El asesinato de Calígula, en el año 41, y la proclamación de su tío Claudio como nuevo emperador permitieron a Agripina regresar a Roma y recuperar fortuna e hijo. Pero para afianzar su posición en la corte necesitaba un nuevo marido. Puso en principio sus ojos en un prestigioso general, Servio Sulpicio Galba, que el destino convertiría en el año 68 en sucesor de Nerón, pero el maduro aristócrata declinó el ofrecimiento. Es cierto que también ayudó a espantar a la candidata la suegra de Galba, que, en enfrentamiento directo, acabó sus reproches contra la intrigante que pretendía arrebatarle el marido a su hija con una sonora bofetada. Agripina terminó desposando a otro noble, Cayo Salustio Pasieno Crispo, dueño de una gran fortuna y cuñado de su primer marido, sin importarle tampoco que ya estuviera casado. Salustio murió unos años después, en 47. No faltaron los rumores que la culparon de haber provocado su nueva viudedad, habida cuenta de la abultada herencia que logró para ella y su hijo.
En la corte de Claudio, Agripina trató de brillar en dura competencia con la esposa del emperador, Mesalina, que, tan celosa de sus prerrogativas como de los derechos de su hijo Británico, procuraba hacer fren te, con tan escaso tacto como sobrada crueldad, a los peligros reales o supuestos que creía que la amenazaban. Y vio uno de ellos en Livila, la hermana de Agripina, a la que consiguió arrastrar al destierro, para después acabar con su vida. El desgraciado fin de Livila aconsejó a Agripina extremar las precauciones, pero sobre todo ganar aliados en el interior del palacio imperial, como el influyente ministro Palante. No pudo, no obstante, evitar los roces con la celosa emperatriz, en especial a propósito de su hijo Nerón, al que exhibía públicamente en ventajosa comparación con Británico, el enclenque vástago de Claudio y Mesalina. En su resuelto camino hacia el poder iba a encontrar un inesperado aliado en la estupidez de su rival, que en su insana pasión por el último de sus incontables amantes encontró la ruina. Desaparecida Mesalina, Agripina apenas tuvo dificultades en conquistar a su tío Claudio y convertirse así en emperatriz.
El siguiente paso era fortalecer la posición de su hijo frente a la de Británico. Su tesón y sus encantos tuvieron éxito por partida doble: no sólo logró que el viejo
princeps
consintiera en desposar a su hija Octavia con Nerón —una vez superado el obstáculo del prometido de la joven, Junio Silano, con una oportuna eliminación—, sino que lo adoptara oficialmente en el año 50. Claudio era ya un objeto inservible o, todavía peor, un obstáculo para el último y definitivo asalto al poder. Podía o debía ser eliminado. Hay que ser demasiado prudente o crédulo en los caprichos de la fortuna para no ver la mano de Agripina en la muerte de Claudio, el 13 de octubre del año 54. El mismo día Nerón era proclamado emperador por la guardia pretoriana y el Senado ratificaba la aclamación.
E
l flamante emperador tenía entonces diecisiete años, demasiado pocos para contar con algún mérito que fundamentase su elevación al poder supremo. No obstante, su madre le había procurado una exquisita educación, correspondiente al papel que para él había imaginado. Pero ¿cuál era el aspecto del joven príncipe? Contamos con suficientes descripciones para trazar su imagen, que abundantes efigies, sobre todo en las acuñaciones monetarias, ayudan a precisar. Éste es el retrato que nos ha transmitido Suetonio:
Era de mediana estatura; tenía el cuerpo cubierto de manchas y apestaba; los cabellos eran rubios, la faz más bella que agradable; los ojos azules y la vista débil; robusto el cuello, el vientre abultado, las piernas sumamente delgadas y el temperamento vigoroso.
Dión Casio, por su parte, especifica que Nerón tenía, «según la tradición, una voz tan débil y sorda que provocaba a la vez las risas y las lágrimas de todos», lo que refrendan otras fuentes que hablan de «una voz pasable y ordinaria, con sonidos cavernosos y profundos, cuyo canto era una especie de murmullo».
Si leemos entre líneas, nos queda la imagen de un jovencito adiposo, de rostro correcto, pelirrojo y cubierto de pecas, ojos azules, miopes y un poco saltones, y cuello grueso, típico de los enfermos de bocio. Una estatua del Museo del Louvre nos transmite, bien es verdad que idealizada, esta imagen de Nerón niño
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.
En sus primeros años, apenas puede decirse que Nerón contara con un hogar. Entregado al cuidado de dos nodrizas griegas, el destierro de su madre le había llevado a la casa de su tía paterna, Domicia Lépida, que, de creer a Suetonio, confió su educación a un barbero y un bailarín. Pero su destino iba a cambiar bien pronto. Año y medio más tarde reaparecía Agripina en Roma, pero en esta ocasión dispuesta a hacerse cargo del cuidado de su hijo, que ya contaba con cuatro años. Es cierto que Nerón no debió de alegrarse especialmente del cambio. Su tía, a pesar de todo, le mimaba y le dejaba campar a sus anchas con los divertidos «preceptores». Ahora su madre, enérgica y dura, iba a encauzar su educación por los trillados y aburridos caminos de cualquier joven romano, confiándolo a dos libertos de origen griego,Aniceto y Berilo. Y ambos se vieron obligados a luchar contra las verdaderas inclinaciones del joven discípulo: por un lado, su entrega a aficiones artísticas —grabar, pintar, cantar, componer poemas—; por otro, una desmedida pasión por las carreras de carros, que sus pedagogos intentaron desviar, prohibiéndole incluso conversar sobre el tema con sus condiscípulos en horas de estudio.
Mientras tanto,Agripina iba cumpliendo uno por uno sus estudiados pasos para acercar a su hijo al trono, hasta conseguir en el año 50 la adopción de Nerón por el viejo emperador y su ingreso en la
gens
Claudia
. Para quien ya veía como futuro soberano, era necesaria una auténtica formación de príncipe, que necesitaba algo más que las manidas enseñanzas y consejos de los acostumbrados pedagogos. Y la desmedida ambición de Agripina no podía consentir para su hijo otro preceptor que uno, el más brillante de los hombres de letras de su tiempo, Lucio Anneo Séneca.
Séneca era de origen provincial. Había nacido en Córdoba y procedía de una familia de colonos itálicos, establecida en Hispania, que se había enriquecido con la agricultura y el comercio. Su padre, emigrado a Roma, había despuntado en la corte de Tiberio como orador y, en contacto con los principales abogados y literatos de la época, compuso un conjunto de declamaciones forenses, que le valieron el título de «el Retórico». También el joven Séneca, siguiendo los pasos del padre, se convirtió en un afamado abogado, pero sobre todo en un profundo pensador, inclinado hacia la filosofía estoica, que tuvo ocasión de conocer cuando, buscando alivio para su débil salud —padecía de asma y bronquitis crónica—, pasó un tiempo en Alejandría de Egipto. Pero su convencido estoicismo no representó un obstáculo para buscar con el mismo tesón los bienes terrenales, que le llevaron a amasar una cuantiosa fortuna y a frecuentar los ambientes más exquisitos de Roma, donde pronto comenzó a brillar como autor literario de moda. Amigo de Domicio, el padre de Nerón, fue en su casa donde conoció a Agripina y Livila, su hermana menor. Aunque frisando la cincuentena, se dejó atraer por los encantos de la joven Livila, y con ella se vio involucrado en un escándalo político y sentimental, que dio con sus huesos en Córcega, adonde le exilió Claudio por instigación de Mesalina. En el aburrido destierro, Séneca tuvo suficiente tiempo para madurar su pensamiento estoico, plasmado en las famosas Consolationes, que aprovechó para intentar de Claudio, con desmedidos y rastreros elogios, un levantamiento del castigo. Sólo a la muerte del emperador podría desfogar libremente su odio y rencor contra el causante, en última instan cia, de su ruina, en una vitriólica sátira, la Apocolokyntosis, la subida del difunto a los cielos convertido en calabaza y el juicio de los dioses contra el deforme tirano, ocasión también para expresar una entusiasta proclama del programa político de Nerón.
No iban a ser los hipócritas elogios los que ablandaran el corazón de Claudio, sino los ruegos de su esposa Agripina, que, de inmediato, quiso poner la formación de su hijo en las manos del filósofo. Séneca, que mientras tanto había tenido tiempo de desposar a Pompeya Paulina, la hija de un potentado financiero, veinte años más joven que él, aceptó la misión, aunque no faltaron los rumores que achacaban a Agripina haberle entregado su cuerpo para ganárselo del todo. En todo caso, Séneca tomó a su cargo la alta supervisión del programa de estudios del joven Nerón, en manos de dos reconocidos filósofos, el estoico Queremón y el peripatético Alejandro. La educación no progresó como se esperaba: si el intento del maestro por mostrar al discípulo los senderos de la filosofia quedó arrumbado por indicación de la madre, que consideraba tales estudios como impropios de un príncipe, fue el propio Nerón quien dejó de lado el interés por el arte de la oratoria, esencial para cualquier hombre público. En cambio, desde muy pronto, el joven sintió una inclinación poco usual por la poesía y el canto, en cuyo cultivo creyó haber encontrado la verdadera vocación de su vida: la de artista lírico. La agobiante presencia de una madre siempre atenta le obligó a disimular esta pasión, pero no a abandonarla. Tras su subida al trono tendría ocasión de entregarse abusivamente a ella.
Otro hombre iba a ser también esencial en el destino del joven Nerón, el prefecto del pretorio Lucio Afranio Burro. Originario de la Galia Narbonense, se había distinguido como oficial, hasta que una herida en la mano le obligó a abandonar la milicia. Al servicio de la viuda de Augusto como intendente, se ganó el respeto y la confianza tanto de Tiberio como de Claudio por su integridad moral y su insobornable lealtad a la casa imperial. Agripina tuvo ocasión de conocerlo y consideró que podía ser un excelente colaborador para materializar sus planes. Como en tantas otras ocasiones, no le costó trabajo convencer a Claudio de confiarle el mando de la guardia pretoriana, distinción que Burro jamás iba a olvidar, convirtiéndose en uno de los más leales servidores de la emperatriz. No obstante, no está probado que el prefecto participara con Séneca en la educación de Nerón o, al menos, las fuentes no hacen mención de ello, lo que no significa que su acción fuera menos determinante para el futuro del príncipe.
Séneca, mientras tanto, en colaboración o bajo las directrices de Agripina, preparaba a Nerón para la sucesión. Era necesario para ello convertirlo en modelo de heredero al trono, mientras Británico, privado de la protección de su madre, Mesalina, y con un padre demasiado ocupado para asuntos de índole doméstica, que Agripina se encargaba de filtrar o presentar bajo la conveniente óptica, languidecía, como dice Dión Casio, «alejado de la vista de su padre, del público y mantenido en una especie de cautiverio». De todos modos, era necesario darse prisa, habida cuenta de la edad del emperador. Adoptado por Claudio, había ahora que declarar a Nerón mayor de edad para que el estudiado papel de heredero tuviera efectividad. No importa que aún no hubiera cumplido los catorce años, la edad fijada por la ley. El 12 de marzo del año 51, en una solemne sesión del Senado, Claudio mismo presentó a su hijo adoptivo. En la estudiada ceremonia, la cámara lo declaró «Príncipe de la Juventud», lo que equivalía a considerarlo como heredero al trono, le ofreció el consulado para cuando cumpliera los veinte años y, lo que era más importante, le otorgó el poder proconsular fuera de los límites de la Ciudad. Un desfile militar con el joven Nerón a la cabeza y juegos en el circo, en los que apareció envuelto en el manto de púrpura a que le daban derecho sus poderes
proconsulare
s, sirvieron para familiarizar al pueblo de Roma con la idea de ver en él al futuro emperador.
Pero no era suficiente con la imagen. Era preciso darle un contenido, que Séneca preparó con cuidado para ofrecer a un Nerón adornado con dos de las virtudes más caras para un romano: la elocuencia y la magnanimidad. Sirvió de pretexto un incendio que acababa de arrasar la ciudad de Bolonia y que obligó a sus habitantes a solicitar del Senado subsidios para la reconstrucción. Nerón actuó de abogado defensor, y con un magnífico discurso compuesto por Séneca y aprendido de memoria, logró, además de la ayuda financiera, ganarse una inmerecida fama de brillante orador. Meses después volvía a repetirse la farsa, en este caso a favor de la ciudad de Rodas, con un discurso en griego que encandiló a los asistentes a la sesión del Senado. Y se encontraron otras causas semejantes, que tuvieron como beneficiarias a Troya o a la ciudad siria de Apamea.
Si había escenificado a la perfección el papel de abogado, cumplía ahora ensayar el de juez justo y prudente. La ocasión se presentó con la celebración de una vieja tradición que exigía al responsable del poder residir fuera de Roma durante las llamadas Fiestas Latinas, con el consiguiente nombramiento de un sustituto para impartir justicia, el llamado
praefectus Urbi Feriarum Latinarum
. Agripina consiguió de Claudio tal honor para su hijo, y el joven, cómo no, con la ayuda de Séneca, cumplió el difícil papel a la perfección, no obstante las causas complicadas que se le propusieron.
Elocuencia, magnanimidad, equidad. También se encontró ocasión para escenificar otro de los más preciados valores éticos, la
pietas
, el deber y la devoción filial, que Nerón tuvo oportunidad de demostrar con ocasión de una enfermedad de Claudio, una de las tantas indigestiones que, según Suetonio, le acarreaba su proverbial glotonería. Empujado por sus mentores, Nerón prometió en el Senado ofrecer de su bolsillo espectáculos circenses por la curación de su padre adoptivo. Claudio se restableció y los juegos se celebraron.A Británico se le reprochó no haber tenido un gesto semejante de piedad filial.