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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (30 page)

BOOK: Césares
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[…] se encendió de tal manera que rompiendo su habitual taciturnidad declaró a voces que en aquella causa también él declararía, públicamente y bajo juramento, para que los demás se vieran obligados a hacer lo mismo. Quedaban todavía entonces restos de la libertad moribunda. Y así, Cneo Pisón le dijo: «¿En qué lugar, César, quieres declarar? Si eres el primero, tendré una pauta para guiarme; pero si lo haces el último, tengo miedo de disentir de ti sin saberlo».

No puede extrañar que el Senado se inhibiera en medida cada vez mayor de aquellos asuntos en los que el
princeps
tuviera algún interés. Aunque el dominio de Tiberio no fuera deliberado o malicioso, la incoherencia de su comportamiento extendió entre la cámara la desagradable sensación de que sus actividades estaban sujetas a una intervención tiránica y arbitraria. Y reaccionaron con un servilismo en las formas proporcional al rechazo en sus conciencias de las demandas de un
princeps
al que consideraban arrogante, reservado e hipócrita. Por su parte, Tiberio, incapaz de comprender que era su comportamiento, en gran parte, el responsable de estas malas relaciones, se distanció cada vez más de la cámara y, renunciando a su pretendido papel de moderador en sus discusiones, al estilo de los principes republicanos, fue poco a poco espaciando su presencia, hasta terminar comunicándose en exclusiva por escrito con un colectivo al que, en medida cada vez mayor, despreciaba por una actitud servil que él mismo había contribuido a crear.

No obstante, los primeros años fueron de estrecha colaboración. Tiberio, favorable a la aristocracia, de la que él mismo se consideraba un miembro, trató de proteger y de respaldar al máximo a la vieja nobleza, dando al Senado una parte en los asuntos de Estado, que Augusto les había sustraído. Entre sus primeros actos de gobierno, Tiberio, en seguimiento de un proyecto del propio Augusto, transfirió las elecciones de magistrados de las asambleas
populares
al Senado, que se convirtió así en el único organismo electoral, eso sí, manteniendo para él los mismos derechos que Augusto se había reservado en los nombramientos. También en el campo de la actividad legislativa Tiberio continuó el camino trazado por Augusto de solicitarla colaboración del alto organismo a través de los decretos emanados de la cámara, los
senatus consulta
, promoviendo un gran número de tales decisiones. Pero, sobre todo, el Senado se convirtió definitivamente con Tiberio en un órgano judicial, bajo la presidencia de los cónsules, que debía entender en los juicios de crímenes de lesa majestad cometidos por sus propios miembros o por el estamento ecuestre, y en tribunal de apelación sólo inferior a las decisiones del
princeps
. Con ello, el Senado asumía la función de tribunal criminal y echaba sobre sus hombros una de las cargas que más habrían de pesar en el veredicto final sobre el principado de Tiberio.

La legislación de lesa majestad no era nueva: se remontaba al último siglo de la república y tenía su fundamento en la noción de soberanía del pueblo (
maiestas
populi Romani
). De la legislación sobre la materia destacaba la lex Cornelia, del dictador Sila, que castigaba con la pena de exilio a quien fomentase una insurrección, obstruyera a un magistrado en el ejercicio de sus funciones, ultrajara sus poderes o dañara en cualquier forma al Estado. Augusto había creído necesario actualizarla con sus leyes
de maiestate
y
Pappia Poppaea
, en las que también la conspiración contra el
princeps
, como titular del
imperium
y posesor de la inviolabilidad tribunicia, era considerada un acto de alta traición. Si la ley en sí era necesaria, no dejaba de contener inconvenientes y peligros, tanto en su contenido —el impreciso concepto de
maiestas
— como en su aplicación, puesto que, dada la inexistencia del ministerio público, la acusación se ponía en las manos de informadores de profesión, los «delatores», cuyas denuncias eran objeto de recompensa. No era difícil que las leyes, en circunstancias de peligro o suspicacia por parte del
princeps
, se convirtieran en un instrumento de terror. De la mano de la tradición, se ha tratado de convertir los procesos de lesa majestad en la característica más significativa del reinado de Tiberio y definirlo como una serie de oscuros, caprichosos y sanguinarios juicios contra miembros de la alta aristocracia.

Estudios pormenorizados de los distintos ejemplos que conocemos obligan a introducir concesiones a esta imagen generalizadora:Tiberio, al menos durante los primeros años de su reinado, intentó ejercer una influencia moderadora en los procesos de
maiestas
contra su persona, pero su templanza en el difícil equilibrio entre estado monárquico y dignidad senatorial no pudo evitar que, en nombre del ideal de
libertas
aristocrático o de ambiciones más o menos claras, se fuera levantando una oposición, que le obligó a reaccionar con violencia; una violencia que los años, los fracasos y los desengaños hicieron crecer cada vez más.

La filosofia política de Tiberio, empeñada en un programa de colaboración con el Senado, bajo su dirección, al viejo estilo de Pompeyo, se vio enfrentada al dramático contraste de la realidad monárquica del estado y a la necesidad de asumir poderes y prestigio en la vía trazada por Augusto, sin los cuales el principado sólo podía contar con las armas de la represión y el terror.

En estas dificultades internas, el Senado poco podía hacer en el intento de encontrar el camino adecuado para adaptarse a los deseos del
princeps
, definitivamente enterrados en los años de guerra civil y gobierno autocrático de Augusto. Había perdido su nervio político, su propia capacidad de iniciativa, convertido en un estamento egoísta, privilegiado socialmente y atento sólo a preservar su posición sin riesgos o aventuras. Los deseos de colaboración del
princeps
tenían así, forzosamente, que convertirse en órdenes, y las órdenes suscitar rencores de los miembros del estamento, nacidos de su propia frustración e incapacidad. Y el precio que Tiberio tuvo que pagar ante la historia por esta contradicción fue la propia condena de su imagen, emitida por los mismos miembros de un estamento en el que había intentado integrarse reduciendo sus competencias de monarca.

En consecuencia, el programa de Tiberio de solicitar la colaboración de la alta asamblea en la gestión del Estado y su gobierno chocó con la incomprensión de sus contemporáneos. Pero esta incomprensión todavía había de acrecentarse y convertirse en animadversión con la ayuda de una serie de fatales acontecimientos que, combinados con la falta de interés de Tiberio por la popularidad —
oderint dum probent
, «que me odien mientras me aprueben», solía decir—, sirvieron de fundamento a la leyenda del Tiberio hipócrita, sanguinario y pérfido, transmitida por la posteridad.

Fue el primero de tales acontecimientos, si hacemos excepción del oscuro asesinato de Póstumo, la cuestión de Germánico.

Germánico

S
u personalidad, que las fuentes se empeñan en presentar con abundantes rasgos positivos para enfrentarla con sospechosa parcialidad a la maltratada de Tiberio, corre el riesgo de no poder ser reconstruida con seguridad. Germánico, apelativo honorífico heredado de su padre, tras el que se esconde un nombre que no conocemos, había nacido el año 15 a.C. Hijo de Nerón Druso, el hermano de Tiberio, y de Antonia, la hija de Marco Antonio, había heredado las simpatías y la popularidad de su padre, y tenía una personalidad, en la línea contraria a Tiberio, abierta y afable. Ya sabemos cómo Augusto, en los últimos años de su vida, había obligado a Tiberio a adoptar a su sobrino, sin duda como parte de un programa dinástico que vertía en el joven las últimas esperanzas de ver al frente del imperio a un miembro de la
gens
Julia.

Aunque Tiberio se había sentido muy unido a su hermano, como prueban las muestras de dolor a su muerte, las relaciones con su sobrino no habían sido nunca especialmente estrechas, en gran parte por no haber existido la ocasión de un contacto personal. Fue sólo la imposición de Augusto la responsable de la adopción del sobrino, a la que Tiberio se plegó, como tantas otras veces, sin resistencia, aunque probablemente con un sentimiento interior de rechazo, tanto mayor por tener que aceptarlo sin condiciones. Este rechazo se transformaría en desconfianza en relación con los acontecimientos de Germanía, simultáneos a su propia asunción del principado. Aunque la conducta de Germánico fue en todo momento intachable en su lealtad al
princeps
, el acomplejado carácter de Tiberio pudo atisbar en su sobrino un rival que, en cualquier momento, podía volverse contra él, afirmado por el favor que Augusto le había mostrado y por la devoción del mayor cuerpo de ejército con que en esos momentos contaba el imperio. En el desafortunado motín de las legiones del Rin, no es improbable que llegaran a oídos del emperador las veladas o abiertas proposiciones de golpe de Estado de los soldados a favor de su comandante, pero además, en la sofocación de la revuelta, Germánico no pareció mostrarse a la altura de las circunstancias, al tener que recurrir al soborno o a actos teatrales impropios de un auténtico comandante romano. Pero todavía podía aprobar menos la insensata expedición militar con la que quiso zanjar el final del motín, contraria a los consejos de Augusto de mantener el imperio en los límites fijados por él mismo, coincidentes con la propia visión política del nuevo
princeps
. No obstante, Tiberio no se atrevió, como en tantas otras ocasiones, a expresar abiertamente sus opiniones, y mandó al Senado una relación favorable, en la que alababa los méritos de Germánico.

Puede que con el respaldo de esta aprobación, aunque forzada, el joven militar se reafirmara en su ardor bélico. Por ello, deseoso de emular a su padre, Druso, y estimulado por la popularidad y fascinación que ejercía en el medio militar, Germánico se decidió a intentar el sometimiento de toda Germanía hasta el Elba, empresa abandonada por Augusto tras el desastre de Varo en el bosque de Teotoburgo. Así comenzó en el año 15 una campaña por tierra y mar contra catos y bructeros, en el norte de Germania, y, al año siguiente, una gigantesca expedición naval hasta el Weser, que terminó con la erección por mandato de Germánico de un trofeo a Júpiter, Marte y Augusto, con una inscripción que pregonaba orgullosamente la derrota de «las naciones entre el Rin y el Elba». Se trataba más de un deseo que de una realidad. La resistencia de las tribus germánicas era demasiado grande para pretender una definitiva conquista. Los modestos éxitos militares del joven general, salpicados de teatrales gestos, como su meditación en el escenario de la derrota de Varo, donde rindió los últimos honores a los soldados muertos en la derrota contra Arminio, no podían ocultar a Tiberio, él mismo durante muchos años experimentado militar y buen conocedor de la situación en el Rin, los riesgos de esta conquista, contra la que además venía a sumarse su decisión de limitar la política exterior en las líneas defensivas trazadas por Augusto. No es, pues, extraño que, tras el ofrecimiento de un triunfo, más político que merecido, a su sobrino, lo reclamara a Roma con el honorable pretexto de necesitar sus servicios para una gestión diplomática en Oriente. Son muy sospechosas las acusaciones de celos lanzadas sobre Tiberio por esta decisión, que se encuadra perfectamente en el contexto de su programa político de limitación de conquistas, lo mismo que son cuestionables los resultados positivos de las campañas de Germánico y su propia capacidad de estratega en una frontera tan delicada como la germana. De nada valieron las protestas del joven para intentar prolongar su estancia en Germania, que finalmente obligaron a Tiberio a exigirle de forma conminatoria el regreso, envuelto en la concesión de un triunfo por sus éxi tos militares. Aunque no hay duda de que fue la prudencia la que movió al emperador, Suetonio lo vio de otra manera:

Celoso de Germánico, procuraba rebajar como inútiles sus actos más hermosos, y lamentar como funestas para el imperio sus victorias más gloriosas.

El prudente y ahorrativo Tiberio no estaba dispuesto a someterse a riesgos y desgastes en unas operaciones que habrían necesitado el empleo de numerosas legiones. Las tres legiones de Varo nunca fueron sustituidas y la decisión de Augusto, refrendada por Tiberio, de mantener el Rin como frontera fue definitiva. El pensamiento del sucesor de Augusto, que en este espacio de política exterior la diplomacia sería más útil que las armas, resultó certero. Los germanos desunidos, que durante un tiempo, bajo la guía de un gran caudillo militar como Arminio, se sintieron fuertes para hacer frente a las legiones romanas, no tardaron en volver a sus endémicas rencillas intestinas.Así, nunca llegó a producirse la alianza que habría hecho tambalearse la línea de defensa septentrional, ni en el Rin ni en el Danubio.

Los honores que a su regreso de Germanía acumuló Tiberio sobre su sobrino difícilmente pueden explicarse, de acuerdo con la tradición invariablemente desfavorable de nuestras fuentes de documentación, como un intento de enmascarar sus celos y su envidia ante un personaje que tan fácilmente conseguía captar las voluntades, y al que nunca dejó de considerar como un rival.A la celebración fastuosa del triunfo siguió el nombramiento de Germánico como colega del propio Tiberio para el consulado del año 18, y el encargo de una importante misión en Oriente, investido por el Senado de un
imperium
maius
sobre todos los gobernadores de las provincias orientales. Desgraciadamente, la misión iba a terminar dramáticamente, con su prematura muerte en extrañas circunstancias, y el luctuoso hecho sería utilizado para añadir todavía más leña al fuego de una opinión empeñada en considerar a Tiberio como un monstruo de maldad.

Germánico, acompañado de su esposa Agripina y de su hijo Cayo, partió para Oriente en el otoño del año 17 d.C., con el fasto teatral que exigía la misión, por otra parte acorde con sus propios gustos, en un viaje lleno de escalas: Iliria, donde visitó a su primo Druso; Nicópolis, la ciu dad levantada sobre el sitio de la batalla de Actium, en la que rindió homenaje a Augusto y Marco Antonio, sus dos antepasados; la intelectual Atenas, que honró con sus deferencias; Lesbos, donde Agripina dio a luz al último de sus hijos, Julia Livila; Bizancio, la ciudad puente con Asia Menor, y, ya en tierra asiática, las ruinas de Troya, en las que cumplió, como en otro tiempo Alejandro Magno, el rito de ofrecer sacrificios a los héroes de la Ilíada. Germánico continuó a través de Anatolia, visitando santuarios y oráculos, hasta su destino final en la provincia romana de Siria, donde debía preparar las condiciones para su misión esencial: la regulación de las relaciones con Partia y el afianzamiento del protectorado de Armenia, el Estado tapón, que, entre los dos colosos, tenía una vital importancia estratégica. E iba a ser en Siria donde surgirían las primeras complicaciones.

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