Tácito recoge el rumor, que no confirma, de que Nerón, al contemplar el cadáver exánime de su madre, alabó la belleza de su cuerpo, anécdota que pudo ser inventada para acallar las sospechas de incesto. Lo cierto es que Agripina fue incinerada aquella misma noche y sus cenizas, piadosamente recogidas por sus servidores, enterradas bajo un modesto túmulo, en el camino a Miseno.
No es posible establecer con seguridad la responsabilidad de Séneca y Burro en la muerte de Agripina. Si parece improbable su instigación al crimen, su apoyo al emperador y sus esfuerzos por convencer a la opinión pública de que Nerón se había visto obligado a obrar así para defenderse de un intento de asesinato planeado por la madre proyectan oscuras sombras sobre los dos consejeros, que apenas pueden difuminarse con una pretendida razón de estado. Desde Nápoles, adonde se había retirado prudentemente en espera de la reacción del Senado, el emperador recibió con satisfacción y alivio la casi unánime felicitación de la impotente cámara por haberse salvado de la conjura, y su regreso a Roma, seis meses después, tuvo todas las características de un triunfo. La crisis se había superado y el largo pulso de fuerzas entre el partido de Agripina y los consejeros del emperador pareció definitivamente resuelto en favor del clan de Séneca. Pero la muerte de Agripina había roto también un difícil equilibrio de influencias, que actuaban de contrapeso a la cada vez más decidida voluntad de Nerón de imponer un gobierno personal de carácter despótico. Y lo que podría haber parecido el cenit de una acción de gobierno, no fue sino el principio de un declinar, que terminaría trágicamente para Séneca unos años más tarde.
D
e todos modos, la muerte de Agripina no desencadenó automáticamente, como pretende la tradición antigua, un cambio de la política oficial: Séneca y Burro conservaron su influencia mientras comenzaba a desarrollarse un programa «cultural» directamente impulsado por Ne rón, que, por encima de los rasgos superficiales e incluso grotescos con el que ha sido trivializado, transparentaba una clara voluntad del emperador por transformar no ya sólo las bases de gobierno, sino la propia sociedad romana. Se ha llamado la atención sobre las relaciones entre política y religión en la elaboración teórica e ideológica del concepto de gobierno pretendido por Nerón. Para el joven emperador, la legitimidad del poder político tendía a fundarse en las relaciones entre el concepto romano de devoción y observancia religiosa, la
pietas
, y el concepto helenístico de victoria, como afirmación de superioridad humana, fuente de la
auctoritas
, la base del poder desde los tiempos de Augusto. Y en este camino, Nerón subrayó la importancia del culto a Apolo, por un lado, elemento distintivo de la civilización y de la comunidad de los pueblos helénicos y, por otro, dios de las artes, de la salud y de la medicina, como exponente de un programa de unidad del mundo clásico, de sincretismo entre todos los pueblos del imperio, de fomento de las artes y las ciencias, de aumento del bienestar de la humanidad bajo la guía de las corrientes culturales griegas. Así, el problema de las relaciones con el mundo griego en el programa de Neron cesó de ser una cuestión espiritual para convertirse, sobre todo, en una cuestión social, de educación y de costumbres.
El programa, con todo su componente positivo, chocaba con dos obstáculos insalvables: su abierta e irreducible contradicción con la tradición romana y la forma de imposición despótica con que pretendía ser desarrollado. No es extraño que en la tradición que nos ha llegado, fuertemente influida por los círculos senatoriales, violentamente opuestos a su realización, todo el complejo haya quedado reducido al insensato capricho de un príncipe vicioso y exhibicionista, cruel y lascivo, por mostrar en público sus dudosas cualidades de rapsoda, actor y poeta y su habilidad de conductor de carros. Ciertamente, en este proyecto educacional, una de las características más evidentes de la cultura griega era el gusto por las manifestaciones agonísticas, como búsqueda de belleza y de excelencia fisica o espiritual de la personalidad humana, en violento contraste con el carácter mercenario que los romanos otorgaban a los espectáculos. A pesar de ello, Nerón se aplicó con entusiasmo a reformar la educación de los jóvenes nobles romanos, según modelos griegos, y también el carácter de los juegos romanos, para acercarlos a los helénicos: se prohibieron los combates a muerte y se hizo descender a la arena a los senadores y caballeros, con el consiguiente escándalo en la sociedad romana.
En el año 59, con ocasión del corte de su primera barba, un acontecimiento solemne que se celebraba en el entorno familiar, frente a la acostumbrada intimidad, Nerón quiso que la ceremonia, prevista para el 18 de octubre, tuviera un carácter grandioso y, para ello, instituyó unos nuevos juegos músico-teatrales de tipo griego, los
Iuvenalia
, dedicados a
Iuventa
, la diosa protectora de la juventud, e invitó a participar a toda la nobleza romana, sin distinción de sexo o edad. Él mismo se apresuró a dar ejemplo del nuevo espíritu con la lectura pública de sus composiciones poéticas y la participación en concursos de cítara y carreras de carros. Por fin había logrado su más preciado sueño, aparecer en escena. Es cierto que Séneca consiguió que la representación aún tuviera carácter privado. El escogido grupo de asistentes contempló al emperador, acompañándose de la cítara, cantando un poema lírico,
Atis
o
Las Bacantes
, que, no obstante la mediocre interpretación, arrancó los más encendidos aplausos. No en vano entre los asistentes se encontraba un cuerpo de quinientos jóvenes, los
Augustali
, recién creado por Nerón y semejante a una guardia de oficiales de elite, con la misión de actuar como claque del emperador en los concursos en los que participaba y como núcleo de profesionales en el amplio movimiento de amateurismo cultural y deportivo de tipo helenístico que pretendía. Nerón esperaba arrancar a los senadores y caballeros su antigua mentalidad, sus antiguas tradiciones, no sólo culturales y deportivas, sino también políticas, y transformar así la aristocracia en un grupo social privilegiado, pero dócil, a la manera de los reyes greco-orientales. En este sentido, los «
Augustales
» actuarían como propagandistas de la nueva educación del pueblo romano.
Tras el ensayo de los
Iuvenalia
, al año siguiente, Nerón instituyó los
Neronia
, unos juegos de estilo griego, similares a los panhelénicos, que debían tener lugar cada cinco años y que incluían concursos atléticos, hípicos, musicales, poéticos y oratorios, con la participación, además de profesionales, de jóvenes aristócratas, formados, de acuerdo con el programa destinado a la reeducación de la elite romana, en las escuelas imperiales. Aunque Nerón no participó personalmente en la competición, el jurado le otorgó dos primeros premios: la corona de la elocuencia y de la poesía latinas, que aceptó agradecido, y la que le proclamaba como el mejor ta ñedor de cítara, que rehusó con un gesto, ¡cómo no!, teatral: Nerón se arrodilló y, después de recibir la corona, la depositó a los pies de una estatua de Augusto.
Sería erróneo creer que la sociedad romana recibió con unánime rechazo estas innovaciones: la plebe aceptó con entusiasmo la nueva política cultural y una gran parte de la clase ecuestre la apoyó. Pero el objetivo pedagógico de divulgación de ciertos elementos de la cultura griega, desconocidos o poco apreciados por la idiosincrasia romana, chocó con la forma de aplicarlo, a través de un estilo egocéntrico que buscaba la propia exaltación, en un estúpido afán de megalomanía. Y, así, los esfuerzos artísticos de Nerón, en última instancia, sólo sirvieron para la represión.
En el ambiente senatorial surgió un grupo decididamente adversario de esta política, aglutinado en torno al intransigente Trasea Peto, con la batería ideológica del estoicismo, doctrina que terminaría por convertirse en ideario de la oposición al despotismo
Neronia
no. Nerón salió al paso de este primer signo serio de una oposición potencialmente peligrosa con el reforzamiento del entorno intelectual sostenedor de su programa, un círculo literario-filosófico concebido como grupo ideológico y político, que debía apoyar al emperador a precipitar la transformación del estado romano en una monarquía greco-oriental. Los amigos de francachela de los primeros años, como Otón, tuvieron que hacer sitio en la corte de Nerón, el
aula Neroniana
, a nuevos rostros, más sensatos aunque no menos serviles: el estoico Lucio Anneo Cornuto; el jurista Marco Coceyo Nerva, que en su vejez ocuparía brevemente el solio imperial antes de cedérselo a Trajano; el vanidoso y adulador sobrino de Séneca, Marco Anneo Lucano, convertido en poeta oficial de la corte; su amigo, el compositor satírico Persio, pero, sobre todo, el diletante Cayo Petronio Árbitro, que, con su refinamiento, encanto y elegancia, cautivó al emperador hasta convertirse en su guía artístico y espiritual. Según Tácito, «fue acogido como árbitro de la elegancia en el restringido círculo de los íntimos de Nerón, quien, en su hartura, no reputaba agradable ni fino más que lo que Petronio le había aconsejado».
Arropado por estos nuevos personajes, se fue decantando como ideología oficial el «
Neronismo
», que, sin tocar apenas la estructura teórica del despotismo ya preconizada por Séneca, intensificó, amplificó y organizó tendencias que dejaban de lado las veleidades estoicas, la pretensión de dar al despotismo un contenido filosófico con la fórmula práctica de la
clementia
, y lo reemplazaron por la afirmación mucho más brutal de la autoridad imperial, por la
severitas
. Y estas tendencias sólo podían ir en detrimento de la influencia de los viejos consejeros, como Séneca, y de la importancia de los senadores tradicionales. La corte de Nerón se llenó con nuevos hombres: caballeros, provinciales de elite, libertos de origen greco-oriental, hombres de negocios y artistas. Pero tampoco faltaban senadores en el entorno de Nerón, generalmente
homines novi
, aupados recientemente a los círculos exclusivos de la aristocracia, procedentes de las provincias occidentales romanizadas, como el hispano Marco Ulpio Trajano, el futuro emperador.
La muerte de Burro, en el año 62, de un cáncer de garganta —aunque no faltaron los rumores de envenenamiento—, precipitó definitivamente el triunfo de la nueva dirección. En lugar del viejo consejero, la prefectura del pretorio fue de nuevo desdoblada, para evitar una excesiva concentración de poder, cuyos peligros ya, en otras ocasiones, habían quedado manifiestos. Uno de los elegidos fue Fenio Rufo, que, no obstante su estrecha relación como protegido de Agripina, había logrado que se le confiara la responsabilidad de velar por los abastecimientos de la capital como prefecto de la
annona
, cargo que había cumplido con eficiencia y honestidad. El otro era Ofonio Tigelino, cuya tortuosa trayectoria vital no fue impedimento para obtener los favores del emperador.
Tigelino había jugado un papel de comparsa en la conjura contra Calígula encabezada por Lépido y las hermanas del emperador, en su condición de amante de Agripina, con la que tuvo que compartir el destino del destierro. Tras malvivir durante cierto tiempo en Grecia como vendedor de pescado, obtuvo de Claudio, gracias a los oficios de Agripina, el levantamiento del castigo, lo que le permitió regresar e instalarse en el sur de Italia, donde, merced a una oportuna herencia, pudo prosperar como criador de caballos de carreras. Esta circunstancia le acercó a Nerón, de quien ganó su confianza hasta el punto de ser nombrado responsable del servicio de vigilancia,
praefectus vigilum
, encargado de la seguridad nocturna de las calles de Roma y de la prevención contra incendios. Nombrado ahora prefecto del pretorio con Rufo, iba a jugar hasta la muerte de Nerón el siniestro papel de ángel malo, como polizonte husmeador de conspiraciones reales o imaginarias, reprimidas con toda la inflexibilidad y saña de su alma de esbirro, y ejecutor inmisericorde de los crímenes ideados por la mente enferma y libertina de su amo.
La elección no podía ser aprobada por Séneca y, en cierto modo, era un desafio al antiguo mentor o una velada invitación de retiro, que el filósofo comprendió. El emperador no puso obstáculo a que Séneca se retirara de la escena pública, en la que durante tantos años había tenido que vivir en la contradicción de unos proclamados ideales éticos y una resuelta ambición política. En el centro del poder, se había distinguido como uno de los más conspicuos representantes del estoicismo, una corriente de pensamiento que buscaba elevar el alma humana por encima de los caprichos de la fortuna; él mismo predicaba la necesidad de mantener la independencia de los sentimientos frente a los impulsos de la ambición y de la avidez de riqueza. Pero era difícil para los contemporáneos aceptar con plena seriedad principios tan nobles y elevados de un hombre que había acumulado en pocos años un patrimonio de setenta y cinco millones de denarios mediante la caza de herencias y la usura en Italia y en las provincias.
El retiro de Séneca y el fortalecimiento de los elementos del nuevo grupo político e ideológico de Nerón tendrían pronto repercusiones para la nobleza tradicional. En el año 62 d.C. se renovaron los procesos de lesa majestad y, bajo la instigación de Tigelino, comenzó una represión sistemática contra algunos dirigentes de la aristocracia, eliminados por la pena de muerte o el destierro. Si los senadores Antistio Sosiano y Fabricio Veyento pudieron salvar la vida, conformándose con el destierro, no ocurrió lo mismo con dos posibles pretendientes al trono, Rubelio Plauto, nieto de Tiberio, y Fausto Cornelio Sila, yerno de Claudio.