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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (33 page)

BOOK: Césares
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Desgraciadamente, la pérdida de los pasajes correspondientes de la narración de Tácito no permiten establecer la sucesión cronológica de una serie de acontecimientos que iban a intervenir en esta caída. Uno de ellos fue la muerte de Nerón César, precipitada por el siniestro Sejano. Si, aún no satisfecho con las desgracias que ya había acarreado a la casa de Germánico, pretendía todavía eliminar a Cayo, el último de los varones que había escapado a su persecución, su plan iba a fallar. Al parecer, por consejo de su abuela Antonia, la madre de Claudio y Germánico, con quien vivía, Tiberio le llamó a su lado —para protegerlo de Sejano, contra el que ya se encontraba advertido, o, simplemente, para intentar un acercamiento a su resobrino—, y allí celebró con él la ceremonia de imposición de la
toga virilis
, que, según la costumbre romana, señalaba el paso a la edad adulta. Si las advertencias de Antonia habían hecho mella en el ánimo de Tiberio no lo sabemos, pero en la correspondencia con el Senado se echaba de ver una velada animadversión contra el valido, en la conocida línea de hacer imposible para los lectores adivinar sus verdaderos sentimientos.

De acuerdo con lo prometido, Tiberio y Sejano iniciaron el año 31 como cónsules, pero en mayo Tiberio renunció a la magistratura en favor de un
suffectus
o suplente —un medio para que, al menos durante cierto tiempo del año, otros senadores pudieran verse honrados con la máxima magistratura—, lo que obligó a Sejano a dimitir también. Con frío cálculo, el
princeps
fue preparando la trampa, mientras tomaba medidas contra cualquier contingencia imprevista. Al parecer, no del todo seguro de lograr su propósito, había dispuesto naves en el puerto para, en caso de fracaso y ante la previsible reacción violenta del valido, marchar a pedir refugio entre los ejércitos provinciales, en cuyo caso Druso, encarcelado en los sótanos de palacio, debía ser liberado y presentado ante el pueblo. El plan era compartido por Nevio Sertorio Macrón, nombrado secretamente nuevo prefecto del pretorio, y un grupo de confidentes, y su puesta en escena estuvo en correspondencia con el carácter tortuoso de Tiberio. El 18 de octubre del año 31 d.C. se leyó ante el Senado una larga carta del
princeps
en la que, tras las confusas fórmulas de su inicio, acusaba abiertamente a Sejano de planear un golpe contra su persona. El prefecto, que esperaba escuchar la recomendación del
princeps
para la ansiada potestad tribunicia, fue completamente cogido por sorpresa. Ese mismo día era ejecutado, y su cadáver, arrastrado por las calles de Roma, fue arrojado al Tíber. Todos sus hijos corrieron su misma suerte.

El trágico fin del favorito no iba a significar para Tiberio sólo la amargura de un desengaño, sino un terrible impacto para su quebrantado espíritu, cuando la esposa de Sejano,Apicata, de la que se había divorciado, hizo llegar a manos de Tiberio, antes de suicidarse, un documento en el que se descubría que Druso, el hijo del
princeps
, no había muerto de muerte natural, sino envenenado por su propia esposa, Livila, amante de Sejano e instigada por él. Fue su propia madre, Antonia, la encargada de castigar a la adúltera, a la que dejó morir de hambre.

Como era de esperar, la muerte de Sejano desató en Roma una auténtica caza de brujas contra verdaderos o supuestos colaboradores y amigos del caído en desgracia. Según Tácito, Tiberio…

[…] mandó que todos los que estaban en la cárcel acusados de complicidad con Sejano fueran ejecutados. Podía verse por tierra una inmensa carnicería: personas de ambos sexos, de toda edad, ilustres y desconocidos, disper sos o amontonados. No se permitió a los parientes o amigos acercarse ni llorarlos, y ni siquiera contemplarlos durante mucho tiempo, antes bien se dispuso alrededor una guardia que, atenta al dolor de cada cual, seguía a los cuerpos putrefactos mientras se los arrastraba al Tíber, donde si flotaban o eran arrojados a la orilla no se dejaba a nadie quemarlos ni tocarlos siquiera. La solidaridad de la condición humana había quedado cortada por la fuerza del miedo y cuanto más crecía la saña, tanto más se ahuyentaba la piedad.

El paso de Sejano por el poder dejó un rastro de desolación imposible de remontar: la casa imperial mutilada; una aristocracia envilecida, atenta a humillarse para sustraerse a cualquier sospecha; un
princeps
golpeado en las fibras más íntimas de su ser, que incapaz de volver a confiarse a nadie, acrecentó sus rasgos de misantropía; en fin, un nuevo prefecto del pretorio, Macrón, todavía más corrupto y sanguinario que su predecesor.

Tiberio y el Imperio

A
l margen de demonios internos, de un entorno de incomprensión y de las circunstancias trágicas que acompañaron su existencia, Tiberio fue siempre consciente de sus deberes de gobernante, que ni aun en su retiro de Capri abandonó, volcado en un servicio al que le obligaba su ética aristocrática y la carga impuesta por Augusto cuando le transmitió el imperio. Y como gobernante, tanto en política interior como exterior, Tiberio siguió puntillosamente el camino trazado por Augusto, animado por los principios de gobierno que le había inculcado su predecesor. Estos principios se basaban en la consideración del
princeps
como centro del sistema político, el engranaje central del mecanismo que constituía la administración imperial. Ello exigía un poder de decisión que debía ser necesariamente infalible. Pero precisamente fue en este punto donde Tiberio se apartó del principio de Augusto, al tratar, ingenuamente o por sus propios escrúpulos de aristócrata todavía enraizado en el tradicional sistema republicano, de compartir sus deberes con el Senado y, más tarde, de abandonar parte del poder en manos del prefecto del pretorio. Fueron estos dos elementos —el servilismo del Senado y las injerencias de Sejano y, luego, de Macrón— los que perturbaron la marcha del nuevo gobierno, todavía más porque el temperamento dubitativo de Tiberio le impidió hacerse amo de la situación.

Frente a Augusto, cuya capacidad de improvisación e intuición le permitían captar la esencia de los problemas y proponer una solución inmediata, la indecisión de Tiberio y su actitud de contemporizar con un senado que había perdido la capacidad de gobernar, tenían que resultar perjudiciales para la marcha del Estado. Augusto basó su original régimen en la
auctoritas
, es decir, en el reconocimiento por el Senado y el pueblo de la superioridad de los juicios del
princeps
en todos los ámbitos políticos y sociales: en consecuencia, una esencia monárquica bajo una superficie republicana. Pero esta
auctoritas
no era susceptible, sin más, de transmisión, porque se trataba de un don personal, que exigía, entre otras cosas, nervios resistentes, confianza en las propias fuerzas, capacidad de decisión y optimismo, cualidades que Tiberio, indudablemente, no poseía. Sin atreverse a renunciar a la herencia transmitida por Augusto, el nuevo
princeps
la consideró como una pesada carga, seguramente consciente de sus propias limitaciones, cuando no de su incapacidad para sujetar con mano firme las riendas del gobierno. En compensación, hay que reconocer en Tiberio rasgos positivos: ardor de trabajo, fidelidad a los deberes del Estado, imparcialidad y sentido de la justicia.

Y, sin embargo, el gran drama de Tiberio, que siempre aspiró a ser considerado no otra cosa que un
princeps
al estilo republicano, esto es, el «primero de los ciudadanos», y que buscó en el ejercicio del poder la colaboración del colectivo tradicionalmente depositario de la gestión de gobierno, fue que terminó convertido en un tirano. Fue trágico que un
princeps
que quiso hacer del Senado un parlamento imperial no tuviera ninguna de las cualidades necesarias de un parlamentario. Pero no fueron sólo su incapacidad personal o sus limitaciones de carácter las que le empujaron hacia ese destino. También influyeron, y mucho, los rudos golpes que le infligió la fortuna, ante todo la muerte de su hijo Druso y la traición de Sejano. En sus últimos años, replegado sobre sí mismo y asqueado de un entorno servil, perdería dos de las virtudes esenciales de un verdadero
princeps
: la
moderatio
y la
clementia
.

Las cualidades de Tiberio, además de su estimable capacidad militar, brillaron ante todo en el campo de la administración. Su principado re presenta el desarrollo y consolidación de las instituciones creadas por Augusto, especialmente en la estructura burocrática, el sistema financiero y la organización provincial. A él se debe el progreso del orden ecuestre en su definitivo papel al servicio del Estado, el comienzo de la organización de la jerarquía financiera y la continuación del proceso de sustitución del sistema de arriendo de impuestos por la administración directa, así como una intervención más inmediata en la vida provincial, con la fundación de colonias y la creación y organización de nuevas provincias: Mesia, Retia y Capadocia.

Seguramente el problema más crucial del reinado de Tiberio, como sin duda de todo el imperio, era el financiero, en relación especialmente con las enormes exigencias de líquido para el pago de las fuerzas armadas. La continua necesidad que sufría el Estado de grandes cantidades de dinero obligó a Tiberio a llevar a cabo una política financiera de ahorro, que restringió los gastos públicos en materia de donaciones, juegos y espectáculos teatrales, lo mismo que obras públicas, aunque bien es cierto que en este último punto la febril actividad de Augusto ahorraba a su sucesor una atención preferente a la tarea edilicia. Es claro que esta política de ahorro, que debía desplegarse sobre todo en perjuicio de la
plebs
urbana, tampoco podía contribuir a la popularidad del
princeps
en Roma, y la incomprensión y odio de una masa parasitaria, recortada en sus centenarios privilegios, se desató a su muerte con el macabro juego de palabras «¡Al Tíber con Tiberio!». Pero lo cierto es que la política del emperador logró regular las finanzas y llenar las arcas del tesoro imperial.

Esta regulación en lo que respecta a la política fiscal no significó una mayor presión en las provincias. Se atribuye a Tiberio la frase de que «un buen pastor esquila sus ovejas, pero no las despelleja». Y, en general, la administración provincial muestra signos de atenta vigilancia que, con un estricto control de magistrados y funcionarios, logró mantener en límites soportables la explotación de las provincias con medidas como la estabilidad de los gobernadores responsables en su función o la progresiva sustitución de arrendamiento de impuestos por recaudación directa. Esta política económica de ahorro no significó tampoco un total abandono por parte del Estado de inversiones de carácter público: sabemos que durante el reinado de Tiberio continuó la extensión de la red viaria a lo largo del imperio, y conocemos ejemplos de actividad constructora o de generosa ayuda en casos de catástrofe, como el terremoto que destruyó en el año 17 varias ciudades de la provincia de Asia o los incendios que arrasaron las colinas del Celio y del Aventino en Roma el año 27 d.C.

Los rasgos positivos de esta administración no pueden, sin embargo, esconder el hecho de que el gobierno de Tiberio, reluctante a cualquier tipo de iniciativa de carácter político, diplomático o militar, se limitó a continuar la política de Augusto con mentalidad más adaptada a la gestión de un patrimonio familiar que de un imperio. La competencia, honestidad y atención de Tiberio en materia de administración ordinaria se contrapesaban con el terror por la responsabilidad y el deseo de aplicar, en ocasiones ciegamente y con poca inteligencia, únicamente procedimientos reglamentarios. Era un conservadurismo, privado de fantasía, que no fracasó por el gigantesco impulso que la obra de Augusto había imprimido al cuerpo político social romano, capaz de autodesarrollarse en unos cauces ya trazados, que, efectivamente, Tiberio se esforzó en mantener.

Una prueba de este conservadurismo la ofrece la actitud del
princeps
en materia de religión. Desde el comienzo del reinado manifestó su interés por salvaguardar e impulsar por todos los medios las prácticas del culto tradicional, del que, en su calidad de pontífice máximo, era el principal representante. En el año 17 se inauguraron diversos templos en ruinas, que los años o el fuego habían destruido: los de Líber y Líbera y el de Ceres —la tríada divina que la masa plebeya había contrapuesto a la de Júpiter, Juno y Minerva, que presidía la religión oficial—, o los de Flora, Jano y la personificación deificada de Spes, la esperanza. En cambio, reacio a ser objeto de un culto, impuso un limite a la religión imperial, que ya contaba con dos dioses —el
Divus Iulius
y el
Divus Augustus
—, y sólo permitió de forma absolutamente excepcional ser asociado en Pérgamo al culto de Augusto y Roma. Expresamente, prohibió que se le elevaran templos en cualquier circunstancia, como el que una legación procedente de una comunidad de la Hispana Ulterior pretendía erigirle para honrarlo con su madre, o que se instituyeran colegios sacerdotales en su honor.

Un rasgo de Tiberio llama la atención en el punto de las creencias religiosas. Se trata de la inclinación del
princeps
por la búsqueda y la interpretación del porvenir. Durante toda su vida manifestó un vivo interés por la astrología, hasta el punto de contar con un astrólogo personal,Trasilo, un liberto originario de Alejandría, al que honró con la ciudadanía romana, que le acompañó ya en el exilio de Rodas y, posteriormente, en su vejez, en Capri. No deja de ser un ejemplo más en la larga serie de contradicciones de Tiberio que ordenara en el año 16 d. C. la expulsión de Italia de todos los astrólogos y magos, dos de los cuales, Lucio Pituanio y Publio Marcio, fueron ejecutados de forma especialmente cruel: el primero, despeñado desde la roca Tarpeya; el segundo, a la manera antigua, con el cuerpo inmovilizado en una horquilla, muerto a golpes de vara. Por lo demás, la superstición era uno de los rasgos más enraizados en las creencias religiosas de los romanos, que, desde Augusto, había experimentado un gran incremento, y que es necesario poner en relación con el renacimiento de un más profundo sentimiento religioso en todo el mundo mediterráneo.

Por lo que respecta a las religiones extranjeras, Tiberio mantuvo, en general, los criterios de Augusto de tolerancia, no incompatible con una drástica represión de cuantos cultos pudieran parecer atentatorios al orden público. Concretamente, demostró inflexible severidad con los adeptos a los cultos de Isis y con los judíos. Las suspicacias con respecto a uno de los cultos egipcios más extendidos estaban en relación con el importuno viaje a Egipto de Germánico, pero, sobre todo, con la actividad proselitista de los sacerdotes de Isis en Roma, que, como los de otras religiones procedentes de Oriente y basadas en una salvación personal, trataban de satisfacer, frente a los cultos rígidos y vacíos de la religión oficial, las necesidades espirituales impresas en todo ser humano: la aspiración a obtener el perdón de las faltas y alcanzar una comunicación directa y personal con la divinidad. Es cierto que, en algunos casos, como el del culto a Isis, la supuesta revelación divina se obtenía en el curso de ritos orgiásticos, que eran causa de deplorables excesos. Por ello decidió sacar del interior de Roma el templo de esta divinidad. En cuanto a los judíos, también se les reprochaba su proselitismo, aunque parece que Tiberio se dejó arrastrar por el sentimiento popular, encolerizado por las colectas recaudadas en sus templos. Según Tácito:

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