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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (55 page)

BOOK: Césares
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El siguiente movimiento, en la estrategia de Agripina, era ahora aislar a Británico para dejarlo indefenso ante sus ataques. Así relata Tácito las insidias de la emperatriz:

Los centuriones y tribunos que se compadecían de la suerte de Británico fueron apartados con pretextos falsos o bien aparentando ascenderlos; incluso los pocos libertos que le conservaban lealtad incorrupta son alejados aprovechando la ocasión que ahora diré: habiéndose encontrado Nerón y Británico, Nerón saludó a Británico por su nombre, y éste a Nerón llamándole Domicio. Agripina da cuenta de ello a su marido con grandes quejas, alegando que era el inicio de la discordia, pues se despreciaba la adopción, y lo que había decidido el Senado y exigido el pueblo se abrogaba dentro de su propio hogar; y que si no se alejaba la perversidad de quienes enseñaban tales gestos rencorosos, había de estallar en ruina del estado. Impresionado por lo que él tomaba como acusaciones, Claudio castiga con el exilio o la muerte a los mejores de entre los educadores de su hijo, y pone a su cuidado a quienes la madrastra había designado.

Pero al mismo tiempo Agripina fortalecía su posición, creándose un «partido» propio. A su lado, un fiel e inteligente consejero y probablemente su amante: el filósofo y dramaturgo hispano Lucio Anneo Séneca, a quien, tras hacer regresar del exilio, donde se encontraba desde la caída de Livila, le proporcionó los honores de la pretura y la responsabilidad de educar a su hijo Nerón. Y como garantía de poder, un nuevo prefecto del pretorio, para sustituir a los dos responsables de la guardia de corps, Geta y Crispino, impuestos por Mesalina y leales a Británico, el hijo que había tenido con Claudio. La elección recayó en Burro Afranio, un hombre, a decir de Tácito, «de extraordinario prestigio militar, pero que sabía por qué voluntad se le ponía al frente de las cohortes pretorianas». Y, efectivamente, no se olvidaría en adelante de pagar con su lealtad la deuda contraída con Agripina.

Mientras, nuevos honores seguían encumbrando todavía más su figura, hasta superar incluso a la en otros tiempos imponente de Livia, la esposa de Augusto. Logró que Claudio convirtiera en colonia de ciudadanos romanos el asentamiento indígena en el que había nacido, con el nombre de Ara Claudia
Augusta
Agripinensium, la actual Colonia. Alardeaba de su poder e influencia acompañando a su marido en la recepción de dignatarios extranjeros, sentada en una tribuna propia, irrumpiendo en las sesiones del Senado y vistiendo en ocasión de un espectáculo naval dado por Claudio en el lago Fucino el
paludamentum
, la capa militar reservada a los portadores del
imperium
, pero tejida en oro. Luego Tácito le reprocharía haber intentado convertirse en copartícipe del trono y tratar de conseguir el juramento de lealtad de las cohortes pretorianas, del Senado y el pueblo. Se atribuye al liberto Narciso el juicio de que Agripina «consideraba su honra, su pudor, su cuerpo, todo, como de menos valor que reinar».

El nuevo giro político que Agripina imprimió al reinado de Claudio puede medirse por la intensidad de la oposición, mucho menor desde el año 49, cuando la nueva emperatriz sustituyó a Mesalina. La mayor parte de las víctimas, que sucumbieron al intento, real o supuesto, de eliminar a Claudio —treinta y cinco senadores y trescientos caballeros, según Suetonio— se contabilizan en los años en los que Mesalina pudo desplegar su nefasta influencia. Lo que no significa que, al menos selectivamente,Agripina fuese menos expeditiva en la eliminación de quienes suponía que podían convertirse en un obstáculo a su obsesión por el poder. Así lo muestra la persecución contra una de sus competidoras a la mano del emperador, la opulenta Lolia Paulina. Agripina consiguió que fuera acusada de prácticas mágicas y que el propio Claudio trajera el caso ante el Senado, que la condenó al exilio y a la confiscación de sus cuantiosos bienes. Pero no satisfecha con el castigo, Agripina envió a un tribuno para forzarla al suicidio. Según Dión, cuando le fue presentada su cabeza cortada, le abrió la boca para inspeccionar sus dientes, cuyas particularidades la convencieron de la identidad de la víctima. No sería la última, en su in tento de eliminar del entorno de Claudio cualquier otra posible competidora. Una tal Calpurnia hubo de soportar el exilio sólo porque Claudio había elogiado su belleza en un comentario ocasional.

La fortaleza de su posición, tras conseguir de Claudio la adopción de Nerón, todavía mejoró al año siguiente, cuando su hijo cumplió la ceremonia de investir la
toga virilis
, que lo ratificaba oficialmente como adulto. Y lo prueba la sorprendente innovación de colocar su propia imagen, pero también la de Nerón, en los reversos de las monedas de oro y plata, que venía a señalarlo como heredero del trono.

De todos modos,Agripina hubo de contrarrestar amenazas reales dirigidas a debilitar su influencia, como la acaudillada por junio Lupo al frente de un grupo de senadores, que concentraron el ataque contra uno de sus agentes, el servil Lucio Vitelio, acusándolo de un crimen de lesa majestad. Agripina logró convencer al emperador de la falsedad de los cargos y el asunto se volvió contra los propios instigadores y, en especial, contra Lupo, que fue enviado al exilio. Pero el rechazo a las maquinaciones de Agripina continuó presente en los círculos senatoriales, aunque sólo expresado con débiles manifestaciones de resistencia, como la expulsión de la cámara en el año 53 de Tarquicio Prisco, un agente de la emperatriz. Así relata Tácito el caso:

Por su parte, Claudio se veía empujado a dictar las más inhumanas medidas, siempre a causa de los manejos de Agripina, la cual, codiciosa de unos jardines de Estatilio Tauro, famoso por su riqueza, lo perdió con una acusación presentada por Tarquicio Prisco… Tauro, no soportando al falso acusador ni la infamia inmerecida, puso fin a su vida antes de que el sendo sentenciara. Sin embargo Tarquicio fue expulsado de la curia, y los senadores, por odio al delator, se impusieron a las maquinaciones de Agripina.

La presión a la que estaba sometida Agripina en un entorno hostil, plagado de intrigas y asechanzas que amenazaban su posición y la de su hijo como futuro heredero del trono, fue intensificándose con el paso del tiempo, hasta alcanzar en el año 54 un punto crítico. Así lo anotan nuestras fuentes bajo la sólita imagen de negros presagios, aunque para Agripina la amenaza real provenía de la actitud que mostraba la fuente real de la que emanaba su propio poder, su esposo Claudio. Según Tácito, «Agri pina estaba especialmente aterrorizada y llena de temor por unas palabras que había dejado escapar Claudio en medio de la embriaguez, diciendo que su destino era soportar los crímenes de sus esposas y castigarlos luego». La observación parecía una amarga reflexión sobre su matrimonio, pero aún más amenazador sonaba el repentino afecto de Claudio hacia Británico y su declarada intención de adelantar la ceremonia de investidura de la
toga virilis
, «para que el pueblo romano tuviera al fin un verdadero césar. Todo ello decidió a Agripina a actuar de inmediato.

El primer obstáculo a retirar era Domicia Lépida, la madre de Mesalina y su anterior cuñada, puesto que era hermana de Cneo Domicio, el padre de Nerón.Tácito resta importancia al asunto, considerándolo «causas propias de mujeres»: una agria rivalidad entre ambas por cuestiones de linaje y por ganar influencia sobre Nerón. Al parecer, frente a la actitud dura y amenazadora de Agripina, «que buscaba el imperio para su hijo, pero no podía tolerar que lo ejerciera», Lépida se ganaba el ánimo del sobrino con zalemas y regalos. Pero no hay que olvidar que, ante todo, Lépida era la abuela de Británico y podía desplegar su influencia y sus mañas en defender los derechos del nieto frente a los del sobrino. De nuevo, Agripina recurrió al pretexto de la magia negra para perderla, pero también excitó el proverbial miedo de Claudio ante cualquier sospecha de conjura, acusándola de «perturbar la paz de Italia con las mal gobernadas bandas de esclavos que tenía por Calabria», lo que parecía sugerir que entrenaba a grupos armados para preparar un golpe de Estado. De nada sirvió la desesperada y patética defensa del liberto Narciso. Lépida fue sentenciada a muerte y ejecutada.

Agripina sólo tenía ya que superar el obstáculo que representaba Narciso, que, entre otras cosas, la acusaba de mantener una culpable relación amorosa con su colega Palante. Aprovechó para ello un viaje del liberto a un balneario de la costa campana, donde pensaba reponer su maltrecha salud. Narciso era el más fiel y diligente protector de la vida de Claudio. Su ausencia dejaba al emperador inerme ante cualquier asechanza. Y Agripina no iba a desaprovechar la ocasión para cumplir el último y definitivo capítulo de su resuelta y falta de escrúpulos determinación de obtener para ella y su hijo el poder: la liquidación de Claudio.

Claudio y el Imperio

P
ero no es en la corte, con sus inquietantes intrigas, donde hay que buscar un juicio ponderado sobre el tercer sucesor de Augusto, sino en su obra de gobierno y, en particular, en la administración del imperio. Es en estos campos y no en su desgraciada vida privada donde puede apreciarse la auténtica dimensión histórica y la verdadera importancia de Claudio.

Tradicionalista e innovador a un tiempo, frente a las precauciones de Augusto y Tiberio en conservar la apariencia de principado civil en el ámbito formal de la república aristocrática, Claudio dio un paso más en la reafirmación del componente monárquico implícito en la propia esencia del régimen. La lógica evolución del principado exigía una concentración de los resortes de poder en manos del emperador y ello obligó a Claudio, como se ha visto, a desarrollar una política centralizadora, que le enajenó la colaboración del Senado, cada vez más lejos en su papel de copartícipe en las tareas de gobierno frente a su nuevo carácter de cuerpo de funcionarios al servicio de una sola voluntad. Las propias circunstancias de la proclamación de Claudio habían mostrado que era en el ejército donde se encontraba el auténtico apoyo del poder. Fueron las cohortes pretorianas las que lo aclamaron emperador y Claudio supo expresarles su gratitud, instaurando la costumbre del
donativum
, el regalo en dinero que ningún titular del trono podría ya dejar de conceder si quería asegurarse la lealtad del cuerpo. Pero el problema más espinoso era mantener la fidelidad del ejército, que no lo conocía. Claudio tuvo la habilidad de asegurarse ya desde los primeros años de gobierno el prestigio de general victorioso, la mejor garantía de fidelidad, con una política exterior en parte determinada por los problemas no resueltos heredados del reinado de Calígula, pero también impulsada por una voluntad consciente de intervenir en el mundo provincial con un programa preciso y enérgico de anexión de nuevos territorios, en contraposición con la actitud prudente del Augusto de los últimos años y de su sucesor, Tiberio.

La infantil estupidez de Calígula había creado problemas en distintos puntos del imperio: en Mauretania, en Britania, en Oriente y con la co munidad judía. A Claudio le tocó resolverlos, aunque también otros más iban a añadirse en el curso de su reinado.

La revuelta de Tacfarinas durante el reinado de Tiberio había mostrado que una Mauretania independiente era incompatible con el mantenimiento de la paz y la seguridad en la provincia romana de África. Los reyes mauretanos se habían demostrado incapaces de organizar su reino y se veían continuamente obligados a recurrir a la ayuda romana para mantener pacificadas a sus propias tribus, con lo que Roma tenía no sólo que protegerse de los moros, que penetraban en la provincia de África, sino también vigilarlos en la propia Mauretania, lo que conducía a una única solución: instaurar una administración directa. El asesinato del último rey, Ptolomeo, por Calígula probablemente pretendía crear las condiciones para esta anexión, pero fue Claudio quien la condujo a término. En el año 44 el reino fue transformado en dos provincias, la Mauretania Tingitana, al oeste, y la Mauretania
Caesar
iensis, al este, con capitales en Tingis (Tánger) y
Caesar
ea (Cherchell), respectivamente, bajo el gobierno de sendos procuradores del orden ecuestre.

Pero el acontecimiento de política exterior más conocido del reinado de Claudio fue la conquista de Britania, el viejo proyecto abortado de César, recientemente aireado con el vergonzoso y ridículo amago de Calígula en las playas de Bretaña. La resonancia de un nombre que significaba el extremo occidente del mundo conocido era razón suficiente para justificar la intervención de quien, como Claudio, aspiraba a ser digno hijo del conquistador Druso y a mantener el respeto de legionarios y oficiales, aunque también había circunstancias concretas que la recomendaban y, al mismo tiempo, la facilitaban. Tránsfugas britanos aconsejaron a Claudio la invasión. El rey de los trinobantes, Cunobelino, había muerto y sus hijos Carataco y Togodumno habían emprendido contra los príncipes britanos de la costa meridional, favorables a un entendimiento con Roma, una política agresiva. Se corría el riesgo de que la isla quedara cerrada al tráfico romano, que cambiaba manufacturas y objetos de lujo por los metales y otras materias primas que abundaban en su territorio.

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