrable sus verdaderos sentimientos. Así lo expresa Suetonio:

Objeto de mil asechanzas y de pérfidas instigaciones por parte de aquellos que querían arrancarle quejas, no dio pretexto alguno a la malignidad, pareciendo como si ignorase la desgraciada suerte de los suyos. Con increíble disimulo devoraba sus propias afrentas y mostraba a Tiberio y a cuantos le rodeaban tanta cortesía que con razón pudo decirse de él «que nunca existió mejor esclavo ni peor amo».

Esta actitud la corrobora Tácito:

Aquel hombre ocultaba un ánimo feroz bajo una engañosa modestia, sin que hubiera alterado el tono de su voz la condena de su madre ni el exterminio de sus hermanos; según tuviera el día Tiberio, él adoptaba un aire igual y con palabras no muy distintas a las suyas. De ahí el agudo y tan divulgado dicho del orador Pasieno de que «nunca fue mejor el esclavo ni peor el señor».

Las fuentes que vuelven contra Cayo estas habilidades, tildándolo de hipócrita, servil y ayuno de sentimientos, pasan por alto el peligro real que cualquier manifestación espontánea podía acarrear en una corte que utilizaba la vara de medir las palabras para precipitar en la ruina a cualquier ingenuo, y olvidan el carácter del propio soberano, experto él mismo en las artes del disimulo. Pero el control de los sentimientos y la simulación practicadas por Cayo eran todavía más necesarios si, como él, se encontraba en el punto de mira de una corte que le era hostil y en la inmediata cercanía de un viejo de reacciones imprevisibles.

Hay otro aspecto de la relación entre Tiberio y Cayo que exige atención. Y es su supuesta participación en las orgías del emperador en Capri, cuyos repugnantes detalles se complace Suetonio en describir y que han inspirado las tórridas escenas de un conocido film X, producido por la revista
Penthouse
, sobre la vida de Calígula. Ya se ha comentado, en relación con Tiberio, la escasa credibilidad de las monstruosidades que nuestras fuentes transmiten, sin negar la realidad de episodios eróticos, explicables en el contexto de la sexualidad de Tiberio y de la propia atmósfera sensual que nos transmiten la literatura y las artes plásticas de la época. En cuanto a Cayo, según Suetonio:

[…] por la noche acudía a las tabernas y casas de mala reputación, envuelto en un amplio manto y oculta la cabeza bajo una peluca.Tenía pasión especial por el baile teatral y por el canto. Tiberio no contrariaba tales gustos, pues creía que con ellos podía dulcificarse su condición feroz, habiendo comprendido tan bien el clarividente anciano su carácter, que decía con frecuencia: «Dejo vivir a Cayo para su desgracia y para la de todos»; o bien: «Crío una serpiente para el pueblo y otro Faetón
[23]
para el Universo».

Si las orgías descritas por Suetonio y Tácito hubieran sido ciertas, difícilmente se explica la necesidad de Cayo de buscar aventuras en sórdidos escenarios. Pero aún resulta menos creíble la supuesta perspicacia del emperador sobre la verdadera personalidad de Calígula, cuando los mismos autores hacen hincapié en la perfección de su disimulo ante el viejo
princeps
.

Se han descrito algunos de los rasgos del joven Cayo. Pero ¿cómo era su físico? Contamos con varias descripciones antiguas, todas ellas lindantes con la caricatura y coincidentes en sus rasgos negativos, sin duda condicionadas a posteriori por el pésimo recuerdo de su principado. Según Suetonio:

Era Calígula de elevada estatura, pálido y grueso; tenía las piernas y el cuello muy delgados, los ojos hundidos, deprimidas las sienes; la frente ancha y abultada, escasos cabellos, con la parte superior de la cabeza enteramente calva y el cuerpo muy velludo… Su rostro era naturalmente horrible y repugnante, pero él procuraba hacerlo aún más espantoso, estudiando delante del espejo los gestos con los que podría provocar más terror. No estaba sano de cuerpo ni de espíritu: atacado de epilepsia desde sus primeros años, no dejó por ello de mostrar ardor en el trabajo desde la adolescencia, aunque padeciendo síncopes repentinos que le privaban de fuerza para moverse y estar de pie, y de los que se recuperaba con dificultad… Le excitaba especialmente el insomnio, porque nunca conseguía dormir más de tres horas y ni siquiera éstas con tranquilidad, pues turbábanle extraños sueños en uno de los cuales creía que le hablaba el mar…

Pero Séneca, que conoció personalmente a Cayo y que hubo de sufrir el destierro durante su reinado, todavía aumenta los rasgos negativos:

Una tez pálida y repelente que dejaba ver la locura, ojos torvos y emboscados bajo una frente de vieja y un cráneo pequeño salpicado por algunos pelos mal puestos. Añadidle a esto una nuca enmarañada, la delgadez de sus piernas y el gran tamaño de sus pies.

Es evidente que las características descritas de este modo tan desfavorable intentan ajustar el aspecto físico al desorden psíquico de su carácter, desarrollado a lo largo de su gobierno, y sólo podemos espigar de ellas una elevada estatura de formas poco proporcionadas, cabeza prematuramente calva, frente abultada, nariz bulbosa, labio superior montado sobre el inferior, ojos hundidos de mirada fija y cuerpo velludo, castigado por ataques de epilepsia y por un insomnio crónico.

Tampoco nos faltan descripciones en las que se elogian características positivas de la personalidad de Cayo, de las que destaca su elocuencia. Así lo expresa el historiador judío Flavio Josefo:

Era un orador magnífico y sumamente ducho en la lengua griega y en la propia de los romanos, cosa que le permitía comprender al instante todo lo expresado en ambas lenguas y, dado que podía improvisar una serie de objeciones, no era fácil que ningún otro orador se le equiparara, no sólo por la facilidad natural de que estaba dotado, sino también por haber aplicado un tenaz entrenamiento a reforzar su innata capacidad. En efecto, al ser hijo del hermano de Tiberio, a quien sucedió el propio Cayo, había pesado sobre él la imperiosa necesidad de adquirir una vasta formación cultural… y había compartido con Tiberio la afición por las bellas artes, cediendo así a los requerimientos de aquel hombre, que, además de ser su pariente, era el emperador.

Mal se compaginan estas notas con las supuestas perversiones inculcadas por el viejo Tiberio en Cayo. Ya se ha comentado el carácter del círculo de amigos que acompañaban al
princeps
en Capri: filósofos, poetas, gramáticos y astrólogos, con los que mantenía doctas conversaciones en torno a la mesa, en las que parece haber participado también el joven Cayo, que incluso se permitía, con el arrogante desprecio de la juventud por los valores tradicionales, opinar que Livio era un historiador farragoso y Virgilio un poeta sin inspiración.

Si en el cultivo de las artes Cayo podía esgrimir ciertos méritos, no ocurría lo mismo en el ámbito de la administración. El servicio público, como ideal de vida de todo aristócrata romano y como escuela donde aprender el difícil ejercicio de gobernar, le había sido sustraído al joven Cayo hasta una edad en la que otros miembros de su familia ya habían acumulado un buen número de experiencias. Sólo en 33 d.C., con veinte años de edad, Cayo ingresaba en el Senado, al ser investido de la cuestura, el primer escalón en la carrera de las magistraturas, con el privilegio de poder optar a las siguientes magistraturas cinco años antes de lo estipulado. Otros honores y cargos de menor entidad comenzaron a llover sobre el joven cuestor desde Italia y las provincias, entre ellas Hispania, donde varias colonias acuñaron las primeras monedas con su efigie. El trágico contrapunto, que Cayo digirió imperturbable, fue la noticia de la muerte de su madre y de su hermano Nerón.

Todavía en ese mismo año cargado de acontecimientos, Tiberio presidía los esponsales de Cayo en Antium. La novia era Junia Claudila, hija del senador Marco junio Silano. Cónsul en el año 15, adulador y servil con el
princeps
, había recibido el privilegio, por su rango en el Senado, de votar en primer lugar, y sus decisiones nunca fueron contestadas por Tiberio. También las dos hermanas de Cayo, aún solteras —Drusila y Livila—, celebraron sus esponsales. Agripina, por su parte, se había casado el año 28 d.C. con Cneo Domicio Ahenobarbo, un personaje, si hemos de creer a Suetonio, tan detestable como encumbrado por su linaje, como nieto de Marco Antonio y Octavia. Los esposos de las hermanas no podían exhibir tan nobles árboles genealógicos. El marido de Drusila, Lucio Casio Longino, pertenecía a la nobleza plebeya y era más conocido por su afabilidad que por su energía. En cuanto a Livila, le fue destinada como marido Marco Vinicio, también de mediocres méritos, que se inclinaba más por la literatura que por la vida pública. Quedaba todavía en la familia imperial Julia, la hija de Druso, el malogrado vástago de Tiberio, que recibió un marido todavía más anodino, un tal Rubelio Blando, nieto de un caballero de la localidad de Tibur.

Un acontecimiento trágico, la muerte en el parto de Claudila y del hijo que esperaba, iba a tener para Cayo una trascendental significación, por sus implicaciones indirectas. El prefecto del pretorio, Macrón, atento a su propia promoción y ante un previsible y no muy lejano fin del viejo
princeps
, decidió tomar posiciones ante el relevo en el poder y vio en Cayo el objetivo ideal para sus propósitos.Tampoco había mucho donde elegir. Eliminada la mayor parte de la familia de Germánico, sólo quedaba, aparte de Cayo, el todavía demasiado joven nieto de Tiberio, Gemelo. Por ello, buscó acercarse a Cayo y ganarse su amistad y su confianza con todos los recursos de los que fue capaz. Y de ellos, el más abyecto: su propio envilecimiento como alcahuete de su esposa, Ennia, la hija del astrólogo preferido de Tiberio, el griego Trasilo. No están demasiado claras las circunstancias en las que se produjo el encuentro entre Cayo y Ennia. Para Tácito:

Macrón, que no había descuidado nunca el favor de Cayo César, lo cultivaba con más insistencia día a día, y tras la muerte de Claudila… empujó a su propia mujer Ennia a atraerse al joven con un amor simulado y a encadenarlo con un pacto de matrimonio; él no se negó a nada con tal de alcanzar el poder; pues, aunque era de temperamento exaltado, había aprendido las fasledades de la simulación en el regazo de su abuelo.

En cambio, para Suetonio:

Para estar más seguro de conseguir la sucesión, Cayo, que acababa de perder a Junia, muerta a consecuencia del parto, solicitó los favores de Ennia Nevia, esposa de Macrón, jefe de las cohortes pretorianas, a la que prometió casarse con ella cuando alcanzase el mando supremo, obligándose a ello por juramento y por escrito.

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